CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS
AL CONCLUIR LA SEMANA DE ORACIÓN
POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Fiesta de la Conversión de San Pablo Apóstol
Basílica de San Pablo Extramuros
Martes 25 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la víspera de su pasión oró al Padre por sus
discípulos «para que todos sean uno» ( Jn 17, 21), los cristianos siguen invocando
incesantemente de Dios el don de la unidad. Esta petición se hace más intensa durante
la Semana de oración que hoy concluye, cuando las Iglesias y comunidades eclesiales
meditan y rezan juntas por la unidad de todos los cristianos. Este año el tema ofrecido
a nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de Jerusalén, a
las que quiero expresar mi vivo agradecimiento, acompañado por la seguridad del
afecto y de la oración tanto por mi parte como por parte de toda la Iglesia. Los
cristianos de la ciudad santa nos invitan a renovar y reforzar nuestro compromiso por
el restablecimiento de la unidad plena meditando sobre el modelo de vida de los
primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén, los cuales —como leemos en
los Hechos de los Apóstoles — «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» ( Hch 2, 42). Este es el retrato de
la primera comunidad, nacida en Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por
la predicación que el apóstol san Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos
aquellos que habían llegado a la ciudad santa para la fiesta. Una comunidad no
cerrada en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de abrazar a
gentes de lenguas y culturas distintas, como nos atestigua el mismo libro de
los Hechos de los Apóstoles . Una comunidad no fundada sobre un pacto entre sus
miembros, ni surgida simplemente de compartir un proyecto o un ideal, sino de la
comunión profunda con Dios, que se reveló en su Hijo, del encuentro con Cristo
muerto y resucitado.
En un breve sumario, que concluye el capítulo iniciado con la narración de la venida
del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el evangelista san Lucas presenta de modo
sintético la vida de esta primera comunidad: quienes habían acogido la palabra
predicada por san Pedro y habían sido bautizados, escuchaban la Palabra de Dios,
transmitida por los Apóstoles; estaban juntos de buen grado, haciéndose cargo de los
servicios necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales;
celebraban el sacrificio de Cristo en la cruz, su misterio de muerte y resurrección, en
la Eucaristía, repitiendo el gesto del partir el pan; alababan y daban gracias
continuamente al Señor, invocando su ayuda en las dificultades. Esta descripción, sin
embargo, no es simplemente un recuerdo del pasado ni tampoco la presentación de un
ejemplo a imitar o de una meta ideal por alcanzar. Es más bien la afirmación de la
presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es un testimonio,
lleno de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es el principio
de la unidad de la Iglesia y hace que los fieles creyentes sean uno.
La enseñanza de los Apóstoles, la comunión fraterna, el partir el pan y la oración son
las formas concretas de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén reunida
por la acción del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo constituyen los rasgos
esenciales de todas las comunidades cristianas, de todo tiempo y de todo lugar. En
otras palabras, podríamos decir que representan también las dimensiones
fundamentales de la unidad del Cuerpo visible de la Iglesia.
