DOMINGO XXVII T. ORDINARIO A
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Me hace responsable, pero no soy el dueño
“Escuchad esta otra parábola!”. Así empieza el evangelio de este domingo, con una
invitación de Jesús a escuchar. Nos viene bien la advertencia, porque andamos tan
hartos de palabras, recibimos diariamente tal catarata de información que podemos
acabar vacunados.
Jesús tenía predilección por la imagen de la viña. Ha sido imagen recurrente en los
dos domingos anteriores. En un caso, para enseñarnos que su llamada es gratuita y
puede llegarnos a cualquier edad; en otro, para mostrarnos dos tipos de
trabajadores: el que se queda en buenas palabras, pero no va a la viña, y el que,
aunque reaccione con cierta rebeldía, cumple la voluntad del padre. Hoy da un paso
más.
En nuestros pueblos manchegos se sabe muy bien que el cuidado de una viña es
uno de los trabajos agrícolas que demandan más cuidados y atenciones. Jesús tiene
presente el bellísimo canto de amor a la viña con que Isaías describe los mimos de
Dios por su viña, la casa de Israel: Aró la tierra, y la decepcionante respuesta. En
vez de dar uvas dulces, dio agrazones.
El viñador de la parábola también se prodigó con su viña: Aró la tierra, retiró las
piedras, eligió y plantó cepas de la mejor calidad, la cercó con una tapia, montó un
lagar y hasta construyó una torre de vigilancia. A su partida, la entregó a unos
viñadores para que la cultivaran.
Dios, que nos trata como adultos, pone lo esencial, pero no lo hace todo; confía
este mundo a nuestra responsabilidad. Juan Pablo II, en su encíclica sobre el
trabajo, nos recordó esta inmensa dignidad del hombre, gerente de la empresa de
Dios, su viña, el universo.
Cuando llegó el tiempo de la vendimia, sigue contando Jesús, el dueño envío unos
servidores para pedir cuenta de los frutos a los arrendatarios. La vendimia, como la
siega, son, en la Biblia, imágenes del juicio de Dios, que no es indiferente a
nuestras tareas. Pero los viñadores se mofaron de los enviados, golpearon a uno,
mataron a otro, y lapidaron al tercero. De nuevo envió otros emisarios, más
numerosos que los primeros, pero corrieron idéntica suerte. Es la historia de Israel
evocada en el llanto de Jesús sobre Jerusalén: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a
los profetas y rechazas a los que te son enviados...”.
Finalmente, envió a su propio hijo, pensando que a éste al menos le respetarían.
( “Tanto amó Dios al mundo, que envió a su propio Hijo”). Se mofaron igualmente
de él, le sacaron fuera de la viña y le mataron. Se trata de una muerte ritual, de un
crimen consciente y premeditado, realizado según el orden de las ejecuciones
capitales, como manda el Levítico. Jesús murió “fuera de las murallas”.
El contexto inmediato de la parábola es la situación de rechazo experimentada por
Jesús. El contexto actual de lectura podría ser cualquier forma de rechazo de Dios,
de su plan de salvación sobre la humanidad. Es el pecado del ateísmo, teórico o
práctico, al que nos apuntamos cuando pretendemos gestionar este mundo como
dueños absolutos de la tierra, de la vida y de la muerte. Usando mal del don de
nuestra inteligencia, que nos permite progresar y dominar el mundo, y de nuestra
libertad, dada para amar y buscar el bien, podemos acabar en la negación y el
rechazo de Dios. No contentos con eso, seguimos “matando al mensajero”.
Digo “seguimos” porque en la parábola podemos vernos retratados también los
creyentes. Jesús quiso que su Iglesia fuera el escaparate y sacramento de cómo los
más altos anhelos del hombre se hacen verdad en su viña. Y sin embargo, en vez
de uvas dulces, las damos, no pocas veces, agraces.
Jesús termina citando al salmo 118: “No habéis leído en las Escrituras: la piedra
que los constructores desecharon se ha convertido en la piedra angular?”.
Los primeros cristianos se tropezaron con dos cuestiones que les resultaban
escandalosas: - ¿por qué el Hijo de Dios fue ajusticiado?; ¿por qué fue rechazado
por todo el Israel oficial? Ellos descubrieron en la Palabra de Dios que la pobre
piedra, rechazada y considerada inútil, era, en el plan de Dios, la piedra angular, la
que se coloca en el lugar esencial de la construcción, en la unión de los muros o en
la clave de la bóveda. Ella sostiene al edificio, la humanidad.
Existen bautizados que, como la vieja Europa, parecen renegar de sus raíces
cristianas. Les molesta el mensaje y, por tanto, también el mensajero. ¿Tendrá que
cumplirse aquello de que “ se entregará la viña a otros labradores que rindan
frutos?”. No sería la primera vez que esto pasa. Pero Él seguirá siendo la piedra
angular.