Domingo 04 de cuaresma 011 A
Un ciego singular, simpático y de muchos pantalones que alcanzó la vista y
la fe.
Pocos personajes son tan simpáticos, tan decididos y tan valientes como el ciego de
nacimiento que Juan nos presenta en su cap. 9. Se trata de la ciudad de Jerusalén
en los días en que ya los ánimos estaban caldeados y los fariseos intentaban a toda
costa desaparecer a Jesús. Sintiendo que Jesús era la Luz del mundo, un día él vio
pasar al ciego de nacimiento, y sin que el hombre se lo pidiera, se acercó a él, hizo
un poco de lodo con su saliva, y frotando sus párpados le pidió que fuera a una
piscina cercana para que se lavara. El ciego, acostumbrado a hacer lo que los
demás le pedían, sin poder valerse por sí mismo, efectivamente fue a la piscina, se
lavó y volvió con asombro ya curado para siempre, de su vista. Y ahí comenzó una
serie de hechos que a otro menos templado lo habrían amedrentado y lo habrían
hecho desistir de afirmar lo que Jesús hizo por él. Muchas veces a propios y
extraos él tuvo que declarar “él me mand, fui a la piscina, me lavé y comencé a
ver”. Los mismos fariseos que se creían poseedores natos, legítimos y perpetuos de
la religión judía, no podían admitir que Jesús hubiera curado a aquél hombre en día
de sábado, sagrado para los judíos, o mejor para los fariseos. Pero ni ante ellos se
amilanó, pues primero en serio y luego con mucha jocosidad declaró la verdad de
los hechos. Había amenazas muy serias contra el que se decidiera a ser seguidor de
Jesús. Y contrasta sobremanera la actitud valiente del que ya no era ciego, con sus
padres que fueron llamados a declarar y lo único que pudieron decir fue que aquel
hombre era su hijo, que había nacido ciego, pero que cómo hubiera podido adquirir
la vista ellos ni les interesaba ni querían saber nada más. Pero el ciego fue
creciendo en su conocimiento y en su aceptación de Jesús, porque al principio
declar “que aquél hombre” lo había curado, luego declar “que era un profeta”. Y
cuando ya los judíos lo habían declarado fuera de la sinagoga, expulsándolo de la
comunidad, Cristo, como queriendo recompensar su valentía, se hizo nuevamente
el encontradizo y lo interrog: “crees tú en el Hijo de Dios”, y el hombre replic con
una gran sencillez: “¿y quién es para que yo crea en él?” a lo que Jesús le
respondi: “Ya lo has visto, el que está hablando contigo, ése es”. Y vino un
momento singular, pues por toda respuesta el hombre le dijo: “Creo, Seor” y a
continuación se postró y lo adoró.
Aquel hombre llegó a la madurez de la fe y confió en Cristo Jesús aunque eso le
acarreara la salida de la sinagoga judía. Pero nosotros, hombres del siglo XXI es la
hora del crecimiento en nuestra fe, es el momento de dejarnos pasar por listos
creyendo que somos creyentes, cuando lo único que cumplimos son algunos de los
mandamientos, pero nos quedamos muy lejos de lo que Cristo quiere, que nosotros
seamos luz para los hombres con los que convivimos, con una vida de rectitud, de
honradez, humildad y de servicio. Ha llegado el momento de dejarnos iluminar por
Cristo llegando a la madurez de nuestra fe, diciendo en este día: “creo, Seor, pero
aumenta mi fe”.
Es bueno escuchar al Papa que nos dice: “El domingo del ciego de nacimiento
presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de
nosotros: « ¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma
con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la
curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada
interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él
a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al
hombre a vivir como «hijo de la luz».
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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