JUEVES SANTO
SERMON 1º DEL MANDATO
"La víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo"
Juan 13,1 1
1.- Una de las principales causas por que tememos el tránsito de la muerte es porque no
estamos seguros que hemos de pasar de este mundo al Padre. ¿Quién temería este paso si supiese que
iba a ser muy bien recibido por este huésped? ¿Quién no se alegraría de la muerte, si estuviere
convencido de que ella es el paso seguro para ir a la casa de Dios? Por eso los santos y los amigos de
Dios no temen este paso; al contrario, lo desean, porque saben que han de pasar por él para llegar a la
casa de Dios. La que menos lo temió fue la Reina de los ángeles, pues ella es la que menos causas tuvo
para temerlo. Tememos este paso por la fragilidad de la naturaleza humana, que naturalmente huye de
la muerte, como lo vemos en Cristo, que estando en Getsemaní, empezó a sentir pavor y angustia (Mc
14,33). Por otra parte, tememos la muerte, en razón de la culpa, que es la que nos produce mayor temor.
Pues bien, a la Reina de los ángeles ninguna de estas causas le produjo temor. No se lo produjo la
naturaleza, porque no estuvo sujeta a los lazos de la muerte; y tampoco la culpa, porque desde el
principio estuvo llena de gracia sin que en ella tuviera cabida el pecado. Por tanto, supliquémosle nos
alcance la gracia, para que no temamos este paso, diciéndole: Ave Maria .
2.- Dice el evangelista que, sabiendo el Hijo de Dios que había llegado la hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y acabada
la cena, como el demonio ya había puesto en el corazón de Judas la intención de venderlo, sabiendo
que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que como había salido de Dios, a él volvía de
nuevo, se levantó de la mesa, se quitó sus ropas, tomó una toalla, se la ciñó, echó agua en una vacía y
empezó a lavar los pies de sus discípulos y a limpiarlos con la toalla que llevaba ceñida. Llegó a San
Pedro, y éste le replicó: "¿Cómo, Señor, vos vais a lavarme a mí los pies?" Respondióle Cristo: "Mira,
Pedro, lo que yo hago ahora, tú no entiendes el fin por el que lo hago, lo comprenderás después".
Repuso Pedro: "No permitiré jamás que vos me lavéis los pies". "Pues sepas, le dijo Cristo, que si no te
los lavo, no gozarás de mi compañía". A lo que San Pedro respondió: "Entonces, Señor, no solamente
los pies, sino también las manos y la cabeza". Díjole Cristo: "Mira, Pedro, al que está limpio, le basta
con que se lave los pies, y con ello quedará totalmente limpio. Vosotros ya estáis limpios, pero no
todos", porque sabía quién era el que le había de vender. Por eso dijo que no todos estaban limpios.
Después que hubo lavado los pies, tornó a tomar sus ropas de nuevo, y una vez que se hubo sentado,
añadió: "¿Os dais cuenta de lo que yo he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Señor y Maestro, y
no erráis al decirlo, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies,
¿con cuánta mayor razón debéis lavaros los pies unos a otros? Por eso os he dado ejemplo, para que lo
que yo he hecho con vosotros, lo hagáis vosotros también" (cfr. Jn 13,1-15).
3.- El santo evangelista, para pintarnos muy al vivo la profundísima humildad de Jesucristo,
primero nos pone ante los ojos las mil excelencias de su divina Persona, para que al considerar su alta
dignidad, recononozcamos que es el Hijo de Dios. Y luego nos lo muestra hincado de rodillas delante
de unos pobres pescadores, para que su humildad confunda nuestra soberbia, y su abyección nuestra
arrogancia.
1 Obras y sermones , vol. I, pp.448-455. En una nota marginal leemos: "Predicó este Sermón en el Convento de San Julián
de Valencia, de las Religiosas Agustinas, el año 1578" .
