II Domingo de Pascua, Ciclo A
Regenerados por el Resucitado
El relato de la doble aparición del Resucitado a los discípulos y a Tomás en el cuarto
evangelio (Jn 20,19-31) muestra la identidad del crucificado y resucitado, destaca
la donación del Espíritu del Resucitado a los apóstoles y resalta que el medio
adecuado para comunicar la fe en el Resucitado es el testimonio y la palabra.
La resurrección de Cristo es un motivo de inmensa alegría que abre un horizonte
inaudito de esperanza para la vida humana, pero podría ser mera ilusión o fantasía
si no fuera porque va íntimamente vinculado a una historia singular de esta tierra,
a una persona que lleva en su cuerpo las marcas indelebles del sufrimiento por
amar a los demás hasta el extremo de dar la vida. El realismo de la muerte violenta
e injusta sufrida por Jesús como víctima de los poderes de este mundo ha dejado la
huella imborrable de la limitación humana en aquel cuyo amor ha traspasado
definitivamente el límite en virtud de su apertura al Espíritu transformador de Dios.
Las señales corporales de Jesús, las huellas de su crucifixión en las manos y el
costado muestran la continuidad entre el Jesús de la historia y el resucitado. Sin
embargo el resucitado marca una ruptura con la historia ya que la novedad de vida
que él tiene y que comunica a los humanos ya no está sometida a la muerte y es
eterna. Así se pone de relieve que el espíritu de amor y de entrega que vivió Jesús
en su vida mortal, su mensaje de verdad y de justicia, de perdón y de paz no podía
quedar retenido en la tumba de la muerte. Por eso Dios lo resucitó de entre los
muertos y a través de él sigue generando y comunicando vida, alegría, paz y
fraternidad entre los hombres. Son grandes dones del resucitado a través de su
Espíritu que desde el principio de la iglesia va suscitando comunidades cristianas
vivas caracterizadas por la comunión fraterna, la escucha del mensaje apostólico, la
celebración eucarística, la oración y la solidaridad en el compartir los bienes (Hech
2,42-47).
La primera carta de Pedro (1 Pe 1,3-9) expresa la significación de la resurrección de
Cristo en la vida humana con una palabra genuina: la regeneración . La acción
de regenerar es llevada a cabo por Dios en los creyentes en virtud de su gran
misericordia y es como una nueva creación de Dios que infunde nuevos genes a los
seres humanos para recrear al hombre desde el Resucitado. Con ese nuevo código
genético injertado en la humanidad, ésta puede vivir siempre en la esperanza. La
esperanza es el don divino que capacita para vivir la alegría permanente en la
actividad cotidiana, especialmente en medio del sufrimiento inherente a la vida
humana y con la perspectiva de un horizonte último de amor de Dios. La
regeneración empieza con la vivencia del perdón misericordioso de parte de Dios
que infunde nueva vida. Y con la esperanza va la alegría. La fe en Jesucristo
suscita una alegría inefable que ni siquiera las condiciones adversas de la vida
humana pueden arrebatar. Es la alegría en medio de la prueba del sufrimiento,
aspecto paradójico del testimonio cristiano. En 1 Pe 1,7-8 esa realidad se refiere a
la vinculación amorosa del creyente con la persona de Jesucristo. En el amor
personal a Cristo y en la adhesión firme a su pasión como manifestación extrema
del amor radica la autenticidad de la fe. Para los cristianos de la segunda
generación y para nosotros, que tampoco hemos visto al Jesús histórico, la fe
significa no sólo creer en aquél a quien no hemos visto y amarlo, sino también
creer que lo que Jesús hizo y vivió, sobre todo a través de su pasión hasta la
muerte, es fuente de vida y de alegría.
Con la imagen del aquilatamiento del oro, el más precioso de los metales, se pone
de relieve lo más genuino de la fe cristiana, pues la prueba de fuego de la fe es el
sufrimiento y el dolor. En los diversos sufrimientos de la vida humana se acrisolan
las actitudes y los valores más dignos de la existencia verdaderamente humana,
tales como el amor a fondo perdido a los enfermos, la solidaridad con los excluidos
de la tierra y la lucha incansable a favor de los más pobres, pues todos estos son,
en realidad, los crucificados del presente. En la confrontación con tanto dolor y
tantas penas de la vida se puede mostrar la excelencia incomparable de la fe
auténtica, la cual es portadora de una alegría inefable y de una resistencia
incombustible. La Iglesia Católica está de fiesta, además, por la beatificación de
Juan Pablo II, en quien brilló como pastor espléndido de la Iglesia el testimonio de
la fe y de la alegría por el Resucitado.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura