Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La vanagloria
El domingo de ramos contemplamos a Jesús que entra en Jerusalén montando
en un burrito entre las aclamaciones del pueblo que lo ovaciona diciendo:
“¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del
Señor! La gente extiende sus mantos por el camino para alfombrar el sendero.
Se trata sin duda de uno de los momentos más apoteósicos de la vida pública
de Cristo. No encuentro otro pasaje en el que haya sido tan homenajeado por
las multitudes. ¡Cómo se explica el hecho de que una semana después esta
misma gente estará gritando enardecida: Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
En realidad el fenómeno no es nuevo. Recuerdo haber presenciado un partido
de fútbol en donde el comentarista criticaba con sorna al ariete del equipo y
cuando éste, de repente, anotó un gol, pasó a ser el héroe, el que sabía
esperar el momento, la genialidad del balompié. Lo mismo sucede con los
políticos, los artistas y el resto de los oficios. Entre el deshonor y la fama, no
hay más que un pequeño paso. La masa no piensa, reacciona. No tiene juicio
crítico, sólo emociones. No va a la esencia, sino a la apariencia. Jesús por el
contrario no se deja llevar por lo externo, por lo que dice la gente, él sondea el
corazón y conoce la verdad que hay en su interior. Después de la multiplicación
de los panes, el pueblo quiso proclamarlo rey, pero Jesús se alejó de allí
porque sabía las intenciones que había en su corazón. La mirada de Dios no es
como la del hombre, pues nosotros juzgamos por las apariencias, pero Dios
mira el corazón. Así lo constatamos en la elección del rey David, después de
haber sido presentados los siete hermanos al profeta Samuel para que eligiera
al mejor, al final escogió al más pequeño que andaba en el campo pastoreando
el ganado.
¿Esto qué nos incumbe a nosotros? Ante todo, conociendo la liviandad de la
gente, hay que huir del incienso del respeto humano, de la lisonja y la
vanagloria. Evitar querer agradar a aquellos que, el día de mañana, puedan
cambiar de opinión o nos vuelvan la espalda. La vanidad emborracha el
corazón y al final se disipa convirtiéndose en humo, en pompas de jabón, en
nada.
En segundo lugar, buscar la integridad de mi conciencia, de mi psicología,
huyendo del engaño o la hipocresía; del tirar la piedra y esconder la mano; del
pasar por la vida criticando a los otros, pero sin aportar nada al bien común.
Para Poncio Pilatos ¿no fue una locura haber condenado a muerte a Cristo a
cambio de conservar un puesto político? Renunciar a las propias convicciones
equivale a perderlo todo. La conciencia no se vende por nada. Ella hablará por
mí en el último día. twitter.com/jmotaolaurruchi