V Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Ya estamos muy cerca de la semana santa y la palabra de Dios de este domingo
anuncia en sus tres lecturas el triunfo de la vida sobre la muerte. El Espíritu de
Dios es protagonista en ese triunfo. En el lenguaje profético apocalíptico de
Ezequiel aparece el espíritu como un aliento de vida que comunica la esperanza de
la restauración al pueblo sumido en la catástrofe del destierro (Ez 37,12-14). En el
lenguaje teológico existencial de Pablo es el Espíritu de Cristo resucitado el que da
vida al ser humano en su debilidad de criatura (Rom 8,8-11). El último de los
signos en el evangelio de Juan narra la muerte de Lázaro y su retorno a la vida
realizado mediante la palabra portentosa de Jesús (Jn 11,1-57), y constituye el
preludio de la hora definitiva en que Jesús mismo resucite de entre los muertos
pasando por una muerte injusta y violenta vivida en el amor más entrañable. Todo
un mensaje de esperanza que podemos comunicar diciendo que Jesús es la
resurrección y la vida.
Este episodio de la muerte y resurrección de Lázaro, el amigo de Jesús, en Betania,
es la ocasión oportuna para que se manifieste la gloria de Dios en la persona de
Jesús y para que muchos crean en él. Sin embargo, para los dirigentes religiosos,
los adversarios reales de Jesús, el hecho motivará su decisión final de darle muerte.
Así la resurrección del amigo se presenta como el último de los signos realizados
por Jesús antes de su propia pasión y constituye la señal cumbre de la hora
definitiva de Jesús, la cual tendrá lugar con su muerte y resurrección. La enorme
fuerza simbólica del episodio, más allá de su carácter histórico, fundamentado con
toda probabilidad en un hecho real de la vida de Jesús, anticipa la confrontación
personal de Jesús con la muerte así como su victoria sobre la misma. El relato
destaca el hecho prodigioso realizado por Jesús y los diálogos en torno al mismo
revestidos de una gran fuerza teológica. En él podemos apreciar dos elementos
esenciales. El diálogo central de la escena (Jn 11,21-27) revela primeramente que
Jesús maestro, Señor, Mesías e Hijo de Dios, es la resurrección y la vida; y, en
segundo lugar, que quien cree en él tendrá vida para siempre.
Con este último signo de Jesús podemos decir que Él es la realización de toda
esperanza humana. Creer en Jesús significa tener vida hoy y tener vida siempre;
participar en la vitalidad propia del Espíritu de Dios que permite incluso enfrentarse
a la muerte biológica sin temor alguno, aunque sin eliminar el dolor que ésta
siempre supone. A partir de Jesús, amigo y hermano de la humanidad sufriente,
todo ser humano puede experimentar que la muerte no es la palabra definitiva de
la historia humana. La palabra definitiva es Jesús que, por ser él mismo la vida, es
también la resurrección. Así pues, teniendo acceso a Jesús, como Marta y María,
como los discípulos y como Lázaro, la situación humana cambia radicalmente de
rumbo. En el corazón de la humanidad irrumpe el amor de Jesús dando una vida
nueva, cuya calidad, impregnada por ese mismo amor, trasciende la barrera de la
muerte biológica.
Jesús se enfrentó a la muerte apostando por la vida humana. El pasaje evangélico
pone de manifiesto una de las grandes paradojas de la vida humana, que, a su vez,
constituye el núcleo del mensaje y del testimonio de Jesús: Dando la vida se da
vida. Por eso el amor de la entrega radical y gratuita de la vida, el amor solidario y
generoso, el amor a fondo perdido, experimentado en tantas situaciones de
sufrimiento humano, el amor hasta el final, acrisolado en el dolor es siempre
generador de vida. Para hacer posible esta transformación del dolor y de la muerte
en vida y en esperanza Jesús mismo experimentó hasta el fondo el desconsuelo
inherente a la pérdida del amigo, el dolor y la indignación interior por la muerte de
Lázaro. Y sólo desde la comunión solidaria con el dolor, y sin que éste desaparezca
de nuestro horizonte vital, se abre camino la esperanza de la resurrección. Jesús no
vino a cambiar el curso natural de la vida física, sino a infundir en ella un nuevo
sentido con la fuerza de su Espíritu y la potencia de su palabra, transmitiendo al ser
humano una esperanza siempre viva, fuente inagotable de la verdadera alegría. La
piedra sepulcral que los discípulos de Jesús debemos remover es enorme y pesada,
pues la losa de la muerte sigue sepultando a las masas de los pobres en nuestra
tierra. Frente a toda manifestación de muerte, contra toda violencia y atentado a la
vida, los que creemos que Jesús es la vida, hemos de apostar por la vida, por la
vida hoy y por la vida siempre, por la vida de todos y por una vida digna.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura