Domingo de Resurrección, Ciclo A
La alegría de la resurrección de Cristo
La gran noticia del domingo de Pascua es un mensaje de alegría que resuena por
toda la tierra: Cristo ha resucitado. Aunque ésta sea una noticia de hace veinte
siglos, constituye una novedad permanente en la historia de la humanidad.
Seguramente por ello la tradición primigenia del mensaje pascual, recogida en 1Cor
15,3-4, transmite el acontecimiento de la resurrección de Cristo en el tiempo verbal
de perfecto, el que ahora se denomina perfecto compuesto. De este modo el texto
bíblico pone de relieve no sólo que se trata de un hecho ya ocurrido, sino de un
acontecimiento ya acaecido cuya repercusión en el presente está vigente y se deja
notar permanentemente. En efecto, la resurrección no es sólo un hecho puntual del
pasado sino una realidad de consecuencias extraordinarias para la vida humana
pues, a partir de Cristo resucitado y vencedor de la muerte, la existencia humana
se abre a una esperanza inédita. El horizonte al que podemos mirar los seres
humanos va más allá de la muerte porque, igual que Jesús ha sido resucitado de la
muerte, todos con él recibirán la vida en virtud de su Espíritu. La resurrección de
Cristo es, por tanto, el comienzo de la nueva humanidad. Es el primer día de la
nueva creación.
La narración histórica de los evangelios transmite dos datos diferentes: el sepulcro
abierto sin el cuerpo de Jesús y las apariciones del Resucitado. Este año leemos el
relato de Mateo (Mt 28,1-10), que abarca el sepulcro vacío y la aparición a las
mujeres. Los relatos evangélicos del sepulcro de Jesús, abierto y vacío, no son
pruebas de la resurrección sino signos que ayudan a las mujeres, a los discípulos y
a los creyentes de toda la historia, a entender ese mensaje de alegría y de
esperanza: Cristo ha resucitado. Pero el testimonio decisivo del acontecimiento de
la Pascua viene transmitido por los relatos diversos de las apariciones del
Resucitado, en los cuales se muestra que no se trata de visiones subjetivas de
quienes las experimentan sino de vivencias extraordinarias de unos testigos a los
cuales se presenta el mismo Jesús después de resucitar de la muerte. Esos testigos
no son unos visionarios, sino personas capaces de reconocer en el Resucitado a
aquél que lleva en su cuerpo, en sus manos, en sus pies y en su costado las marcas
del que fue crucificado. No se trata de un fantasma sino de una persona real, cuya
identidad es la misma, pero ahora definitivamente transfigurada por la
Resurrección.
La resurrección es la intervención definitiva de Dios en la historia que ha suscitado
una transformación cualitativa de la vida humana. Dios ha sellado la vida del
crucificado con una victoria decisiva. Las señales corporales de Jesús, las marcas de
su crucifixión en las manos y el costado muestran la continuidad entre el Jesús
histórico y el resucitado. Sin embargo el Resucitado marca una discontinuidad con
la historia del común de los mortales, ya que la novedad de vida que él tiene y que
comunica a los humanos ya no está sometida a la muerte y es eterna. Así se pone
de relieve que el espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús en su vida mortal,
su mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía quedar retenido
en la tumba de la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre los muertos y a través
de él sigue generando y comunicando vida, paz y fraternidad entre los hombres. En
medio del sufrimiento y del dolor de la vida humana, la última palabra en la historia
es la de Dios, pues en la resurrección de Cristo ha vencido el amor, el bien, la
justicia, la verdad, el perdón, la paz, la fraternidad, la solidaridad y la alegría.
La resurrección de Cristo es también el acontecimiento decisivo de transformación
del ser humano en su proceso evolutivo, pues el Espíritu de Cristo, su aliento de
vida y su fuerza están infundiendo un nuevo vigor a la humanidad entera. En el
segundo relato de la creación del libro del Génesis (Gn 2, 4-25) se cuenta que el
hombre recibió el aliento de Dios y se convirtió en ser vivo. De modo semejante, en
la nueva creación el ser humano recibe el aliento de Jesús y se convierte en
Hombre Nuevo. Este cambio cualitativo en el hombre es un fenómeno del Espíritu
que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que ha convulsionado la tierra entera
difundiendo por doquier la potencia de su amor. Este Espíritu se hace presente en
la historia de modo singular como palabra generadora de vida nueva. La palabra es
soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya potencia es vital.
Sin embargo, en la nueva creación del hombre, a partir de la resurrección de Cristo,
la mujer adquiere un protagonismo excepcional. Las mujeres del evangelio ocupan
un lugar primordial en la génesis de la nueva humanidad, pues ellas son las
primeras en recibir el mensaje de la resurrección, a ellas en primer lugar se
aparece Jesús resucitado, y ellas son las primeras a las que se les encomienda
transmitir a los demás discípulos el mensaje pascual. Por tanto, ellas constituyen la
primera mediación entre el acontecimiento trascendental de la resurrección y los
discípulos. En el evangelio de San Mateo se acentúa este papel relevante de la
mujer. Pero su preeminencia en la experiencia de la resurrección no es casual. El
mismo evangelio nos relata que ellas permanecieron firmes ante el crucificado
cuando todos los discípulos habían abandonado a Jesús dejándolo solo en la hora
decisiva de la muerte. Y también ellas, y no los discípulos, presenciaron su
sepultura. Ellas manifestaban como nadie el dolor desconsolado y la añoranza
irreprimible por el amado ausente. Así pues, su inquebrantable fidelidad a Jesús,
incluso estando ya muerto, las hace garantes de un testimonio sumamente
cualificado en la iglesia naciente. Como ellas, todo aquel que permanezca firme y
solidario ante el dolor y el sufrimiento de cualquier ser humano, especialmente ante
el sufrimiento injusto, se convierte en testigo por excelencia de la humanidad
resucitada que tiene en Cristo su primicia y que constituye la esperanza viva de la
transformación definitiva del hombre.
Al alumbrar el nuevo día las mujeres reciben, con miedo y alegría a la vez, el
mismo mensaje que transmitirán, una palabra inaudita en la historia humana: Ha
resucitado (Mt 28,7). Al irse del sepulcro la paradoja se resuelve en alegría plena
gracias al encuentro emocionado con Jesús. El anuncio del Resucitado, por parte de
las mujeres, se convertirá en punto de partida de una nueva relación humana: la
fraternidad. Pero esta palabra generadora de fraternidad y de alegría como principio
de la nueva humanidad no es un hecho caprichoso del azar, sino que requiere el
desarrollo libre y personalmente aceptado de las potencialidades de amor del ser
humano. Es misión primordial de la Iglesia recordar y anunciar la presencia del
Espíritu en toda persona que haciendo el bien y estando cerca de los que sufren la
miseria, la injusticia, la opresión y la violencia, dan testimonio de la fraternidad
universal de la familia humana, encaminada irreversiblemente hacia el Padre por el
crucificado y resucitado.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
José Cervantes Gabarrón. Sacerdote misionero Profesor de Sagrada Escritura