4.- La primera excelencia de Cristo que nos propone el evangelista es el hecho de que conocía la
hora de su muerte. Ahora bien, en cuanto Dios, no solamente poseía este conocimiento, sino también la
ciencia con la que sabía la hora y el momento en que había de crear a todas sus criaturas, y la forma, el
ser y lugar que debía asignar a cada una de ellas. También poseía, desde la eternidad, la ciencia con la
que conocía la predestinación de los elegidos, y la reprobación de los condenados. A esta ciencia se
refiere Salomón cuando escribe: La sabiduría de Dios abarca fuertemente de un cabo a otro todas las
cosas y las ordena todas con suavidad (Sb 8,1). Como si dijera, con esta ciencia todo lo abarca, todo lo
entiende, desde el inicio de la eternidad hasta el último momento de la existencia de las criaturas. Y es
que esta ciencia es la que posee el Hijo de Dios como expresión del entendimiento de su Padre. Allí le
comunica todo el saber, y todos los tesoros de su sabiduría y ciencia.
5.- En cuanto hombre, Cristo poseía además la ciencia de los bienaventurados y la ciencia
infusa, mediante las cuales pudo conocer la hora de su muerte y el fin de todas las criaturas. Esta es la
primera excelencia de Cristo: el ser tan sabio en cuanto Dios y en cuanto hombre que sabía y entendía
todo. Cuando el evangelista empieza por destacar esta dignidad de Cristo, lo hace con mucha razón,
para que comprendamos nosotros cuán voluntariamente se ofreció a la muerte, pues conociendo la
hora, se llegó libremente al lugar adonde tenía que padecer. También lo hace para que entendamos la
profunda humillación en la que le veremos después, pues Cristo no procedió así movido por una necia
imprudencia o humildad, sino como el que posee la sabiduría del Padre, que ni puede engañarse, ni
engañar a los demás. Pues, sí, con esta ciencia conocía que había llegado su hora. ¡Cuánta sabiduría del
Espíritu Santo poseen estas palabras! Y dice el evangelista que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre. ¿Por qué llama suya a esta hora? ¿Acaso no son suyas todas las horas, puesto que él
las creó, según afirma David cuando dice: Tuyo es el día y tuya la noche; tú creaste la aurora y el sol ?
(Sal 73,16). Ciertamente que todas las horas son suyas, pero a ésta podemos llamarla especialmente
suya por los tormentos que en ella iba a padecer; y nuestra, por el descanso que de ella se nos iba a
seguir. Era suya, por la maldición que tenía que pagar, muriendo en una cruz; y nuestra, por la honra
que mediante ella íbamos a alcanzar nosotros. Era suya, porque él solo tenía que pasar por ella; y
nuestra, por la ocasión que nosotros le dimos. Era suya, por el amor que le condujo a ella; y nuestra,
por la culpa que la ocasionó. Era suya, en cuanto al mérito, pues sólo él pudo merecer nuestra
redención; y nuestra, porque mediante ella fuimos redimidos todos.
6.- Y supo que venía su hora de pasar de este mundo al Padre. Mas, ¿cómo, santo evangelista,
nos decís el término adonde va a parar Jesucristo, y no nos mostráis el camino por donde ha de pasar?
Sería muy bueno el que nos dijeseis el camino por donde pasa, para que todos pudiéramos seguirle y
acompañarle hasta tan buena posada. Ahora bien, el camino por donde el Hijo de Dios fue a su Padre,
lo conocéis todos, pues es su lamentable Pasión; y si no lo sabéis, esta misma noche el propio
evangelista nos dará una relación muy extensa de este camino. Por eso, de momento lo calla, y sólo nos
señala el término adonde Cristo fue a parar, que es la casa de su Padre. Y fue tal el recibimiento que allí
le dieron, y tan grato para su alma, que cuanto en esta vida se puede padecer es insignificante en
comparación con lo que consiguió con su muerte. Dice San Pablo: Yo estoy persuadido de que los
sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera, que se ha de
manifestar en nosotros (Rm 8,18). San Juan llamó paso a la muerte del Hijo de Dios; y con mucha
razón; porque ella fue el paso por donde pasamos todos a la gloria del Padre. De hecho nadie había
entrado en ella, porque antes no existía ese paso. Y ésta es la segunda excelencia de Cristo, el irse a la
casa del Padre celestial, para que cuando lo veas lavar los pies de sus discípulos no pienses que lo hace
como un siervo o un esclavo, o como penitencia impuesta a un reo, sino que lo hace por puro amor y
deseo de aposentarse en la casa del Padre. ¡Dichoso quien pudiere saber que le llega la hora de pasar de
este mundo al Padre! ¡Y dichoso aquél a quien el Hijo de Dios le dijere: Hoy estarás conmigo en el
Paraíso ! (Lc 23,43) ¿Qué gozo existe en el mundo que pueda compararse con éste? Por eso el profeta
David deseaba mucho conocer esta hora, cuando decía: Señor, hazme conocer mi fin y cuál es el
número de mis días, para que yo sepa lo que me resta de vida. Cierto que has señalado a mis días un
término corto (Sal 38,5-6). Esto es: "Yo os suplico, Señor, que entre las grandes mercedes que me
habéis revelado, que sea ésta una de ellas, que me digáis adonde tengo que ir a parar y cuádno se han
de acabar mis días". Pues veamos, real profeta: ¿Por qué deseáis saber el número de vuestros días? ¿Por
ventura para disfrutar más de los deleites de este mundo y descuidaros de vuestra alma hasta el fin?...
No por cierto, sino para que yo sepa lo que me resta de vida . "Yo sé que vos, Señor, ya tenéis contados
mis días, y deseo saber lo que me falta, para que la muerte no me halle descuidado y fuera de tu amor".
Esta merced de anunciarle a uno la hora de su muerte, se la concede Dios a muy poquitos, porque son
muy poquitos los que la merecen. Pero a todos nos dice que velemos, porque vendrá pronto. Así lo
hace constar San Mateo: Vosotros estad preparados, porque el Hijo del hombre vendrá en la hora que
no penséis (Mt 24,44). Si fuésemos buenos y temerosos de Dios, nos debería bastar el que Cristo nos
diga que vendrá presto y cuando menos lo pensemos, porque de esta manera pensaríamos que cada
hora es la nuestra, y viviríamos tan prevenidos y con tanto aviso, como si a cada hora tuviéramos que
morir.
7.- Dime, cristiano, si el rey te sentase a su mesa, y mandase poner delante de ti muchos
manjares, y el mismo rey se avisase que en uno de ellos hay ponzoña mortal, y no supieses en cuál de
ellos está, ¿con que temor echarías la mano para comer? Pues mira que Dios te ha convidado a la mesa
de este mundo, y te ha puesto delante tantos manjares cuantas criaturas ha creado a su servicio para que
comas y bebas, pero te avisa que en una de ellas se te ha de acabar la vida, ¿no andarás solícito
pensando si será en ésta o en aquélla? ¿Acaso no dirás con David: Yo contemplaba siempre al Señor
delante de mí, como quien está a mi diestra para sostenerme? (Sal 15,8). No sin causa ordena San
Pablo: Si os enojáis, no queráis pecar, no sea que se os ponga el sol estando todavía airados (Ef 4,26),
porque el Hijo del hombre vendrá en la hora que no penséis (Mt 24,44).
8.- La tercera cosa que señala el evangelista San Juan en el evangelio de hoy es que Cristo era
tan poderoso, que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas (cfr. Jn 13,3). Tenía potestad
para deshacer los cielos y los elementos del universo, creando otros de naturaleza muy diferente. Tenía
potestad para colocar en el cielo a los ángeles apóstatas y hacer descender a los infiernos a los que no
se apartaron de él. Tenía potestad para devolver el mundo a la nada, así como lo había creado de ella. Y
todo esto lo da a entender el evangelista para que cuando oyereis decir que Judas lo vendió y lo entregó
en manos de sus enemigos, no penséis que se dejó prender porque se sintió impotente para resistir. Pues
si Dios había puesto en sus manos todas las cosas, también tenía poder sobre Judas y los fariseos.
9.- La cuarta excelencia de Cristo que señala el evangelista es decirnos que salió del Padre .
