PALABRA Y PAN DEL RESUCITADO
DOMINGO 3º DE PASCUA
6 de abril de 2.008
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a
una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando
todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se
acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo: ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos
días? El les preguntó: ¿Qué?
Ellos le contestaron: Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en
obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos
sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos
días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han
sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e
incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían
dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo
encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.
Entonces Jesús les dijo: ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería
a él en toda la Escritura. Lucas 24, 35-48
Acababan de enterrar al padre. Los hijos, al regresar a casa sin él, encontraron la
casa habitada como nunca de su presencia. Todas las cosas hablaban de él. Todos
los lugares eran su morada. En todos los instantes palpitaba su recuerdo...¡Brillaba
el padre por su ausencia !.
Se diría que el padre estaba ahora más vivo que antes, más compartido que nunca.
Y que en cualquier gesto amoroso de los hermanos acontecía, realísima y
vivientemente una fisonomía nueva del desaparecido padre. Sus libros, su reloj, sus
fotos, sus prendas personales..., lo más valioso y lo menos importante, eran desde
ahora otros tantos archivos y memoriales de su persona.
Y, sobre todo, a la hora de comer y de intercambiar la palabra, el pan y el pescado,
cobraba el padre presencia y plenitud en el hueco vacío que había quedado en la
mesa. Se diría que los hermanos eran ellos más el padre, porque cada uno se
sentía más habitado por el padre, que sucedía en todos y a quien ellos en parte
también sucedían.
Los psicólogos y los extraños a la familia, a la hora de intentar analizar el
fenómeno, hablaban de alucinaciones, de visiones y fantasmas, de síndromes de
abstinencia paterna.
Pero no. Había signos fehacientes de madurez y maduración humanas, síntomas de
credibilidad, vivencias amorosas en carne viva: en todos los hermanos aconteció la
misma sorpresa, sucedió la misma paz interior, se empezó a descorrer el misterio y
el sentido de la vida, hubo abrazos de reconciliación fraterna, olvido de ofensas
antiguas, distribución y comunicación de bienes... Veían entonces al padre
transcendiendo los tiempos y los espacios, y su recuerdo los creaba y
agridulcemente los recreaba. A veces querían asir al padre con las manos de antes,
pero tuvieron que cambiar de manos y de oídos, de ojos y de labios y de persona.
Tuvieron también ellos que morir a modos viejos de vivir y nacerse de nuevo...,
para desde esta nueva condición gozar la alegría del gran suceso revolucionador de
la familia entera: la resurrección del padre...
¡Era Cristo, resucitado y resucitador, quien, vencedor de la muerte y en los
muertos, irrumpía en el mar de los hombres y de las cosas como río de ardiente
vitalidad! ¡También en aquel padre Jesús, el Señor, había resucitado!
Juan Sánchez Trujillo