VIERNES SANTO
SERMON 3º DE LA PASION
DE CRISTO NUESTRO REDENTOR 1
"Descargándonos de todo peso y de los lazos del pecado que nos tiene ligados,
corramos con aguante al término del combate que nos es propuesto, poniendo los ojos
en Jesús, autor y consumador de la fe, el cual, en vista del gozo que le estaba
preparado en la gloria, sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia" Hebreos 12,1-
2
1.- En este sermón de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, los predicadores
suelen omitir la salutación a la Virgen, nuestra Señora y Madre de quien hoy tenemos
ante nuestros ojos, tal como nos lo representa la Iglesia, clavado en un madero y con la
mayor afrenta e ignominia que hombre alguno haya sufrido ni sufrirá jamás. Y la razón
que aducen es que la Virgen estaba hoy muy ocupada por la tristeza y el sentimiento
que le producía la muerte tan dolorosa y afrentosa que padecía su benditísimo Hijo. A
tales predicadores les parece que hoy no es día de andar de negocios con ella, ni de
pedirle favores. No se puede negar que el dolor que sintió aquella Paloma sin hiel y
triste Madre de nuestro Redentor por la Pasión de su Hijo, fue el mayor dolor que pudo
experimentar nunca criatura alguna. Dice San Juan Crisóstomo: Que todas las criaturas
se compadecieron al ver morir a Cristo 2 . En efecto, el sol se obscureció, los ángeles
lloraron, la tierra tembló, el velo del Templo se rasgó y las piedras se quebrantaron. Si
la Pasión del Señor dejó tal huella en las piedras, hasta el punto que se rompieron y
partieron, ¿cuán grande llaga, dolor y tristeza debió causar en el blando y tierno corazón
de la Madre que lo parió? Si un ladrón obstinado en los males que había cometido, y
cuyo corazón era más duro que las piedras y que el yunque de los herreros, viendo
padecer sin culpa alguna al Salvador, y con tormentos tan amargos, se enterneció, y dijo
a su compañero: Nosotros recibimos lo merecido por nuestras culpas, pero éste no ha
hecho nada malo (Lc 23,41), ¿qué haría la que tan tiernamente le amó siempre? ¿Qué
sentiría en esos momentos la Madre que lo parió, la que lo crió a sus pechos y la que le
sirvió hasta aquella hora?
2.- El profeta Isaías viendo de muy lejos, como quinientos años antes, la Pasión
del Señor, escribía: Lo hemos visto y no es de aspecto bello, ni esplendoroso; nada hay
que atraiga nuestros ojos, ni llame nuestra atención hacia él; despreciado y el desecho
de los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer; y su rostro como
cubierto de vergüenza y afrentado, por lo que no hicimos ningún caso de él ( Is 53,2-3).
¡Qué trocado y desmejorado lo vio el profeta! Salió de las entrañas de su Madre como el
más hermoso y agraciado de los hijos de los hombres, cual sol que amanece; y ahora
está en la Cruz cargado de dolores, angustias y tormentos. Está tan desfigurado que no
hay quien lo reconozca: Por lo que no hicimos ningún caso de él . Si tanto se enterneció
Isaías, viéndole de tan lejos, ¿cuál sería el sentimiento de la Madre que lo parió,
teniéndole ahora tan cerca? Según San Lucas, cuando el Señor entró en Jerusalén con
todo el triunfo del mundo, al mirar los muros de la ciudad y sus edificios, pensó en el
estrago que luego harían sobre ellos los romanos, y sintió un gran dolor y lloró
amargamente (cfr. Lc 19,41). Pues, ¿cuán grande sería el dolor de la Virgen, y cuán
1 Obras y sermones , vol. I, pp.487-500.
2 S AN J UAN C RISÓSTOMO , Homilía 3ª sobre la Pasión
amargas sus lágrimas, al ver al Dios de Jerusalén tan afrentado y maltratado, y
muriendo sobre una Cruz por la malicia de los judíos? Si es verdad, bendita Señora, que
cuando el Salvador era niño y envolvíais su cuerpo, llorabas ya amargamente al
contemplar aquella sagrada cabeza que sería coronada de espinas, y decíais: ¡Oh bendita
cabeza, en la cual está encerrada toda la sabiduría de Dios!; ¡oh cabeza, cómo tengo que
verte agujereada toda de espinas!; ¡oh rostro, que alegras a los ángeles del cielo, cómo
tengo que verte abofeteado, escupido y afeado!; ¡oh ojos, más claros que el sol, cómo
tengo que veros eclipsados!; ¡oh manos, que formasteis los cielos, cómo tengo que
veros desgarradas!; ¡oh pies, a los cuales todo lo creado está sujeto, cómo tengo que
veros atravesados de parte a parte!; ¡oh sagrado pecho, y cuán cruelmente has de ser
abierto!; ¡oh cuerpo bendito, y cómo estarás temblando, colgado de un madero, azotado
y desollado!; ¡oh boca dulcísima, y cómo has de ser abrevada con hiel y vinagre!; ¡oh
Hijo de mi corazón, que ahora te tengo en mis brazos, y has de dejar los míos para estar
en los de la Cruz!; ¡oh lumbre de mis ojos, que te puse en el pesebre entre dos animales,
cómo estarás en el monte Calvario entre dos ladrones!; si con sólo contemplar e
imaginarse todo esto el dolor de la Virgen fue tan crecido, que lo admirable es que
pudiera soportarlo, ¿cuánto mayor será ese dolor ahora, cuando con sus propios ojos, y
de tan cerca, ve a todo su bien padecer?
3.- Por cierto, si el dolor se corresponde a la medida del amor, puesto que la
Virgen amó a su Unigéntio Hijo más que criatura alguna, e incluso más que a sí misma,
cabe pensar que su dolor debió ser mayor que el que nadie haya podido sufrir, y mayor
incluso del que ella pudiera padecer por su persona. Yo creo que ella pudo decir con
mayor razón que David: ¡Hijo mío, quién me diera que yo muriera por ti! (2 R 18,33).
En el libro primero de los Reyes leemos que la mujer de Finees, cercana al parto, al oír
la noticia del cautiverio del Arca de Dios y de la muerte de su suegro y de su marido,
sorprendida repentinamente por los dolores, inclinóse y parió (1 R 4,19). Es decir, que
el dolor del alma redundó de tal manera en su cuerpo que parió. Y añade el texto que,
estando ya que se le salía el alma y a punto de expirar, le dijeron: ¡No desmayéis,
señora, que habéis parido un hijo! Pero ella no respondió otra cosa que: ¡Acabóse la
gloria de Israel, porque ha sido cogida el Arca de Dios! (ibíd. 21). Pues, si por sólo
saber que el Arca estaba en manos de los filisteos y con ello perdía Israel su gloria, esta
mujer sentía tanto dolor, ¿cuánto más crecido debió ser el dolor de la Virgen cuando vio
a su Hijo, prefigurado por el Arca, en manos de sus enemigos, y que, por ello, el pueblo
de Israel perdía su gloria, y había de ser, como lo es hoy, el más abatido de todos los
pueblos del mundo?
4.- No cabe duda de que el dolor de nuestra Señora en el día de hoy fue el más
crecido del mundo; pero, por otra parte, estoy convencido de que ese dolor no entorpece
de tal manera su caridad, que le impida encargarse de nuestras miserias, pues
precisamente hoy ve que, para sacarnos de ellas, su Hijo bendito se carga con la pesada
carga que lo llevó a la muerte. Ni tampoco se ha de creer que su dolor, con ser tan
grande, se saliese de los límites de la razón y que le hiciese perder el juicio, como
algunos opinan, pues es injurioso para la Virgen sin mancilla el pensar que pasión
alguna llegara a sobrepujarla tanto, que le venciese la razón. Es más, el evangelista San
Juan parece indicar lo contrario, cuando dice: Estaba junto a la Cruz la madre de Jesús
(Jn 19,25). Pues cabe pensar que ella debió aprovechar aquellos momentos para hacerse
una serie de consideraciones que la aliviasen del profundo dolor que la aquejaba. Sin
duda debió considerar que su Hijo no moría contra su voluntad, sino por cumplir la
voluntad de su Padre, que le quería más que ella, y que moría para dar vida a todos los
hombres y para ofrecer un remedio universal al linaje humano. También debió pensar
que en breve lo volvería a ver resucitado y rodeado de una gran gloria. Con estas
consideraciones debió procurar la prudentísima Virgen resistir a su dolor, de suerte que
le quedase lugar para atender al remedio de nuestras necesidades. Más aún, viendo a su
Hijo encargado de las causas de los hombres, sin duda deseó ella también ocuparse de
ellas, para ayudarle a soportar sus trabajos. Por esta razón, debemos saludarla hoy
nosotros también y pedirle su favor. Es más, haciéndolo así, cooperaremos también
nosotros con algo por nuestra parte, que le sirva de alivio en los padecimientos de este
día, como es invocarla en nuestro favor recordándole aquel primer gozo que recibió con
la embajada del Arcángel Gabriel. Es decir, que ahora que siente el dolor por la muerte
de su Hijo, es bueno recordarle el gozo que experimentó al concebirlo; y hoy que le
profieren tantos denuestos los hombres, será bueno que le entonemos nosotros los loores
que le cantaron los ángeles al nacer. Por eso, hoy que no halla gracia en los hombres,
vayamos a ella para que se compadezca de nosotros y nos alcance esa gracia,
diciéndole: Ave Maria .
5.- Hoy os encontráis aquí reunidos, cristianos, para que al contemplar la Pasión
del Salvador, caigáis en la cuenta de la grandeza de vuestros pecados y males, y así los
dejéis, y los dejemos todos, muy de veras, y nos decidamos a servir a Dios libremente,
peleando con todos los enemigos que nos quieren impedir la conquista del cielo. Y esto
debemos hacerlo sin miedo a la guerra que esta decisión supondrá, y siguiendo el
ejemplo de Cristo, nuestro Redentor, que pudiendo excusarse de tan grandes
padecimientos y tan terribles afrentas, se abrazó a la Cruz, y no se desdeñó de aceptar el
abatimiento y las injurias que en ella padeció. Esto es lo que el Apóstol San Pablo viene
a decirnos en las palabras que hemos escogido como tema de este sermón:
Descargándonos de todo peso y de los lazos del pecado que nos tiene ligados, corramos
con aguante al término del combate que nos es propuesto, poniendo los ojos en Jesús,
autor y consumador de la fe, el cual en vista del gozo que le estaba preparado, sufrió la
cruz, sin hacer caso de la ignominia (Hb 12,1-2).
En todos los sermones de esta cuaresma he procurado que entendieseis cuán grave
cosa son las ofensas que hacéis a Dios. Pero de ninguna manera se entiende esto mejor
como fijando los ojos en el Hijo eterno de Dios, en quien no cabe injusticia, ni ira. Si
Dios Padre castiga nuestros pecados tan rigurosamente en su Unigénito y muy querido
Hijo, ¡cuán graves, cuán enormes y cuán abominables deben ser, aunque a nosotros nos
parezcan ligeros! Dijo Dios por el profeta Ezequiel: Hijo de hombre, horada la pared; y
horadado que hube la pared, apareció una puerta. Díjome entonces: Entra y observa
las pésimas abominaciones que cometen éstos aquí. Y habiendo entrado, miré, y he aquí
figuras de toda especie de reptiles y de animales; y la abominación de la familia de
Israel, y todos sus ídolos estaban pintados por todo alrededor de la pared (Ez 8,8-10).
¿A quién representa esta pared, de la que habla Dios al profeta, sino a la sagrada carne
de Cristo, nuestro Redentor? Así lo llama la esposa del Cantar de los Cantares cuando
vio al Hijo de Dios, hecho hombre y metido y encerrado en nuestra carne, al sentirlo tan
cerca de sí: Vedle cómo se pone detrás de nuestra pared (Ct 2,9). Por otra parte, el
mismo Salvador, cuando se queja de la persecución que levantaron los hombres contra
él, tal día como hoy, y de los golpes que recibía en su carne, exclama con palabras del
Salmista: ¿Hasta cuándo estaréis acometiendo a un hombre, todos juntos para acabar
con él, y derrocarle como a una pared desnivelada, o como a una tapia ruinosa? (Sal
61,4). Se llama pared a la humanidad de Cristo, porque mediante ella se erigió Cristo en
muro defensivo para los hombres, contra el cual embistiesen, como en combate, las
baterías de sus trabajos y de su muerte, de forma que nosotros quedásemos a salvo. Y en
este sentido el profeta Isaías, hablando en nombre de la Iglesia, se regocija al verla
amparada por la carne del Salvador: Sión es nuestra ciudad fuerte, el Salvador será
para ella muro y antemural (Is 26,1). Y el Padre eterno, hablando con su Hijo, dice: En
este día te constituyo como una ciudad fuerte, y como una columna de hierro, y un
muro de bronce contra toda esta tierra ( Jr 1,18).
6.- Así, pues, esta pared es la carne de Cristo; y Dios mandó al profeta que
abriera en ella un boquete, para significarnos que quiere que los predicadores la abran y
muestren a través de ella los grandes tormentos y la muerte cruelísima que padeció y
también las pinturas de nuestras abominaciones, de nuestras suciedades, de nuestros
desacatos y de nuestras vanidades. ¿Qué otra cosa representan los animales que vio el
profeta sino nuestra soberbia y nuestro orgullo? ¿Y quiénes son los ídolos que allí vio,
sino nuestras groseras aficiones, con las cuales cada cual sigue al ídolo de sus propias
satisfacciones? Todo esto lo veréis pintado en la carne de Cristo, no porque estén en ella
las fealdades de nuestras culpas, sino porque éstas descargaron sobre ella las penas y los
castigos que nosotros merecíamos. Estas pinturas representan las moraduras y los
cardenales que le produjeron los azotes y las bofetadas, las llagas que le causaron en su
sagrada cabeza las espinas, los agujeros que le hicieron en sus sagradas manos y el
hueco que le abrieron en el costado; y el colorido de estas pinturas es el de su
preciosísima y divina sangre. De esta manera se ha de entender lo que dijo Isaías: El
Señor ha cargado sobre sus espaldas la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6), porque
cargó sobre él la pena que atestigua la gravedad de nuestras culpas. Por eso dice el
Apóstol San Pablo: Por amor hacia nosotros, Dios ha tratado a aquel que no conocía el
pecado, como si hubiera sido el pecado mismo, con el fin de que nosotros viniésemos a
ser en él justos con la justicia de Dios (2 Co 5,21). Y también: Cristo nos amó y se
ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo por nuestros pecados
(Ef 5,2). Es decir, que lo hizo pecado, para que al contemplarle se viera la gravedad y la
grandísima abominación de nuestros pecados. Por eso, el cristiano, si quiere hoy tomar
conciencia de sus culpas y de su gravedad, para darles de mano y abandonarlas, y
juntamente con ello recobrar el esfuerzo necesario para emprender y proseguir la batalla
que se nos ofrece contra el mundo y el demonio, e incluso contra nosotros mismos, que
ponga sus ojos en la pared de la humanidad de Cristo, a saber, en los tormentos y
afrentas que padeció el Hijo de Dios hasta que expiró en la Cruz.
7.- En la Pasión del Salvador son tres las cosas más importantes a considerar,
según doctrina del glorioso y devoto San Bernardo. La primera es la Pasión en sí
misma; la segunda la causa por la que el Salvador padeció; y la tercera, el modo como
la padeció 3 . Dicho de otra forma, lo que tenemos que considerar es el orden y la manera
con que padeció. La primera consideración se refiere a la obra de la Pasión en sí misma.
Y respecto de e sto son tres cosas a notar. La primera es fijarnos en quien padece; la
segunda es ver lo que padeció y sintió; y la tercera es examinar cuál fue la mano de la
cual recibió tan grandes tormentos y tan amarga Pasión.
8.- El que padece es el Dios eterno, inefable, el Unigénito y muy amado Hijo del
Padre, a quien adoran los ángeles, alaban los arcángeles, los principados, las virtudes,
las dominaciones y todos los espíritus celestiales. A quien, por otra parte, obedecen la
tierra y el mar, todos los elementos y todas las criaturas. El es quien hizo todo el
3 Cfr. S AN B ERNARDO , Sermón 4º para la Semana Santa
universo de la nada y sin el cual todo lo creado volvería a la nada. Este es el que padece,
que, en cuanto hombre, es el más hermoso de todos los nacidos; el más tierno y delicado
de todos los hombres; no engendrado con la secuela de la corrupción como todos
nosotros, sino de una Madre, Virgen incorrupta, a cuyos pechos fue criado; cuya
complexión supera a cuantos han existido; y a quien la simple punzada de una espina le
causaba más daño que a otro una lanzada; el inocentísimo cordero, de quien dice San
Pedro: Que no cometió pecado alguno, ni se halló dolo en su boca ( 1 P 2,22).
9.- Veamos ahora qué es lo que padeció. Y sin duda de ninguna clase hemos de
afirmar que sufrió la muerte más cruel, más dolorosa y más afrentosa que ningún
hombre padeció, ni padecerá jamás. Muy bien puede aplicársele a él aquello que dice
Jeremías: ¡Oh vosotros, cuantos pasáis por este camino!, atended y considerad si hay
dolor como el dolor mío (Lm 1,12). Y es que, a decir verdad, padeció todo lo que un
hombre puede padecer. Padeció a causa de los amigos que le abandonaron. ¡Cuán
grande debió ser su dolor al no ver a su lado a ninguno de sus amigos, cuando él se
hallaba en tanto aprieto y necesidad! Como dice el Salmista: Pensativo miraba si se
ponía alguno a mi derecha para defenderme; pero nadie dio a entender que me conocía
(Sal 141,5). Ni siquiera ningún leproso, ni ninguno de los ciegos a los que había curado.
¡Cuánto se siente que os abandone vuestro amigo cuando más necesidad tenéis de él!
Padeció en lo referente a sus bienes, porque hasta le quitaron sus vestiduras, y con ellas
parte de la piel de su sagrada carne, y desnudo lo levantaron en la Cruz. Padeció en su
fama, recibiendo las afrentas que sin cesar le dirigían llamándolo malhechor,
endemoniado, alborotador del pueblo y engañador de la gente. Padeció en su honra,
porque le hicieron muy grandes desacatos, mofándose de él, dándole bofetadas y
pescozones, y diciéndole: "Adivina quién te dio", vistiéndole de púrpura, poniéndole
una caña en la mano en lugar de un cetro real, y en lugar de una corona regia un
capacete de crueles espinas. También padeció en su alma una gran tristeza y una
grandísima agonía, y no es de maravillar, porque pesaba sobre él todo el peso de
nuestros pecados y de los de todo el mundo, como dice Isaías: El Señor ha cargado
sobre sus espaldas la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6). Además sufría de ver la
agonía que sentía la Magdalena y mucho más la de su triste Madre, cuyo corazón estaba
atravesado por la agudísima espada del dolor. En su cuerpo padeció cruelísimos azotes
y llagas penosísimas en las partes más sensibles de su delicadísimo cuerpo, como eran
las manos y los pies, y en la cabeza coronada de espinas, y en el rostro las bofetadas, y
en las manos y los pies los duros clavos, y en todo su cuerpo abierto por los azotes.
Padeció además el Salvador en todos los demás sentidos. En la vista sintió una
grandísima pena al ver llorar a su Madre, a quien tanto amaba, y al discípulo predilecto,
y a la Magdalena, atónita y abrevada en lágrimas y dolores; y al ver que su Madre le
decía desde lo más íntimo de su corazón: "Hijo mío, muy amado y de mis entrañas,
¡cuánto sufro de ver así tu cabeza, tus manos, tu costado y todo tu cuerpo!". Por el
sentido del oído sintió las palabras tan desacatadas que le proferían los que blasfemaban
diciendo: ¡Ea, tú que destruyes el Templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti
mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz" (Mt 27,40). Si ha confiado en Dios, que
ahora le libre, si le ama (ibíd. 43). En el sentido del olfato padeció el mal olor de los
cuerpos muertos que estaban en aquel lugar, en aquel muladar del Calvario. En el
sentido del gusto fue atormentado con la bebida de la hiel y el vinagre. En el sentido del
tacto, con los crueles clavos que le atravesaron las manos y los pies. ¡Oh qué dolor tan
crecido sintió en toda su persona! (NOTA. San Luis señala en una nota marginal que
toda esta doctrina es de S ANTO T OMÁS DE A QUINO , Suma de Teología , III, q. 46, art. 5,6
y 7). En los demás sentidos debió templarse su dolor con alguna buena consideración;
sin embargo es de creer que Cristo debió querer que el sufrimiento fuera puro, sin que
su divinidad, ni la razón, atenuaran en nada el sentimiento que experimentaba su
santísima humanidad. Ninguna vida fue, ni pudo ser, tan buena como la de Cristo; y,
según esto, nadie pudo sentir tanto dolor como él, que veía cómo moría a manos de
aquellos que más obligaciones tenían hacia él. Como dice el Salmista: Volviéronme mal
por bien, y pagáronme con odio el amor que yo les tenía (Sal 108,5). Y el profeta
Miqueas: Pueblo mío, ¿qué es lo que yo te he hecho, o en qué cosa te he agraviado?
Respóndeme. ¿Acaso porque te saqué de la tierra de Egipto y te libré de la casa de la
esclavitud, y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María? (Mi 6,3-4). Y en el
Deuteronomio se afirma: ¡Generación depravada y perversa! ¿Así correspondes al
Señor, pueblo necio e insensato? ¿Por ventura no es él tu padre, que te rescató, que te
hizo y te crió? (Dt 32,5). Y también debió sufrir al ver que moría por los pecados y que,
no obstante, luego habría cristianos, muy grandes pecadores. Así lo expresa el Salmista,
diciendo: Ellos maquinaron inutilizar el precio de mi redención; corrí como sediento; y
ellos hablaban bien de mí con la boca, mas en su corazón me maldecían (Sal 61,5).
10.- Pero veamos ahora cuál fue la causa de la Pasión de Cristo. Isaías nos la
indica claramente: Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por
nuestras maldades; el castigo del que tenía que nacer nuestra paz con Dios descargó
sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados (Is 53,5). Es decir, que para
darnos vida espiritual quiso él padecer muerte temporal; y para apaciguarnos con Dios,
sufrió él los golpes de la saña del Padre; por eso dice: El castigo del que tenía que nacer
nuestra paz con Dios descargó sobre él . Se comportó como quien se mete a separar a
dos que disputan, y al colocarse en medio, descargan sobre él los golpes, y los otros
quedan en paz. Dios no halló otro medio mejor para librarnos de la muerte de la culpa,
que el quitarle la vida a su Unigénito Hijo. No quiso que hubiese otra medicina para
curar las llagas de nuestros pecados, que las llagas mortales del Hijo de la Virgen, como
lo prefiguró el Espíritu Santo en el relato en el que se nos explica cómo el profeta Eliseo
resucitó al hijo de la mujer de Sunam. Según el libro de los Reyes, este muchacho murió
por haberle dado el sol en la cabeza, y por eso le dijo a su padre: La cabeza me duele,
me duele la cabeza ( 4 R 4,19). Para resucitarlo, el profeta envió a su criado con su
báculo, para que se lo pusiese encima, pero no fue suficiente. Fue menester que el
propio profeta fuese en persona a su casa. Y entrando que hubo en el aposento donde el
niño yacía muerto, cerró la puerta. Subió luego sobre la cama y echóse sobre el niño,
poniendo la boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre sus
manos; y encorvado así sobre el niño, la carne del niño entró en calor (ibíd. 34). Es
decir, que le devolvió el calor al cuerpo del muerto, pero de momento no revivió.
Levantóse luego el profeta y andando de aquí para allá, tornó y subió de nuevo a la
cama recostándose sobre el muerto, y el niño bostezó siete veces al mismo tiempo que
el profeta le insuflaba su aliento; y a la séptima vez el niño abrió los ojos y se levantó
sano y salvo (cfr. ibíd. 35). Maravillosamente nos enseña este relato, cómo fue
necesario el que, para nuestro remedio, muriese el Hijo de Dios por nosotros. El niño
representa al linaje humano que murió de dolor de cabeza; a saber, por el pecado de
nuestro primer padre, a quien Dios constituyó como cabeza de todos. Para devolver la
vida a este muerto, Dios envió primero a sus criados, es decir, a todo el ejército de
patriarcas, profetas y justos antiguos, con el báculo de su ley. Pero con ello el niño no se
levantó, porque ni la ley, ni los patriarcas, ni los profetas bastaron para justificar a los
hombres. Y por eso se volvían hacia Dios y decían: En vano me he fatigado predicando
a mi pueblo; sin motivo y en balde he consumido mis fuerzas (Is 49,4). Y así fue
menester que viniese en persona el mismo Hijo de Dios, el cual vino a casa del doliente
cuando se hizo hombre. Y estuvo con la puerta cerrada, dentro del aposento, mientras
estuvo en las entrañas virginales de su Madre, que estuvieron cerradas por su integridad
y porque este misterio fue muy secreto para los demás. Y estando allí se unió al muerto,
es decir, juntó nuestra mortalidad con su naturaleza divina. Se encogió y se hizo a la
medida del muerto, que es lo que el Apóstol afirma al decir: Se hizo semejante a los
hombres y fue reducido a la condición de hombre (Flp 2,7). Puso sus ojos sobre los
nuestros y sus manos sobre las nuestras, porque se acomodó y ajustó a todas nuestras
necesidades, de manera que para todas ellas tuvo socorro. Y entonces, aunque el muerto
seguía sin vida, comenzaron los preparativos para devolvérsela: La carne del niño entró
en calor . En efecto, el linaje humano recibió algún calor con la presencia de Jesucristo
en el mundo y con su conversación, pues en seguida comenzaron a reformarse nuestros
pensamientos, palabras y obras. Y de esta forma, los hombres comenzaron a tener
disposiciones para la vida; pero no la recobraron del todo hasta que, levantado el Señor
y después de pasear de una parte a otra, esto es, después de haber dejado el silencio y
encerramiento con que estuvo en casa de sus padres, salió afuera y se dio a conocer,
enseñando y predicando; y hecho esto, subió al lecho de la Cruz.
11.- ¡Oh, qué cama tan áspera y tan dura! Pero al Señor le resultó muy agradable,
si pensamos en el gran deseo que traía de remediarnos. Desde este lecho insufló su
aliento sobre la humanidad, que son las siete palabras que pronunció desde la cruz, y a
la séptima, cuando a él se le acabó la vida, la recobramos nosotros, y abrimos los ojos,
quedando el linaje humano justificado, libre de sus pecados y sin el velo que nos
estorbaba para ver y gozar de Dios cuando acabe esta miserable vida. Ahora bien, si
Dios es todopoderoso, como lo es, bien pudiera reparar el linaje humano y librarnos de
los pecados, sin que fuera a costa de su Unigénito Hijo. ¿A quién la hacía Dios agravio?
¿Quién le iba a tomar en cuenta, si absolvía a los hombres de los pecados cometidos
contra su divina majestad? No cabe duda de que Dios disponía de muchos modos y
caminos para llevarnos hacia él. Mas escogió éste, porque así lo había prometido por
medio de los profetas, y lo había dibujado y representado a través de muchas figuras de
la Sagrada Escritura. Esta es la razón que el Salvador le dio a San Pedro, cuando le dijo:
¿Cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así? (Mt
26,54) El Hijo del hombre se va, conforme a lo que estaba escrito de él (ibíd. 24). Era
menester que la palabra de Dios se cumpliese. Esta es la razón que el Salvador le dio a
San Pedro, cuando le dijo: ¿Cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las
cuales debe suceder así? (Mt 26,54) El Hijo del hombre se va, conforme a lo que estaba
escrito de él (ibíd. 24). En suma, que era menester que la palabra de Dios se cumpliese.
12.- Pero cabe preguntarse: Antes de que Dios diese su palabra, ¿no había otra
manera de remediarnos? ¿Por qué escogió ésta, tan trabajosa para su Unigénito Hijo, y
tan dolorosa y angustiosa para su triste Madre, habiendo muchos hombres que le
querían bien? Los santos doctores señalan muchas razones. Una de ellas es porque así,
todo lo que nosotros le debíamos a Dios por nuestros pecados quedaba enteramente
satisfecho y pagado. Y es que a todo el linaje humano le era imposible ofrecer a Dios
una recompensa proporcionada a la injuria recibida, ya que carecíamos del caudal
suficiente para pagar una deuda tan grande; y aunque tuviéramos alguna hacienda, se la
debíamos por otros títulos; con lo cual resultaba que no teníamos con qué pagar la
deuda contraída. De donde se sigue que era necesario, para pagar a Dios lo debido,
hallar algún hombre sin deuda alguna, y que al mismo tiempo fuese tan rico que le fuera
posible pagar todo lo que debíamos a Dios; y éste no podía ser un simple o puro
hombre 4 . ¿Y cómo explicar que Dios, por una parte, se muestre tan riguroso al querer
que le paguemos por entero la deuda que con él tenemos contraída, y por otra , se
muestra tan liberal y misericordioso al darnos a su propio Hijo Unigénito? Pues, porque
sólo si Dios se hacía hombre podría pagar por nosotros. En efecto, en cuanto Dios,
posee una riqueza y una hacienda infinitas, y sus actos un valor sin medida para poder
pagar al Padre. Y es que la hacienda que posee no se la debe a nadie, y puede
merecernos la reconciliación con Dios, su gracia y su gloria, y aún le quedan bienes
sobrados, pues la paga fue mucho mayor que la deuda. Por eso Job, hablando en su
lugar, decía: ¡Pluguiese a Dios que mis pecados, por los que he merecido la ira, se
pesaran en una balanza, con la calamidad que padezco! (Jb 6,2). Y David, por su parte,
exclama: No queden corridos por causa mía los que van en pos de ti, Dios de Israel.
Pues por amor de ti he sufrido los ultrajes y se ve cubierto de confusión mi rostro. Mis
propios hermanos, los hijos de mi misma madre, me han desconocido y tenido por
extraño. Porque el celo de tu casa me devoró, y los baldones de los que te denostaban
recayeron sobre mí (Sal 68,7-10). Es decir: No sean, Señor, confundidos ni frustrados
los que os buscan por medio de mí, pues sabéis que por cumplir vuestra voluntad y
reconciliar a los hombres con vos, he sufrido yo grandes afrentas y deshonras. Todos los
denuestos y desvergüenzas que los hombres habían cometido contra vos, los he cargado
sobre mí y yo he pagado por ellos. Por tanto, justo es que queden ellos libres y sin
deuda, mayormente cuando vos sois el que mejor conoce las afrentas que yo he recibido
de los hombres y el acatamiento y reconocimiento que se me debe: Bien ves los
oprobios que sufro, y mi confusión y mi ignominia (ibíd. 20). Por todo lo dicho
comprenderéis, hermanos, cómo la causa de la Pasión de Cristo fueron nuestros
pecados, y que no había otra medicina para curarlos que su muerte, ni hubo otro precio
para satisfacer por ellos, sino su sangre.
13.- No es razonable que pasemos de ligero por esta consideración, sino que
conviene que nos paremos a reflexionar sobre el soberano amor que Dios nos muestra
en este hecho. En efecto, es cosa de admirar el que, en su propio reino y por expresa
voluntad y acuerdo de su propio Padre, sea condenado el inocentísimo Cordero y muy
amado Hijo, por la salud y remedio del desacatado siervo y traidor. Como dice San
Juan: Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo
el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). Mas, ¿cómo es
posible que el Padre entregara a su Hijo a la muerte, para que el traidor y descomedido
esclavo, que era el linaje humano, viera que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo
entregó por todos nosotros ? (Rm 8,32) ¿Quién considera esto con detención y no
exclama con el espíritu inflamado aquello de San Gregorio: ¡Oh admirable dignación
de tu piedad hacia nosotros! ¡Oh inapreciable amor de caridad que para redimir al
esclavo entregaste a tu Hijo! ¿Quién oyó jamás cosa semejante? 5 . ¿Quién vio jamás
que uno se lanzase a hacer bien a otro por las traiciones y deméritos cometidos por éste
contra el propio bienhechor? Por los servicios y buenas obras prestadas suelen moverse
los hombres a recompensar a quienes se los han hecho, y eso a base sólo de
recompensas que no redunden en mal del que los hace. Pero, ¡Dios mío!, en esto venció
vuestra bondad a nuestra malicia, pues vuestro gesto fue tan heroico, que no sólo no os
detuvieron nuestros males a amarnos de esta manera, sino que incluso nos concediste
mayores beneficios que si no hubiéramos pecado; y fueron, además, tan costosos, que le
costaron la vida a vuestro Hijo Unigénito. ¡Oh duros, endurecidos y empedernidos hijos
4 San Luis indica en una nota marginal: “Es doctrina común de los teólogos recogida por S ANTO T OMÁS
DE A QUINO en la Suma de Teología , III, q. 1, a. 2 y q.48”
5 S AN G REGORIO M AGNO , Oración del Sábado Santo para bendecir el Cirio Pascual.
de Adán, que no llega a enterneceros un amor tan grande, ni os ablanda ni calienta el
gran fuego de la caridad que Dios os muestra al ofrecer un tan grande y aventajado
precio por una mercancía tan vil y desaprovechada, como somos todos los hombres! Por
eso, hermanos, que no se os pase por alto la consideración del amor tan grande que Dios
manifestó en este hecho, porque, si bien lo pensáis, de ninguna otra manera se hubiera
podido descubrir mejor ese amor. Y es que, si lo recordáis a menudo, siempre se os
pegará algo y prenderá en vosotros ese mismo amor. Dice San Pablo: Lo que más hace
brillar la caridad de Dios hacia nosotros es que, entonces mismo, cuando éramos aún
pecadores, fue cuando al tiempo señalado, murió Cristo por nosotros. Luego es claro
que ahora mucho más, estando justificados por su sangre, nos salvaremos por él de la
ira de Dios (Rm 5,8-9). Si Dios hubiera redimido al hombre de otro modo, a éste no le
constaría cuánto le amaba Dios; pero habiéndole remediado con su sangre y con su vida,
¿qué más podía hacer para obligarnos a que le amásemos? Si os aficionáis simplemente
al que os hace buena cara, ¿cuánto más a Dios?... Dios quiso además repararnos por este
camino, para que viendo cómo castiga nuestros pecados en su propio Hijo, nos
guardemos de ofenderle, y así evitemos que nos castigue más terriblemente en el
infierno. Dice Isaías: El cíngulo de sus lomos será la justicia; y la fe el cinturón con que
se ceñirá su cuerpo (Is 11,5).
14.- En su Pasión, Cristo quiso también darnos ejemplo en la práctica de las
virtudes, y en especial, de la humildad y de la paciencia. Si habiendo padecido Dios por
nosotros tantas injurias y tantos tormentos, aún hay quienes no quieren sufrir, por su
servicio, los más ligeros que se les presentan, ¿qué harían si no hubiera padecido él
tantos y tan terribles trabajos por nosotros? Como dice San Pedro: Cristo padeció por
nosotros, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas (1 P 2,22). También sufrió
la Pasión para que el hombre, redimido a tanto precio, se conserve inmune del pecado.
¿Cómo puede nadie ponerse bajo el cautiverio del pecado, acordándose de que, para
sacarle de aquel estado, puso Dios en juego cuanto tenía? Si un rey os encomendase
guardar una joya que le hubiese costado todo un reino, ¿cuán solícito no estaríais en
protegerla bien? ¡Oh hombre! Abre los ojos y mira que Dios te ha encomendado una
joya, que es tu alma, la cual le ha costado su propia vida. Guárdala y no la pierdas, pues
ello supondría el perder el mayor de los tesoros del mundo. Y, lamentablemente,
¿cuántos hay que la entregan por una simple palabra, o por el pasatiempo de un
momento? Tened presente lo mucho que le costasteis a Dios, y por eso, como nos dice
el Apóstol: Descarguémonos de todo peso y de los lazos del pecado que nos tiene
ligados, y corramos con aguante al término del combate que nos es propuesto,
poniendo los ojos en Jesús, el cual sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia (Hb
12,1-2).
15.- Por lo tanto, la causa de la Pasión de Cristo fueron nuestros pecados. Y esta
consideración, allende que aprovecha para lo que tenemos dicho, es decir, para conocer
la inmensa caridad de Dios, vale también mucho para llorar acertadamente la Pasión de
nuestro Redentor. No nos ha de mover tanto a lágrimas lo que padece, como la razón
por la cual lo padece. Justo es que lloremos sus azotes, sus llagas, sus afrentas y su
muerte; pero mucho más agradables le son a él las lágrimas que derramamos por
nuestros pecados, que fueron la razón y causa de su muerte. Es decir, que no quiere que
lloremos tanto sus penas, como nuestras culpas. Por eso, cuando unas mujeres iban tras
él llorando, camino del Calvario, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí. Llorad
más bien por vosotras y por vuestros hijos (Lc 23,28). Como si dijera: Tenéis que llorar
más por vosotras que por mí. En mí sólo hay que llorar las penas, en vosotras en cambio
las culpas. Por tanto, llorad por vosotras, y no reduzcáis todo vuestro llanto a lo que yo
padezco; sino más bien llorad la culpa que vosotras tuvisteis en que yo padeciera.
Mirad, si al árbol verde se le aplica un castigo tan duro, ¿qué se hará con el seco? Si en
el Hijo inocentísimo de Dios, sin ser suyas las culpas, el Padre descargó tales penas,
¿qué hará con los siervos desagradecidos y malos, cuyos son los pecados? Por tanto, les
dice Cristo, llorad estos pecados que son la causa de mi muerte. En realidad el Señor no
prohíbe que lloremos su Pasión, sino que lloremos además la causa que la produjo. Es
bueno llorar al contemplar aquella cabeza divina coronada de espinas; y aquel rostro
hermosísimo afeado por los bofetones y por los salivazos de los judíos; y aquellas
barbas mesadas del Señor de infinita majestad; y aquel cuello desollado por las sogas; y
aquel cuerpo tan delicado, desgarrado por los azotes; y las manos y los pies atravesados
por los clavos. Pero además es necesario que cada uno haga su planto correspondiente
por los pecados cometidos, y que llore por haber hecho cosas que llevaron al Hijo de
Dios a tales términos.
16.- Esta manera de llorar nos la mostró Zacarías cuando, hablando en lugar de
Cristo, dijo: El llanto será grande en Jerusalén en aquel día, como el duelo de
Adadremmón en la llanura de Magedón. Se pondrá de luto la tierra, separadas unas
familias de otras: aparte las familias de la casa de David, y aparte sus mujeres, etc. (Za
12,11-12). ¿Qué llanto y qué duelo es éste del que habla el profeta? Se trata del llanto
que se hizo por la muerte del rey Josías. De él afirma el Eclesiástico: La memoria de
Josías es como una confección de aromas hecha por un hábil perfumero. Será su
nombre en los labios de todos dulce como la miel, y como un concierto de música en un
banquete en donde se bebe exquisito vino (Ecli 49,1-2). Josías murió a manos de un rey
de Egipto, como se relata en el libro de las Crónicas, y en su muerte Jeremías hizo unas
lamentaciones, que actualmente aún leemos en la Iglesia. La muerte ocurrió así: Necao,
rey de Egipto, salió a campaña para sitiar a Carcamis, contigua al Eúfrates; y Josías
marchó contra él. Pero Necao envió a decirle por sus embajadores: ¿Qué motivo hay
de disensión entre nosotros dos, oh rey de Judá? Yo no vengo ahora a pelear contra ti,
sino contra otra casa, contra la cual Dios me ha mandado salir a toda prisa ( 2 Cro
35,20-21). A pesar de ello, el bueno del rey Josías no quiso dejar la empresa, sino que le
presentó batalla, y murió en la pelea. Por ello se hizo un grandísimo duelo en toda Judea
y en Adrademmón, ciudad vecina a Jerusalén que, según San Jerónimo, se llama hoy
Maximianópolis. Y este duelo lo hicieron los hombres por una parte, y las mujeres por
otra.
17.- Pues de esta misma manera ha de ser nuestro llanto por la muerte de
Jesucristo, nuestro Señor, prefigurada en la muerte del rey Josías que salió a enfrentarse
con el rey de Egipto. En este caso es Cristo quien planta guerra al demonio que peleaba
contra los hombres y les hacía una brava guerra. Y como en el caso de Josías, el
demonio le dijo a Cristo: ¿Qué tenemos que ver contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido
aquí a atormentarnos antes de tiempo? (Mt 8,29). ¡No queremos nada contigo! Pero
Cristo quiso habérselas con él, y murió en la pelea, y su muerte ha de ser llorada como
la de aquel rey. Que lloren todos, pues por todos murió. Tanto los reyes, como los
prelados, los caballeros, los sacerdotes y la gente del pueblo. Pero que los varones lloren
por una parte, y las mujeres por otra. Cuando se avecinaba el diluvio, se le mandó a Noé
que entrase en el Arca con su mujer y sus hijos: Díjole el Señor: Entra tú y toda tu
familia en el Arca (Gn 7,1). Mas cuando se acabó el diluvio se le dijo: Sal del Arca, tú y
tu mujer, tus hijos y las mujeres de tus hijos contigo (ibíd. 8,16). Para que vueltos al
mundo, pero separados, continuaran la multiplicación del género humano. Esto
simboliza que la carne flaca ha de llorar, por su parte, lo que ve padecer al Salvador; y
el espíritu, representado por el varón, ha de llorar, por otra parte, lo que más importa, a
saber: la causa de aquella Pasión, como son los pecados, aborreciéndolos de tal manera
que cumplamos los que nos decía el Apóstol: Descargándonos de todo peso y de los
lazos del pecado que nos tiene ligados, corramos con aguante al término del combate
que nos es propuesto, poniendo los ojos en Jesús, que sufrió la Cruz, sin hacer caso de
la ignominia, etc. (Hb 12,1-2). Y lo expuesto hasta aquí basta acerca de la consideración
que se ha de tener sobre la causa por la que padeció Cristo.
18.- Ahora pasemos a la tercera consideración, y es ver el modo y manera con que
el Salvador padeció por nosotros. Y ésta fue una obra muy concertada y ordenada, como
lo son todas las obras de Dios. El estilo que Dios, nuestro Señor, tiene en la ejecución
de sus obras es ir pujando en ellas de modo que de lo bueno se pase a lo mejor y más
perfecto. Así lo vieron los gentiles en el mundo diciendo que es como una escalera
mediante la cual llegamos al conocimiento de Dios, partiendo de la tierra, que es el
elemento más bajo; siguiendo por el agua que le excede en graduación; y continuando
por el aire, hasta llegar a Dios. Esto nos lo mostró muy claramente en la creación del
mundo. Al principio creó la tierra descompuesta, y a continuación, cada día, fue
subiendo a más, alumbrándola primero con el sol; luego ataviándola con hierbas; y más
tarde ennobleciéndola con animales y hombres. Pues este mismo proceso siguió al
llevar a cabo su Pasión. Cada vez fue aumentando y creciendo en dolores; y cuanto más
crecían sus males, mayor merced y mayores bienes nos causaba a los hombres.
Comenzó su Pasión en el huerto, cuando sintió aquella tristeza y aquel sobresalto tan
grandes a la vista de los tormentos que se le acercaban y de la muerte que ya se
asomaba. Creció en un segundo grado, cuando comenzó a experimentar lo que temía, es
decir, cuando fue apresado y llevado con grande ignominia a casa de Anás, donde fue
abofeteado por un sayón y negado por San Pedro. Subió luego al tercer grado, cuando
fue llevado a casa de Caifás, en donde levantaron falsos testimonios contra él, y le
propinaron grandes golpes y bofetones, le escupieron en el rostro y se le lanzaron
numerosos vituperios.
19.- El cuarto grado lo alcanzó cuando, amanecido el día, lo condujeron a Pilato,
y de Pilato a Herodes. El quinto, cuando por orden de Pilato fue cruelísimamente
azotado y coronado de espinas. El sexto, cuando saliendo con la Cruz a cuestas, en
medio de dos ladrones, vio la amargura y el llanto de su triste Madre. Y el séptimo,
cuando fue crucificado en el monte Calvario, y estuvo colgado del madero hasta que
rindió el espíritu. Es decir, que subiendo estas siete gradas concluyó nuestra reparación,
así como en siete días concluyó la creación del mundo. Y de la misma manera que, en la
creación, al séptimo día descansó, así también en el séptimo grado de esta obra,
muriendo, descansó de todos sus trabajos. Por eso, es muy de considerar, el que llevara
a cabo tan concertadamente esta obra. Que la creación se realizase con orden, no es
mucho, porque la ejecutaba Dios. El era el oficial y el maestro de obras. Pero la Pasión
tuvo por oficiales a aquellos malditos sayones, de quienes dijo Moisés: Gente es ésta sin
consejo ni prudencia (Dt 32,28). Y sin embargo, discurrió de una manera tan
concertada, que no se salió ni una jota de lo que estaba anunciado y profetizado. Así lo
atestiguan San Mateo y San Juan: El Hijo del hombre se va, conforme a lo que está
escrito de él ( Mt 26,24). Todas estas cosas sucedieron para que se cumpliera la
Escritura (Jn 19,36). Por eso se le mandó a Moisés que levantara el Tabernáculo
conforme al diseño que Dios le había propuesto en el monte (cfr. Ex 25,40). Dando con
ello a entender el Espíritu Santo, que el pueblo a cuyo cargo estaba Moisés levantaría a
Cristo en la Cruz, que es el Tabernáculo, del que afirma Isaías: El Tabernáculo servirá
de sombra contra el calor del día, y para seguridad y refugio contra el torbellino y la
lluvia (Is 4,6). Es decir, que todo sucedió conforme a la ley que se había dictado sobre
el monte, a lo que los profetas habían anunciado y según lo prefigurado tantas veces en
la divina Escritura.
20.- Observemos, pues, ahora el orden que siguió Cristo en los últimos pasos de
su vida, y hagámosle compañía en las estaciones que anduvo para cumplir la
peregrinación de esta vida mortal, y para ganarnos indulgencia plenaria, de la culpa y de
la pena, por todos nuestros pecados. La primera de estas estaciones fue desde el lugar en
donde celebró la última Cena hasta el huerto en donde fue preso. La segunda, desde el
huerto hasta casa de Anás. La tercera, desde casa de Anás a la de Caifás. La cuarta,
desde ésta a la audiencia de Pilato. La quinta, a casa de Herodes. La sexta, desde la casa
de Herodes, otra vez a casa de Pilato. Y la séptima, desde casa de Pilato hasta el monte
Calvario, en donde dio fin a su jornada, la vida dio fin a sus estaciones y alcanzó entera
remisión de todos nuestros pecados. Acompañémosle con el espíritu, para así
compadecernos de él e indignarnos contra nosotros mismos, pues nosotros fuimos la
causa de tantos trabajos. Y para que nos animemos a seguirle y a imitarle, atendamos de
nuevo a las palabras del Apóstol que nos dice: Descargándonos de todo peso y de los
lazos del pecado que nos tiene ligados, corramos con aguante al término del combate
que nos es propuesto, poniendo los ojos en Jesús que sufrió la Cruz sin hacer caso de la
ignominia ( Hb 12,1).
21.- Como hemos dicho, la primera estación fue desde el lugar de la Cena al
huerto de Getsemaní, después de haber fortalecido a sus discípulos con su Cuerpo y con
su Sangre, después de haberles dado aquel admirable ejemplo de humildad lavándoles
los pies, y después de haberles pronunciado aquel hermoso sermón en el que los exhortó
a la paz y al amor fraterno con que debían tratarse unos a otros. Luego, cuenta el
evangelista San Juan, que Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente
Cedrón, donde había un huerto en el cual entraron él y sus discípulos (Jn 18,1). Esta
estación estaba prefigurada en el segundo libro de los Reyes, cuando el rey David,
viendo la ira de su hijo Absalón, salió de Jerusalén con los pies descalzos y cubierta la
cabeza, y pasó este mismo arroyo, mientras un criado, llamado Semeí, le echaba
maldiciones y le arrojaba piedras, diciéndole que eso es lo que merecía un hombre tan
malo como él. Y sucedió que queriendo matar a este criado uno de los acompañantes de
David, no lo consintió este rey mansísimo, sino que dijo: Dejadle que me maldiga, pues
el Señor ha dispuesto que maldiga a David; ¿y quién osará pedirle razón del por qué lo
ha dispuesto así? Dijo también el rey a Abisaí y a todos sus criados: Vosotros estáis
viendo que un hijo mío, nacido de mis entrañas, busca cómo quitarme la vida; pues
¿qué mucho que me trate así ahora un hijo de Jemini? Dejadle que me maldiga,
conforme a la permisión del Señor; quizás el Señor se apiadará de mí, y me volverá
bienes por las maldiciones que en este día recibo (2 R 16,10-12).
22.- Este hecho prefiguró muy bien lo que hoy le sucede a Cristo, quien,
conociendo la saña de aquel mal criado, llamado Judas, hijo que había criado a sus
pechos y al que había alimentado con su Cuerpo y con su Sangre, salió de Jerusalén
huyendo, no porque rehusase la muerte deliberadamente, sino porque la carne, viendo la
muerte tan cercana, le impulsó a huir. Y una vez salido, pasó este arroyo del Cedrón
descalzo, como David, porque en esos momentos su humanidad estuvo desamparada del
favor y de la fuerza de su divinidad. Y llevaba también los pies desnudos, para no
resistirse a las flaquezas de la carne. Por otra parte, David llevaba cubierta la cabeza,
como Cristo, Cabeza de todo en cuanto Dios, y cuya divinidad estaba en esos momentos
encubierta. Por eso en este paso escondió su fortaleza, sintiendo temor, sudando sangre,
dejándose confortar por una criatura y dejándose prender. Luego, David padeció mucho
oyendo las injurias de su criado Semeí; y de igual manera el Salvador del mundo fue
denostado por su pueblo, y cuando San Pedro quiso matar a quien le injuriaba, Cristo no
se lo consintió. Y así como David confiaba en que sufriendo aquellos denuestos, Dios se
los tomaría en cuenta y lo restituiría en su reino; así también el Señor sabía que por la
afrenta de su muerte alcanzaría, por su resurrección, la gloria de su carne, y también el
reino de los cielos para los hombres.
23.- En este mismo arroyo, según el libro de los Reyes, el rey Asá hizo pedazos y
quemó un obscenísimo simulacro o ídolo que habían fabricado (cfr. 3 R 15,13); y
nuestro Salvador, pasando por este arroyo para ofrecerse a la muerte, quemó y destruyó
con el fuego de su ardentísima caridad toda la torpeza y abominación de nuestros
pecados. Pasó el arroyo, y entró en el huerto, al que la esposa del Cantar de los Cantares
lo reclamaba diciendo: Venga mi amado a su huerto (Ct 5,1). En esta huerta, la fruta
que había de comer, eran los trabajos que tenía que padecer, porque después del pecado
los huertos de la tierra, ¿qué otra cosa tenían sino abrojos y espinas de sufrimientos?...
Una vez que hubo entrado el Señor en el huerto, estoy seguro que pensaría: en un huerto
se cometió el hurto, y en un huerto se ha de recibir el castigo; en un huerto comenzó la
culpa, y en un huerto se ha de sufrir la pena. Allí se le representaron al Salvador los
desacatos que iban a hacerle, los grandes tormentos que iban a infligirle, y el poco fruto
que algunos sacarían de ello. Y mientras se imaginaba todo esto, y al pensar que en
breve, en aquel huerto, iban a dar comienzo aquellos sufrimientos, se alteró
sobremanera y sintió un pavor y un miedo muy grande. Tomó a parte a los tres
discípulos que habían sido testigos de su gloria en el monte, para que ahora fuesen
testigos de su flaqueza. Y apartándose de los otros, comenzó a sentir tristeza, pavor y
angustia ( Mt 26,37; Mc 14,33). Se demudó de tal manera y cayóle encima una tristeza
tan grande, que su rostro, que alegra en el cielo a los ángeles, se volvió mustio; y no
pudiendo resistir tanto sufrimiento sin contar a sus discípulos elegidos lo que sentía, les
dijo: Mi alma siente tristeza de muerte (Mt 26,38).
24.- ¡Oh discípulos míos! ¡Qué alteración tan grande me ha producido la venida a
este huerto! ¡Qué tristeza tan crecida me ha causado! Ya no me veréis alegre. La pena y
congoja que siento son tan grandes que bastan para ocasionarme la muerte... Y es que la
tristeza nace cuando nos acaece algo contra lo que queríamos. Y aunque nuestro
Salvador, como dice Isaías, fue ofrecido en sacrificio porque él mismo lo quiso ( Is
53,7), esto ha de entenderse según la parte superior de su razón, porque su parte sensible
y carnal se oponía y rehusaba la muerte. Y como ésta había de ser tan afrentosa y tan
dolorosa, y su humanidad tan delicada, por eso, cuando la sintió cerca, no pudo menos
de alborotarse y entristecerse en tanto grado. Y aunque estaba en su mano el impedir
aquel sentimiento, como lo insinúa el evangelista al decir que comenzó a sentir pavor , y
si comenzó es porque estaba en su mano el evitarlo, a pesar de ello quiso
experimentarlo de lleno. Primero, para mostrar que su carne era verdaderamente
humana; segundo, para atesorar mayores merecimientos en favor nuestro; tercero, para
fortalecer nuestras tristezas con la suya; y finalmente, porque sabía que muchos
cristianos desaprovecharían el fruto de su Pasión. Por todo ello dijo: Mi alma siente
tristeza de muerte .