Debemos reconocer que, en el curso de las últimas décadas, el movimiento
ecuménico, «surgido con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo» ( Unitatis
redintegratio , 1), ha dado significativos pasos adelante, que han permitido alcanzar
convergencias alentadoras y consensos sobre diversos puntos, desarrollando entre las
Iglesias y las comunidades eclesiales relaciones de estima y respeto recíproco, así
como de colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo. Con
todo, sabemos bien que aún estamos lejos de la unidad por la que Cristo oró, y que
encontramos reflejada en el retrato de la primera comunidad de Jerusalén. La unidad a
la que Cristo, mediante su Espíritu, llama a la Iglesia no se realiza sólo en el plano de
las estructuras organizativas, sino que se configura, en un nivel mucho más profundo,
como unidad expresada «en la confesión de una sola fe, en la celebración común del
culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios» ( ib. , 2). La búsqueda del
restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos, por tanto, no puede
reducirse a un reconocimiento de las diferencias recíprocas y a la consecución de una
convivencia pacífica: lo que anhelamos es la unidad por la que Cristo mismo oró y
que por su naturaleza se manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del
ministerio. El camino hacia esta unidad se debe percibir como imperativo moral,
respuesta a una llamada precisa del Señor. Por eso es necesario vencer la tentación de
la resignación y del pesimismo, que es falta de confianza en el poder del Espíritu
Santo. Nuestro deber es proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un
diálogo serio y riguroso para profundizar en el patrimonio teológico, litúrgico y
espiritual común; con el conocimiento recíproco; con la formación ecuménica de las
nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración. De
hecho, como declaró el concilio Vaticano ii, el «santo propósito de reconciliar a todos
los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y
las capacidades humanas» y, por ello, nuestra esperanza debe ponerse en primer lugar
«en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre por nosotros y en el poder
del Espíritu Santo» ( ib. , 24).
En este camino de búsqueda de la unidad plena visible entre todos los cristianos nos
acompaña y nos sostiene el apóstol san Pablo, de quien hoy celebramos solemnemente
la fiesta de la Conversión. Antes de que se le apareciera Cristo resucitado en el
camino de Damasco diciéndole: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» ( Hch 9, 5), era
uno de los más encarnizados adversarios de las primeras comunidades cristianas. El
evangelista san Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de
Esteban, en los días en que estalló una violenta persecución contra los cristianos de
Jerusalén (cf. Hch 8, 1). Saulo partió de la ciudad santa para extender la persecución
de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión, volvió allí para ser
presentado a los Apóstoles por Bernabé, el cual se hizo garante de la autenticidad de
su encuentro con el Señor. Desde entonces san Pablo fue admitido, no sólo como
miembro de la Iglesia, sino también como predicador del Evangelio junto con los
demás Apóstoles, habiendo recibido, como ellos, la manifestación del Señor
resucitado y la llamada especial a ser «instrumento elegido» para llevar su nombre a
los pueblos (cf. Hch 9, 15). En sus largos viajes misioneros, san Pablo, peregrinando
por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca el vínculo de comunión con la
Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de esa comunidad, los
cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ayuda (cf. 1 Co 16, 1), ocupó un lugar
importante entre las preocupaciones de san Pablo, que la consideraba no sólo una obra
de caridad, sino el signo y la garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias
fundadas por él y la primitiva comunidad de la ciudad santa, un signo de la unidad de
la única Iglesia de Cristo.
En este clima de intensa oración, dirijo mi cordial saludo a todos los presentes: al
cardenal Francesco Monterisi, arcipreste de esta basílica, al cardenal Kurt Koch,
presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a
los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al abad y a
los monjes benedictinos de esta antigua comunidad, a los religiosos y las religiosas, a
los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma. De modo especial
quiero saludar a los hermanos y hermanas de las demás Iglesias y comunidades
eclesiales aquí representadas esta tarde. Entre ellos me es particularmente grato dirigir
mi saludo a los miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo
teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas, cuya reunión
tiene lugar aquí en Roma en estos días. Encomendamos al Señor el éxito de vuestro
encuentro, para que pueda representar un paso adelante hacia la unidad tan deseada.
Quiero dirigir un saludo particular también a los representantes de la Iglesia
evangélica luterana alemana, que han llegado a Roma encabezados por el obispo de la
Iglesia de Baviera.
Queridos hermanos y hermanas, confiando en la intercesión de la Virgen María,
Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, invocamos, por tanto, el don de la unidad.
Unidos a María, que el día de Pentecostés estaba presente en el Cenáculo junto a los
Apóstoles, nos dirigimos a Dios, fuente de todo bien, para que se renueve para
nosotros hoy el milagro de Pentecostés y, guiados por el Espíritu Santo, todos los
cristianos restablezcan la unidad plena en Cristo. Amén.
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