Todas las criaturas han salido de manos de su omnipotencia, pues él las creó. De él salieron los
predestinados, antes de la creación del mundo (Ef 1,4); de él salen los justos en este mundo por la
gracia, y de él salen los bienaventurados en el cielo por la gloria, porque él es el que predestina a los
buenos y el que da la gracia a los justos y la gloria a los bienaventurados. Escribe el Apóstol Santiago:
Toda dádiva preciosa y todo don perfecto, de arriba viene, del Padre de las luces, en quien no cabe
mudanza, ni sombra de variación (St 1,17). Tanto la excelencia de los ángeles, como la de los
hombres, salieron de manos del Padre; mas la excelencia del Hijo de Dios es mucho más elevada. No
procede por predestinación, ni por gracia, ni por gloria en cuanto Dios, sino por eterna generación, esto
es, como Hijo unigénito del Padre. Dice San Juan: Hemos contemplado su glroia, gloria como
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Esta excelencia no la merecieron ni los
ángeles, ni los hombres; es propia y exclusiva del Hijo natural de Dios. Escribe San Pablo: Porque, ¿a
cuál de los ángeles dijo jamás: Hijo mío erestú, yo te he engendrado hoy? Y asimismo: ¿Yo seré padre
tuyo, y él será hijo mío? (Hb 1,5). Pues si a los ángeles no se lo dijo, mucho menos a los hombres;
porque sólo él es el Hijo natural, que salió del Padre y luego vuelve a él (Jn 13,3); aunque la salida fue
muy diferente a la vuelta, pues salió como puro Dios, igual al Padre — cubierto de luz como un vestido
(Sal 103,2)—; y luego regresa como hombre y Dios, es decir, revestido de la carne humana.
10.- La última excelencia de Cristo que señala el evangelista es el que amó a los suyos que
estaban en el mundo hasta el extremo (Jn 13,1), como lo demostró limpiándoles los pies antes de su
muerte. Les había limpiado la cabeza y las manos, lavando su alma y sus potencias, cuando él mismo
los bautizó. Sólo restaba que los amase tanto que les lavase incluso sus pies, esto es, las potencias de la
sensualidad, de la irascibilidad y de la concupiscencia, de todo el polvo del amor del mundo y del
temor humano. Así lo vemos que sucedió cuando les envió el Espíritu Santo que los dejó tan limpios y
puros, que ya no se halló semejante polvo en sus pies. Y por eso vino en forma de fuego, como el que
viene a enjugarles lo pies, que todavía estaban mojados con el amor de los hombres y el temor a la
muerte.
11.- Esta es la verdadera dignidad de un padre hacia sus hijos: amarles tanto, que los deje limpios
de todo pecado con el agua de la disciplina y del ejemplo de una buena vida, y con el agua de las
lágrimas que ha de derramar cada día delante de Dios, suplicándole que sus hijos no le ofendan. De esta
manera amaba el santo Job a sus hijos, ofreciendo cada día al levantarse un sacrificio a Dios por sus
hijos, para que no le ofendiesen (cfr. Jb 1,5). De esta misma manera el patriarca Jacob, estando ya de
partida, procuró el bien de sus hijos, lavándoles los pies a todos después que los hubo llamado. Y a
Rubén, a Simeón y Leví, que habían sido rebeldes, los maldijo y reprendió por sus pecados; y a Judá,
José y Benjamín les impartió su bendición (cfr. Gn 49,1-28). Y esto mismo hizo el santo Tobías, siendo
ya viejo, cuando a la hora de su muerte llamó a su hijo y le enseñó cómo había de temer a Dios, cómo
había de obedecer a su madre y cómo había de usar de misericordia con el prójimo (cfr. Tb 14).
Lamentablemente, ¡cuán pocos son hoy los padres que se ocupen de lavar así los pies de sus hijos,
dejándoles bien instruidos en la práctica de las virtudes! Ya no se hallan padres que laven los pies a sus
hijos, antes al contrario, los ensucian con su mala vida y mal ejemplo, procurando sólo dejarles muchas
honras y riquezas, en lugar de enseñarles a conocer a Dios. Pues, ¡ay de tales padres!, porque Dios los
amenaza con castigarlos en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación: Yo soy el Señor, Dios tuyo, el
fuerte, el celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación
de aquellos que me aborrecen, y uso de misericordia hasta millares de generaciones con los que me
aman y guardan mis mandamientos (Ex 20,5-6). ¡Cuán bueno se muestra el Señor hasta en sus
amenazas! Fíjate en que el castigo a los padres malos no se extenderá más allá de la cuarta generación;
y, en cambio, la misericordia que usará con los padres buenos, llegará hasta milésima descendencia.
Pondera, por tanto, cuánto valor tiene el lavar los pies a tus hijos y dejarlos instruidos, como buenos
cristianos, en el temor del Señor. Si lo miras bien, es un tesoro que les dejas a ellos y a todos sus
descendientes.
12.- Estas son, pues, las excelencias de Jesucristo. La primera, ser tan sabio que, en cuanto Dios,
penetra y comprende todo lo que está encerrado en el pecho de su Padre; y, en cuanto hombre, todo lo
que está escondido en las potencias de las criaturas. La segunda, el ser una persona tan amada de su
Padre, que se vuelve a su casa. La tercera, el ser tan poderoso, que su Padre le ha puesto en sus manos
todas las cosas. La cuarta, el ser una persona que sale del Padre celestial por eterna generación. Y la
quinta, el ser un hombre tan perfecto en el amor a los suyos, que los amó hasta la muerte. Pues bien,
este Dios y hombre de tanta majestad, se humilló tanto en el día de hoy, que se levantó de la cena, se
quitó sus ropas, se ciñó una toalla, él mismo tomó una vacía y, después de echar agua en ella, se puso a
lavar los pies de sus discípulos.
13.- ¿Quién no pensará, señores, que los Apóstoles, cuando le vieron levantarse de la cena y
quitarse sus ropas, no se espantarían de contemplar una cosa nunca vista, y que dirían entre sí: "Válame
Dios, y qué quiere hacer nuestro Maestro"? Pues bien, después que hubo preparado todo lo necesario,
Cristo se dirige a San Pedro, como al mayor entre ellos y al que más amaba, y al que había instituido
como cabeza de su Iglesia. A éste le lava primero que a nadie los pies, porque los primeros que los han
de tener limpios de los apetitos de las cosas terrenas han de ser los prelados y los que son como cabeza
de los demás. ¿Acaso el prelado que tiene sus pies llenos de lodo puede limpiar los pies de sus
discípulos? ¿Cómo podrá enseñar a sus discípulos que menosprecien las honras, si él es un ambicioso?
¿Y cómo les enseñará que sean pobres de espíritu, si él es un avaro? ¿Y cómo les enseñará que sean
castos y honestos, si él no lo es? Por eso Cristo, nuestro Redentor, lava primero los pies a San Pedro,
porque éste era la cabeza de los demás.
14.- Ahora bien, cuando San Pedro vio delante de sí al que había reconocido como Hijo del Dios
vivo, se demudó todo él, estremecido, se levantó de la silla en donde estaba sentado, echóse a los pies
de Cristo, y le dijo: Señor, ¿tú vas a lavarme a mí los pies? (Jn 13,6) ¿Cómo puedo soportar, Señor,
que me lavéis los pies? ¿Quién soy yo para que me lavéis los pies? ¿Qué proporción existe entre mis
pies groseros y vuestras manos delicadas? Señor, os suplico que me perdonéis, pero no me lavarás los
pies jamás (ibid. 8). En todo lo que me mandes os obedeceré, pero no conseguiréis que yo consienta el
que me lavéis los pies. ¿De verdad que no, Pedro?, le dijo Cristo. Pues yo te aseguro que tampoco
gozarás de mi compañía. ¡Qué humildad tan grande la del Hijo de Dios que sin respetos humanos se
hinca de rodillas delante de sus criados, y sin hacer ascos de ningún género toma entre sus manos
aquellos pies llenos de lodo y de polvo! No se comportan así los grandes del mundo; por el contrario,
obligan a que sus criados estén de rodillas delante de ellos adorándoles como si fueran dioses. No se
emplean en lavar los pies de sus discípulos, esto es, de los pobrecillos, antes bien huyen de los que
están llagados y no osan ni siquiera entrar en donde hay enfermos. Pero no os maravilléis por ello,
porque como se consideran los grandes del mundo, no hacen sino secundar las leyes de éste. En
cambio, los que son grandes del cielo imitan a Jesucristo. No permitió el ángel que San Juan se
arrodillase delante de él, porque antes había visto a Jesucristo hincado de rodillas a los pies de San
Juan. Los que son grandes del cielo no sienten asco ante la lepra de los pobres, ni les espanta ir a visitar
a éstos a los hospitales, porque antes vieron a Jesucristo lavar con sus benditas manos los pies
enlodados y llenos de polvo de sus discípulos, y recuerdan que él mismo les dijo: Os he dado ejemplo
para que hagáis también vosotros como yo he hecho con vosotros (ibid. 15). Si Cristo no nos hubiera
dado este ejemplo, los grandes del mundo tendrían excusa, pero después de lo que Cristo hizo, ya no la
tienen.
15.- Para nuestra instrucción es bueno considerar ahora por qué Cristo quiso lavar los pies de sus
discípulos en este momento de su vida, y no antes. Por una parte, nos dicen los santos doctores que lo
hizo para demostrarles el gran amor que les tenía, como el propio San Juan lo expresa en su Evangelio
de hoy. Por otra parte, también nos dicen que lo hizo porque, como iba a darles a comer su sagrado
Cuerpo y a beber su santísima Sangre, era menester que, previamente, estuvieran limpios. Todo esto es
una gran verdad, pero también podemos explicarlo diciendo que procedió así para infundir ánimo a los
pecadores que durante su vida han estado sucios y llenos de pecados, queriendo darles a entender que si
al final de sus vidas se lavan, él les admitirá en el convite de su mesa eterna. Ved aquí, hermanos míos,
otra explicación de por qué Cristo lavó los pies de sus discípulos unas horas antes de su muerte, para
enseñarte que al menos a la hora de la muerte laves tus pies, esto es, tus imperfecciones. ¿Fuiste
imperfecto cuando debías llorar tus pecados? ¿No practicaste la penitencia como debías? Pues lava tus
pies a la hora de tu muerte con el agua de las lágrimas del dolor por haber ofendido a Dios, que él es
tan bueno que, a cualquier hora que llores, te oirá. ¿Fuiste imperfecto en restituir lo que te habías
apropiado contra la voluntad de su dueño, dilatando su devolución de día en día, hasta que te ves a las
puertas de la muerte? Pues lava ahora tus pies con el agua de la restitución y no dejes que sean tus
herederos los que paguen, pudiendo hacerlo por ti mismo, porque de otra manera no te lavarías tú los
pies y Dios no te admitiría en su convite. ¿Fuiste imperfecto en dar limosna y en socorrer a los
necesitados? Pues lávate los pies con el agua de la penitencia, y redime ahora tus pecados con la
limosna (Dn 4,24). Mas, todo esto debes hacerlo siguiendo el ejemplo de Cristo que, para lavar los pies
de sus discípulos, se quitó sus ropas. Pues tú lo mismo: debes hacer limosna de tu propia hacienda y no
de lo que no te costó nada. Dice el Sabio: Honra a Dios con tu hacienda y ofrécele las primicias de los
frutos que son tuyos (Sb 3,9). Quiere esto decir, que si has de lavarte con esta agua, que te quites tus
propias ropas y disminuyas los bienes necesarios a tu estado de vida, pues más vale que dando limosnas
te salves, aunque tus hijos no se queden tan ricos, que no que te vayas al infierno por dejarles
abundantes haciendas. El Hijo de Dios podía muy bien haber lavado los pies de sus discípulos sin
quitarse sus ropas, pues no eran tan preciadas que le estorbaran mucho o que pudieran desgastarse o
estropearse. Pero lo hizo así para enseñarte a quitarte tus ropas y a pagar lo que debes, aunque te
quedes desnudo. Mira lo que dice Job: El hombre dará su piel y cuanto posee por salvar su vida (Jb
2,4).