25.- Pensad, cristianos que me escucháis, qué sentirían aquellas ovejuelas, viendo
a su Pastor tan turbado y tan demudado. San Pedro, que le vio en la gloria de la
Transfiguración, debió decirle: ¿Qué es esto, Señor? Tenéis otro color que el que
mostrabais aquel día. Bien os dije yo, Señor, que nos quedásemos todos allá... Pero el
Salvador añadió: Aguardadme aquí, mientras voy a hablar con mi Padre y veo si es
servido el poner remedio a esta congoja mía. Y dice el evangelista San Lucas que se
alejó de ellos como un tiro de piedra (Lc 22,41). Con esto quiso denotar que el que
había sido piedra firme para ellos, pronto sería apartado de su lado, y que entonces ellos
se mostrarían flacos e inestables, y no firmes y constantes como las piedras.
26.- Una vez se hubo apartado de ellos, se postró en tierra sobre su rostro (Mt
26,39), principalmente, para enseñarnos con cuanta reverencia debemos hacer la oración
a Dios. Juntó el rostro con la tierra, para denotar que el rostro de su divinidad estaba
unido a la tierra de nuestra humanidad. Juntó su rostro con la tierra, como besándola y
dándole la paz, para denotar que al salir de este mundo quería confirmar la paz con que
entró en él. Y juntó su rostro con la tierra, como queriendo imprimirlo y sellarlo en ella,
ya que uno de los males de los hombres consistió en que, por el pecado, perdieron la
semejanza con Dios que en sus almas estaba esculpida por la gracia y por las virtudes, y
él con su muerte había de reparar este daño y soldar y enderezar esta pérdida. Y en señal
de todo esto, se postró en tierra sobre su rostro . Pues contemplad al Señor de majestad
infinita, tirado en tierra, cómo hace oración a su Padre, y le dice: Padre mío, si es
posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya ( ibíd.). Con
cuya oración nos muestra, por una parte, la reverencia y el afecto que tenía hacia su
Padre, al llamarlo Padre mío ; y, por otra, el fin de toda oración que consiste en que se
haga su voluntad .
27.- Luego se levantó y vino de nuevo a sus discípulos, porque no solamente le
afligía la congoja de su muerte, sino también la frialdad de sus discípulos, que se mostró
muy a las claras en el hecho de que se habían dormido. ¿De modo que no habéis podido
velar conmigo una hora? (ibíd. 40). ¿Ando yo tan desvelado por vosotros, y vosotros
dormís?... De nuevo se alejó de ellos y oró por tercera vez diciendo las mismas
palabras: Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad
(ibíd. 44). Finalmente vino a sus discípulos y les dijo: ¡Dormid ya y descansad! (ibíd.
45), que yo pagaré vuestro sueño, y yo trabajaré para que vosotros descanséis. ¿Toda la
carga me la dejáis a mí? Bien dijo Isaías: Eché la vista alrededor, y no hubo quien
acudiese en mi socorro; anduve buscando, y no encontré persona que me ayudase; sólo
me salvó mi brazo; y la indignación que concebí, ésa me sostuvo (Is.63 5). Por eso,
quiero volver al Padre, porque sólo vos, Padre mío, podéis remediar el sueño de éstos y
mi congoja. Pero viendo que el Padre permanecía en su actitud rigurosa,
desamparándolo de todo consuelo y favor, su congoja y agonía fueron de las más
grandes; sobre todo al ver cuán poco me había de aprovechar yo, y otros como yo, de
una muerte tan cruel, como era la que tenía que padecer. Por eso, dice el evangelista San
Lucas que, entrando en agonía, oraba con más fervor y su sudor vino a ser como gotas
de sangre que caían sobre la tierra (Lc 22,44). Es decir, que sudó con tal abundancia,
que el sudor no sólo empapó sus vestiduras, sino que incluso llegó a correr por el suelo.
Y este sudor era de sangre.
28.- ¡Extraño caso, hasta entonces nunca visto ni oído! ¡Oh sangre preciosa de mi
Redentor! ¡Y cuánto te debemos los pecadores, pues antes de que llegue la hora de
derramarte por nosotros y antes de que se abran los caminos por donde brotes a causa de
las espinas, de los azotes y de los clavos, tú buscas ya la forma de derramarte! ¡Oh cuán
justo sería, Dios mío, que yo me ofreciese a hacer algo por vuestro amor, ya que vuestra
sangre preciosa se ofreció a derramarse por nosotros sobre la tierra, para que
entendiésemos los pecadores, comparados con la tierra, que por nosotros se vertía! ¡Oh
tierra, y qué beneficio recibes al ser regada con la sangre de Cristo! ¡No la pierdas, ni
caiga en ti de balde! Mira que te lo pide el mismo Job diciendo: ¡Oh tierra!, no cubras
mi sangre, ni sofoques en tu seno mis clamores (Jb 16,19). Quien vuelve a pecar
después de haber sido lavado una vez con la sangre de Cristo, echa tierra sobre ella,
cúbrela y hace que no se le note, pues no se precia de haber sido lavado con ella. ¡No
hay tierra más maldita que ésa! Por eso dice Job: ¡Oh tierra!, no cubras mi sangre . Al
contrario, ¡préciate, tierra, con mi sangre, no la encubras, no la olvides! ¡No apartes de
tus ojos un beneficio tan grande! ¡No sofoques en tu seno mis clamores! La sangre de
Abel reclamaba venganza; la mía, en cambio, sólo quiere que no la escondas. Y cuando
tú te haces indigno de la misericordia de Dios con tus pecados, entonces se esconde el
clamor de mi sangre.
Ved, pues, hermanos, en qué agonía pusieron al Hijo de Dios nuestros pecados.
¿Qué sea verdad, exclamaba él, que tengo que pagar por tantos pecados? ¿Que haya de
sufrir una muerte tan cruel por gente tan ingrata? ¿Que tenga que padecer tanto por
estos traidores desagradecidos, desleales e ingratos? ¿Que no hayan de aprovecharse de
una muerte tan áspera? Esto le producía a Cristo una cruel agonía.
29.- Y estando así, todo bañado en sangre, he aquí que vino hacia él un ángel
enviado por el Padre, por ventura el arcángel Gabriel 6 , para reconfortarlo. Tuvo que
venir un ángel del cielo, porque un hombre de la tierra le hubiera producido una mayor
pena. Un ángel del cielo se le apareció para confortarlo (Lc 22,43). ¡Oh príncipe
soberano! ¿Quién se atreve a confortar a quien es la misma fortaleza de Dios? ¿Cómo
osa una criatura animar a su creador?... Pero el ángel le dijo: No hablo por mí mismo;
soy el mensajero de vuestro Padre, y vengo a daros ánimo de su parte, porque por el
lado por el que sentís flaqueza os hicisteis inferior a los ángeles, y por eso le ha
parecido bien a vuestro Padre que sea un ángel quien os conforte. Recordad, Señor, que
esa muerte la escogisteis vos. Vos y el Padre y el Espíritu Santo la habíais prometido.
Sabéis muy bien que vuestra muerte será el remedio del mundo, el despojo del infierno
y el reparo del cielo. ¡Alto, Señor, alto; levantaos y sacad fuerzas de vuestra flaqueza!
Como dice Isaías: ¡Levántate, levántate; ármate de fortaleza, oh brazo del Señor!
Levántate como en los días antiguos y en las pasadas edades. ¿No fuiste tú el que
azotaste al soberbio Faraón, el que heriste al dragón de Egipto? ¿No eres tú el que
secaste el mar y las aguas del tempestuoso abismo? (Is 51,9). Pues ahora tenéis que
quebrar las fuerzas del demonio, como antes quebrasteis al Faraón. Entonces hicisteis
caminos por el mar, y ahora tenéis que hacerlos de nuevo en este mar maravilloso de
vuestros trabajos, pues no de balde se maravilla Salomón de la nave, que sois vos, que
camina por medio del mar de las amarguras que vais a sentir.
30.- Luego se alzó el Salvador y despertó a sus discípulos. ¡Levantaos!, les dijo,
que ya está cerca el que me ha vendido y los que me van a prender. Estando él hablando
todavía, llegó Judas, uno de los Doce, y con él una turba numerosa con espadas y palos
(Mt 26,47). Según cuenta San Mateo, el malaventurado de Judas lo había vendido,
después de haber acudido a los príncipes de los sacerdotes, enemigos de Cristo, y
6 Al margen se indica que este es el sentir de algunos escrituristas y de algunos teólogos escolásticos.
haberles dicho: ¿Qué me queréis dar y yo os lo entregaré? (ibíd. 15). ¡Oh vil traidor!
¿Por qué lo pones en venta y dejas el precio a la voluntad de sus enemigos? Mejor
hubiera sido que fueras a la Magdalena, porque ella hubiera vendido toda su hacienda
para darte cuanto hubieras pedido. ¿Por qué no fuiste a su Madre pues ella se hubiera
vendido a sí misma para contentarte? ¡Oh excomulgado!, ¿pones a nuestro Redentor en
almoneda? ¿No ves que nos haces a todos una terrible injuria? Percátate de que nos va
la vida en que sea sin precio. Con su sangre hemos de pagar los hombres la deuda
infinita que debemos a Dios. No le tases en un precio muy bajo porque escrito está:
Todo el oro, respecto de ella, no es más que una menuda arena, y a su vista la plata
será tenida por lodo (Sb 7,9).
31.- Ellos le propusieron treinta monedas de plata (Mt 26,15). Por desgracia, son
muchos los cristianos que aún lo venden por mucho menos. Esta venta la profetizó
Zacarías diciendo: Ellos valoraron mi salario en treinta monedas de plata (Za 11,12). Y
a continuación, Judas lo puso en sus manos. Después de haberle dado un falso beso de
paz al Salvador, que era la señal convenida para que no lo tomasen por otro, el Señor
salió al encuentro de los que venían a prenderlo, y les dijo: ¿A quién buscáis? Le
respondieron: A Jesús el nazareno. Jesús les dice: Yo soy. Y estaba Judas, el traidor,
con ellos. Y en cuanto les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron en tierra (Jn 18,4-6). El
hecho de que cayeran en tierra denota que la caída era irreparable. ¡Traidores!, ¿así
pensábais deshaceros del que sólo puede decir: Yo soy , porque es el mismo ser por
esencia? El Señor contestó así para que se echase de ver la benignidad de aquel a quien
querían prender, como el hombre noble que, cuando se ve acometido por gente vil y
villana, y ve que no puede escaparse, lo primero que hace es mostrarles lo que puede.
De esta misma manera procedió Cristo. Antes de que me prendáis, quiero mostraros lo
que puedo. Y dio con ellos en el suelo. Luego tornaron a levantarse, porque el Señor les
dio lugar a ello, al decirles de nuevo: ¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús el
Nazareno. Respondió Jesús: Os he dicho que yo soy. Si me buscáis a mí, dejad ir a
éstos (ibíd.7-8). Como si les dijera: Yo soy el Jonás que tenéis que echar al mar de las
amarguras, para que cese la tempestad. Ahora os permito que me prendáis, pues ésta es
vuestra hora. Una vez que les hubo dado permiso, el traidor de Judas alzó la voz y les
dijo: ¡A por él, amigos! Atadle las manos muy bien, no se os escape, como otras veces
que se os hizo invisible en el Templo. ¿No hay alguna cadena para su cuello? Atadle y
llevadle a empellones, o como sea. Si no os sigue con presteza, llevadlo a rastras.
32.- Entonces, aquellos lobos rabiosos arremetieron contra el Cordero sin
mancilla. Unos le ataron las manos, y otros le echaron una soga a la garganta, y le
decían: "Ahora lo vas a pagar todo, hechicero hipócrita. Veamos quien puede librarte de
nuestras manos". Lo llevaron con gran estruendo y griterío, y la gente salía a las puertas
y ventanas voceando: "Así, llevadlo así, que bien lo merece, pues nos tiene a todos
metidos en una gran confusión". Ya lo profetizó Jeremías, cuando escribió: El ungido
del Señor, resuello de nuestra boca, ha sido preso por causa de nuestros pecados (Lm
4,20). ¡Oh hombres ciegos! ¿Y qué atrevimiento tan grande es el vuestro de atar las
manos a Dios? ¿No veis cuán justa excusa tendrá de no socorreros cuando le pidáis
algún favor, pues vosotros mismos le atasteis las manos? Todos los que tenéis las manos
sueltas para el mal, se las atáis a Dios. Conmoveos ante la Pasión de Cristo, pues la
sufre por vuestros pecados. En el libro primero de los Reyes se nos cuenta que, cuando
Helí oyó que el Arca del Testamento había sido apresada, cayó de su silla y se murió
(cfr. 1 R 4,18). Pues vosotros, hermanos, los que oís que está preso el Hijo de Dios por
vuestros pecados, deberíais dejar el reposo en que estáis y morir al hombre viejo, pues
para esto se dejó él prender, ya que en él no había culpa alguna. Dice el Salmista: Ya ves
cómo se han hecho dueños de mi vida y cómo arremeten contra mí hombres de gran
fuerza. No padezco esto, Señor, por culpa mía, ni por pecado mío; sin iniquidad seguí
mi carrera y enderecé mis pasos (Sal 58,4-5).
33.- Desde el huerto, el Señor hizo su segunda estación a casa de Anás, suegro de
Caifás. Y lleváronlo solo, pues como dice el evangelista San Mateo: Entonces todos los
discípulos lo abandonaron y huyeron (Mt 26,56). Muy otro fue el proceder del buen
capitán Urías que, mientras el Arca de Dios estaba en medio de la guerra, no quiso
descansar en su casa (cfr. 2 R 11,9). El abandono de sus discípulos lo sintió mucho el
Salvador, y se quejaba con el Salmista diciendo: Mis allegados se quedaron lejos,
mientras que los que procuraban mi muerte hacían grandes esfuerzos (Sal 37,12-13).
Luego los sayones porfiaron acerca de adónde lo llevarían. Unos decían que debía ir a
casa de Caifás, y tiraban de las sogas y lo echaban por el suelo. Otros opinaban que no,
que a casa de Anás; y derribaban al Señor hacia la otra parte. Por fin concertaron
llevarlo a casa de Anás, y puesto Cristo, con las manos atadas, delante de este hombre
tan reverendo y respetado, le preguntó acerca de sus discípulos y de su doctrina. ¿Qué
has hecho, desventurado de ti, con aquella gente que te seguía y te llevaba envanecido?
¿Dónde están ahora tus discípulos que nunca se separaban de ti? ¿Cómo es que te han
abandonado todos? Y precisamente uno de los tuyos es el que te ha vendido. Yo estoy
seguro de que si tú fueras el que predicas, no hubieras llegado a estar tan solo. Quiero
saber también algo de tu doctrina. ¿Qué novedades son ésas que enseñas, tan contrarias
a la ley que Moisés nos dejó? Dame razón de todo lo que te pregunto. ¡Oh qué palabras,
lanzadas al Salvador cuando se veía desamparado de los suyos! En aquellos momentos
pudo decir aquello del Salmo: Pensativo miraba si se ponía alguno a mi derecha para
defenderme; pero nadie dio a entender que me conocía (Sal 141,5). Viendo, pues, que
no podía hablar de sus discípulos, sin que se divulgase más su ausencia, respondió
acerca de su doctrina con toda mansedumbre. Y apenas hubo acabado su razonamiento,
cuando un sayón levantó su pesada mano y descargó un terrible bofetón sobre el rostro
de Cristo, diciendo: ¿Así respondes al Pontífice? (Jn 18,22). ¡Oh cielos, oh tierra y
ángeles todos! ¿Cómo se puede soportar que den a Dios un bofetón tal en la cara? ¡Oh
mano cruel, cuán cárdeno y ensangrentado has dejado aquel rostro ante cuyo
acatamiento se arrodillan los cielos, tiemblan los serafines y todas las criaturas lo
adoran! ¡Oh Virgen sin mancilla! ¿Cómo quedaríais vos al ver abofeteado por los
hombres a quien vos habíais visto que los ángeles le servían? Después del bofetón,
Cristo sólo respondió: Si he hablado mal, muéstrame el mal. Y si bien, ¿por qué me
hieres? (ibíd.23).
34.- Después se lo llevaron a casa de Caifás, el cual le preguntó abiertamente:
Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios (Mt
26,63). Y cegados por el resplandor de la luz de su respuesta, arremetieron contra él
como perros rabiosos, y a porfía le dieron bofetadas y pescozones, y le escupieron con
sus infernales bocas aquel divino rostro. ¡Oh maravillosa humildad y paciencia del Hijo
de Dios! ¡Oh hermosura de los ángeles! ¿Qué rostro es el tuyo para que lo escupan de
esta manera? Los hombres, cuando quieren escupir, suelen volver el rostro al rincón
más despreciable, ¿y ahora éstos no hallan otra cosa más vil que el santísimo rostro de
Cristo para escupir sobre él? ¿Cómo no te humillas con este ejemplo tú que eres polvo y
ceniza?... 7
7 Así concluye el texto de este sermón. San Luis indica: "El resto de la Pasión coméntalo siguiendo el
texto de los evangelistas sagrados".