III Semana de Cuaresma, Ciclo A
Introduccion a la semana
Para que no perdamos nunca de vista que estamos en camino hacia la Pascua,
hay en la liturgia cuaresmal referencias variadas al dramático destino de Jesús.
Esta semana él mismo nos recuerda: “Ningún profeta es bien mirado en su
tierra” (Lc 4, 24); con ello da a entender que quienes creen conocerlo desde
siempre no están dispuestos a aceptar que Dios les hable nunca por su medio:
“Uno como nosotros no puede ser un portavoz de Dios”, parecen decir. Algo
semejante piensan sin duda los que atribuyen sus poderes sanadores a alguna
secreta connivencia con el diablo, negándose a ver en el bien que hace un signo
del Dios poderoso y compasivo. Son escenas en las que se adivina ya la
hostilidad creciente que suscitan sus palabras o sus actos.
Junto a este horizonte sombrío y precursor, afloran otras constantes propias de
este tiempo. Se evoca delante de Dios el recuerdo de los grandes patriarcas de
Israel que le fueron gratos en el pasado, a fin de atraer de nuevo su misericordia
sobre el pueblo, sobre los que ahora están “humillados por toda la tierra, a
causa de nuestros pecados”. Conscientes de este comportamiento pecaminoso,
ya no pretenden ganarse a Dios a fuerza de sacrificios de animales, sino
presentándole “nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde” (Dn 3, 39).
Eso es lo que Dios desea: “quiero misericordia y no sacrificios” (Os 6, 6); en
consecuencia, la generosidad de su perdón se volcará sobre aquellos que,
mostrándose misericordiosos a su vez, perdonan de corazón siempre que
reciben una ofensa.
Destaca de nuevo la necesidad de conversión. Dios mismo censura la terquedad
de ese pueblo que con tanta frecuencia se negó a escuchar a sus enviados.
“Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón” (Sal 94). No lo
pide un Dios severo y amenazador, sino un Padre dispuesto siempre a restañar
las heridas de sus hijos: “Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo
merezcan, mi cólera se apartará de ellos” (Os 14, 5). Escuchar, pues, su voz,
cumplir sus mandatos –que Jesús ha ratificado y reinterpretado para nosotros-
es garantía de vida en plenitud, de resurrección.
Fray Emilio García Álvarez
Convento de Santo Domingo. Caleruega (Burgos)
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