Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Las decepciones
Las decepciones son de los golpes más amargos de la vida. Generalmente
depositamos la confianza en tal o cual familiar que nos ama tanto, que
resultaría imposible volvernos la espalda o estamos tan convencidos de la
lealtad de un amigo, que en un momento de desgracia sabemos que no nos
podría traicionar. Con esta convicción avanzamos tranquilos sabiendo que allí
están esas personas dispuestas a echarnos una mano.
Lo malo está en que estas convicciones no se verifican sino hasta que llega el
momento de la crisis. Aquella ocasión en que necesitaste dinero para salir de
un apuro y te dejaron con la mano extendida y la palabra en la boca. Estos
golpes duelen mucho, pues como dice el salmo: “Si fuera un extrao o un
desconocido, lo entendería; pero eres tú, mi amigo y confidente, con el que
compartía el pan de la mesa”. Las decepciones dejan heridas difíciles de
cicatrizar porque sangran cada vez que llegan con el recuerdo.
Las decepciones más dolorosas son las que tienen que ver con el corazón.
Pienso, por ejemplo, en el terrible daño que provocan las infidelidades
matrimoniales. ¡Cuánto sufrimiento y cuántas lágrimas! No tiene nombre el que
una persona a la cual te entregaste completamente por amor, te cambie por
una aventura.
Las decepciones se pueden producir también por omisión, como sucede en la
carencia de afecto que una persona experimenta al saberse rechazada o no
querida. Famoso fue el lamento del procónsul romano Julio César, excepcional
conquistado de la Galia, cuando su hijo Bruto lo traicionó. Antes de que lo
mataran a espada, al verlo entre los cobardes dijo: “¡Tú también, hijo mío!”.
Los discípulos de Emaús se sintieron decepcionados de su Maestro: “Nosotros
esperábamos que él sería el liberador de Israel”. Pero Cristo no les traicion,
iba caminando a su lado y se quedó con ellos en la fracción del pan. La
resurrección es garantía de nuestra fe. Al contrario, fue a Cristo a quien
traicionaron en el momento de la muerte pues todos huyeron del Calvario,
excepto la Virgen María y san Juan. ¿Dónde quedó la promesa de Pedro:
“Aunque todos te abandones, yo nunca te dejaré”; o la de Tomás: “subamos
todos a morir con él?”
Cristo es el único amigo sincero, es el único que nos tiende la mano y nos
ayuda y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la vejez, en la tumba y
en la eternidad. Y el día de mañana, cuando los hombres se olviden de
nosotros solamente una cruz, y en ella Cristo, seguirá abrazando nuestra
sepultura como guardián eterno de una amistad comenzada en esta tierra.
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