16.- Ahora bien, por desgracia, ¡cuántos hay a los que Jesucristo se acerca a lavarles los pies, y le
dicen como San Pedro: No me lavarás los pies jamás ! ¿Qué otro sentido tiene si no, el que Dios te
envíe azotes y tribulaciones, sino que viene a ti a lavarte los pies? Cuando Dios te envía un pobre
vergonzante a tu casa para que le socorras en sus necesidades, es Cristo que viene a lavarte los pies con
el agua de la misericordia. Y cuando te inspira para que pagues lo que has ganado con malas artes, es él
que viene a lavarte con el agua de la justicia. Pues sepas que si con estos azotes no te enmiendas de tu
mala vida, y no socorres al pobre, o no pagas lo que debes, es como si le dijeras a Jesucristo: No me
lavarás los pies jamás . ¡Malaventurado de ti! ¿No te avergüenzas de que Jesucristo venga a lavarte los
pies, esto es, a perdonarte tus pecados, y que tú no quieras? Pues escucha la sentencia con la que el
propio Cristo te responde: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo . Si no haces penitencia, si no das
limosna al pobre sumido en la miseria, si no pagas lo que debes: No tendrás parte conmigo . Por eso el
Faraón de Egipto no tuvo parte en la gloria de Dios, porque habiéndole visitado Dios y habiendo
intentado lavarle los pies del alma con tantas plagas y azotes, él dijo: No me lavarás los pies jamás . Y
lo mismo le ocurrió al rico epulón del Evangelio el cual, habiéndole enviado Dios a Lázaro para que le
lavase con el agua de la misericordia, le contestó: No me lavarás los pies jamás . Y por eso también
Ananías y Safira cayeron muertos (cfr. Hch 5,1-11) porque después de haber recibido la inspiración
del Espíritu Santo para que no se quedasen con nada del precio del campo que habían vendido, ellos
dijeron: No me lavarás los pies jamás . Plegue a la divina bondad, que cuando venga a lavaros los pies,
no le digáis: No me lavarás los pies jamás ; sino, al contrario, que seamos capaces de decirle: Señor, no
sólo los pies, sino también las manos y la cabeza . Si procedemos así, él nos admitirá al convite de su
Gloria, a la cual nos conduzca nuestro Señor Jesucristo. Amén .
ANEXO
Adición del mismo Santo al Sermón anterior
1.- ¡Ea, señores, que nuestro capitán se nos va! Si alguno quiere seguirle e irse con él, sepa que
mañana es el día de la batalla. Durante treinta y tres años ha mantenido guerra con sus enemigos, y
mañana será la batalla final. Mañana entrará en el campo de batalla con toda su gente, y hoy hace el
recuento para recoger a los suyos.
2.- La acción de lavar los pies a sus discípulos está repleta de grandes misterios. Primero se
levanta de la mesa; luego se quita sus ropas; a continuación echa agua en la vacía; y finalmente lava los
pies a sus discípulos. El levantarse de la mesa significa que se levanta de la mesa legal de la antigua ley
de Moisés, en donde hasta ahora estaba sentado, como señor de ella, mandando y obligando a los
hombres a su observancia. Hoy se levanta, para dejarnos libres y para que no estemos ya obligados a
guardarla. Levántase también, para que entendamos que nunca más le hallaremos en ella. ¡Ojalá
entendiesen esto los judíos, y cayesen en la cuenta de que Dios no se halla ya en la mesa legal de la ley
de Moisés, sino en la ley evangélica de Jesucristo! Mas es tanta su malicia, que de ellos se puede
afirmar lo que dice el Salmo: La soberbia de aquellos que te aborrecen va siempre creciendo (Sal
73,23). Pues los judíos siguen pertinaces en sus antiguas creencias y continúan persiguiendo al Hijo de
Dios. Por eso San Pablo, con palabras llenas de amor, exhorta a los hebreos convertidos del Judaísmo,
que no busquen ya a Dios en esa mesa legal, porque se ha levantado de ella y no lo hallarán allí:
Cuidad, hermanos, de que no haya en alguno de vosotros corazón maleado de incredulidad, hasta
abandonar al Dios vivo (Hb 3,12). De aquí que la esposa del Cantar de los Cantares, andando toda la
noche buscando a su esposo, no lo halló, porque Cristo ya no se encuentra en la noche de la ley de
Moisés, sino en el día de la gracia. Como dice San Pablo: La noche ya ha pasado y se acerca el día
(Rm 13,12). Y por eso, la esposa no hallando a su esposo durante la noche, le dice: ¡Querido de mi
alma!, dime dónde tienes los pastos, dónde el sesteadero al llegar el mediodía (Ct 1,6).
3.- El hecho de quitarse la ropa de encima representa que de hoy en adelante Cristo suprime la
carga de la ley antigua, para que quede al descubierto su espíritu, según aquella sentencia de San Pablo:
La letra de la ley mata, mas el espíritu vivifica (2 Co 3,6). Con esta acción, quítase además la ropa de
las figuras y sacrificios con que estaba encubierto el verdadero culto de Dios, para que veamos ahora lo
que realmente significaban, y reconozcamos que todas las cosas que les sucedían a los antiguos padres
eran simplemente figuras (1 Co 10,11). Y también podemos decir que se quitó la ropa que llevaba,
esto es, la ropa de la justicia, porque la acción de lavar los pies no procedió de la justicia, como si
hubiera estado obligado a hacerlo por algún motivo, sino que fue una acción inspirada solamente por el
infinito amor que profesaba a sus discípulos.
4.- La vacía que utilizó para lavar los pies es un símbolo del sacramento de la penitencia. El
agua que echó en ella es la gracia sacramental, con la cual lava los pies de nuestros pecados. Pues ésta
es la diferencia entre los sacramentos de la antigua ley y los de la nueva, que aquéllos no tenían el agua
de la gracia para justificar a los pecadores, porque el Hijo de Dios no había derramado en ellos el agua
de la gracia como en los sacramentos de la ley evangélica.
5.- Por otra parte, vemos que esta acción de derramar el agua en la vacía no se la encomendó ni
a San Pedro, ni a San Juan, sino que él mismo quiso hacerla, para que entendamos que el hecho de
infundir la gracia en los sacramentos es obra que sólo compete a Jesucristo. Sólo él pudo instituir los
sacramentos e infundirles la gracia, según aquello de San Juan: La ley fue dada por Moisés, pero la
gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Jn 1,17).
6.- Se quita la ropa de encima y se pone a lavar los pies, para enseñarles a los sacerdotes, cuyo
oficio es lavar los pies de los pecadores en el sacramento de la penitencia, que para administrar este
sacramento han de desnudarse de la ropa de la avaricia, esto es, que no han de lavar los pies por dinero,
sino gratis. Y con esto les enseña también que para administrar este sacramento han de desnudarse ellos
de la ropa del pecado.
7.- Y quiso Cristo lavar los pies antes de darles a sus discípulos a comer de su carne y beber de
su sangre, para enseñar a los pecadores que nadie puede llegarse a comer el pan de la Eucaristía, si
primero no se lava los pies en el sacramento de la confesión, como lo indica San Pablo cuando escribe:
Examínese a sí mismo el hombre, y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz, porque
quien lo come y bebe indignamente se traga y bebe su propia condenación (1 Co 11,28). Ese examen
es el examen de conciencia, y si hallares en ti algún pecado mortal, debes lavarte primero en el
sacramento de la confesión.
8.- Grandes virtudes quiso descubrirnos el Hijo de Dios con este lavatorio de los pies, y
todas esas virtudes quiere que las practiquen quienes acuden a lavarse los pies en la confesión; pero,
sobre todo, la profunda humildad que nos demostró hoy el Hijo de Dios al querer lavar los pies a sus
discípulos. Porque humildísimo se mostró Abraham al querer lavar los pies de los ángeles que fueron a
visitarle, pero en realidad no era mucho el que un hombre se humillase a lavar los pies de los ángeles,
los cuales son por dignidad y por naturaleza muy superiores al hombre. Humildísimo se mostró
también David cuando se rasgó sus vestiduras delante de sus vasallos y se puso a bailar delante del
Arca de la Alianza, pero tampoco fue mucho porque en definitiva se trataba de que un puro hombre se
humillaba delante Dios. Humildísimo fue también el patriarca Jacob al echarse a los pies de su hermano
y reconocerlo públicamente como a su señor, mas tampoco fue mucho porque antes le había ofendido.
Ahora bien, que el Hijo de Dios se rebaje a lavar los pies a sus discípulos, que Dios lave los pies a los
hombres, y el Maestro a sus discípulos, es un acto de humildad tan grande que espanta a los ángeles en
el cielo, a los hombres en la tierra y a los demonios en el infierno...