Viernes 22 de Abril de 2011
Viernes Santo 2011
Isaías 52,13-53,12
Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se
espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano,
así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo
inenarrable y contemplar algo inaudito. ¿Quien creyó nuestro anuncio?, ¿a quién se
reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra
árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado
de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el
cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de
Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por
nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos
curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor
cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y
no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador,
enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién
meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi
pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados, y una tumba con los
malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca.
El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como
expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere
prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará
de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de
ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomo el
pecado de muchos e intercedió por los pecadores.
Salmo responsorial: 30
R/ Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
A ti, Señor, me acojo: / no quede yo nunca defraudado; / tú, que eres justo,
ponme a salvo. / A tus manos encomiendo mi espíritu: / tú, el Dios leal, me
librarás. R. Soy la burla de todos mis enemigos, / la irrisión de mis vecinos, / el
espanto de mis conocidos; / me ven por la calle, y escapan de mí. / Me han
olvidado como a un muerto, / me han desechado como a un cachorro inútil.
R. Pero yo confío en ti, Señor, / te digo: "Tú eres mi Dios." / En tu mano están
mis azares; / líbrame de los enemigos que me persiguen. R. Haz brillar tu rostro
sobre tu siervo, / sálvame por tu misericordia. / Sed fuertes y valientes de corazón,
/ los que esperáis en el Señor. R.
Hebreos 4,14-16;5,7-9
Hermanos: Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo
sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un
sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido
probado con todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Por eso,
acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y
encontrar gracia que nos auxilie oportunamente.
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó
oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue
escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la
consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación eterna.
Juan 18,1-19,42
Prendieron a Jesús y lo ataron
COMENTARIOS
La muerte ha sido el gran misterio que ha preocupado al hombre a través de
toda su historia. Porque aunque éste ha pretendido negar todas las verdades, sin
embargo hay una que siempre le persigue y nunca ha podido rechazar: la realidad
de la muerte. Ni siquiera los ateos más recalcitrantes se han atrevido a negar que
ellos también han de morir.
Para el pagano la muerte era toda una tragedia; no tenían ideas claras sobre
el más allá, por eso no obstante que admitían una existencia más allá de la tumba,
dicha existencia estaba rodeada de oscuridad y enigmas. Además no todos admitían
una vida después de la muerte porque ésta era un desaparecer total, el fin de todas
las esperanzas, la frustración de todos los anhelos. Los mismos judíos aceptaban la
resurrección pero la dilataban hasta el fin de la historia.
Para los discípulos la situación era muy desalentadora; ellos esperaban un
Mesías terreno que iba a revivir las glorias del reinado de David y Salomón y he
aquí que sus ilusiones se desvanecieron como la espuma. Esa sensación de
desaliento está claramente expresada en uno de los discípulos de Emaús:
Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; más con todo,
van ya tres días desde que sucedió esto. (Lc 24,21)
La muerte de Jesús había sido un acontecimiento trágico; sus enemigos
habían logrado lo que querían: quitarlo de en medio; los fariseos, porque había
desenmascarado su hipocresía, los sacerdotes porque había denunciado la vaciedad
de un culto formalista; los saduceos porque había refutado la negación de la
resurrección; los ricos porque les había echado en cara la injusticia de sus
actuaciones; los romanos porque pensaron que era un sedicioso.
Jesús murió abandonado por todos; sus discípulos huyeron, los judíos lo
despreciaban; el Padre se hizo sordo a su clamor; esa tarde en la cruz colgaba el
cuerpo de un ajusticiado, condenado por la justicia humana y rechazado por su
pueblo. Parecía que el odio hubiera vencido sobre el amor; el poder sobre la
debilidad de un hombre; la tinieblas sobre la luz; la muerte sobre la vida. Aquella
tarde cuando las tinieblas cayeron sobre el monte Calvario parecía que todo había
terminado y los enemigos de Jesús podían por fin descansar tranquilos.
Pero he aquí que en lo más profundo de los acontecimientos, la realidad era
distinta. Jesús no era un vencido, sino un triunfador; no lo aprisionaba la muerte,
sino que se había liberado de su abrazo mortal; lo que parecía ignominia se
transformó en gloria; lo que muchos pensaban que era el fin, no era sino el
comienzo de una nueva etapa de la historia de la salvación. La cruz dejó de ser un
instrumento de tortura, para convertirse en el trono de gloria del nuevo rey y la
corona de espinas que ciñó su cabeza es ahora una diadema de honor.
Al morir Jesús dio un nuevo sentido a la muerte, a la vida, al dolor. La
pregunta desesperada del hombre sobre la muerte encontró una respuesta. Pero
esto no significa que podamos cruzarnos de brazos y contentarnos con enseñar que
la muerte de Jesús significó un cambio en la vida de la humanidad. Ese cambio
debe manifestarse en nuestra existencia porque él no aceptó su muerte con la
resignación de quien se somete a un destino ineludible, sino como quien acepta una
misión de Dios. Por eso su muerte condena la injusticia de los crímenes y
asesinatos, pero nos pide hacer algo contra la injusticia porque no solo condena la
explotación de los oprimidos, sino que nos pide mejorar su situación; la muerte de
Jesús no solo es un rechazo del abandono de las muchedumbres, sino que nos
exige que nos acerquemos al desvalido.
Su muerte no es solamente un recuerdo que revivimos cada año, sino un
llamado a mejorar el mundo, a destruir las estructuras de pecado; a restablecer las
condiciones de paz; a construir una sociedad basada en la concordia, la
colaboración y la justicia.
Jesús sigue muriendo en nuestros barrios marginados, en los soldados y
guerrilleros que yacen en las selvas, en los secuestrados y prisioneros, en los
enfermos y en los ignorantes. A nosotros nos toca hacer que se grito de
desesperación que Jesús pronunció cuando dijo “Padre, por qué me has
abandonado” se convierta en el grito de esperanza: “Padre en tus manos
encomiendo mi espíritu”.
Juan Alarcón, s.j.
(Extracto de servicios KOINONÍA)