DOMINGO XXVIII T. ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
No tengo excusas: tengo el sitio reservado
El evangelio no da nunca definiciones abstractas sobre Dios o sobre la Iglesia. Es un
libro, sobre todo, de imágenes. En este domingo nos habla de Dios con la imagen
de un rey que celebra una gran fiesta: “las bodas de su hijo”. El hijo es,
evidentemente, Jesús mismo, que se desposa con la humanidad a la que ama
apasionadamente. La fiesta, el banquete son todo un símbolo del gozo compartido.
Esta imagen de las bodas corre, como un hilo de oro, a lo largo de toda la Biblia. De
un extremo a otro de la revelación, las relaciones de Dios con la humanidad se
definen en términos de alianza nupcial. Quizá cambiaría nuestra religión si, en vez
de verla como un conjunto de verdades a creer, o como unos principios de moral a
observar, llegáramos a verla, ante todo, como una historia de amor, como un
proyecto nupcial.
Hay muchos invitados pero también en este caso, como en el de los viñadores
homicidas, el rechazo de la invitación no deja de sorprendernos. Quizá el contexto
en que tomó forma literaria la enseñanza de Jesús hace más sombrío el relato,
pero, a la vez, le da una especial viveza. En el trasfondo de la redacción está, sin
duda, el rechazo de la fe por parte de la sinagoga, la destrucción de Jerusalén en el
año 70 y la expansión misionera con nuevos y variopintos discípulos -buenos y
malos- que, provenientes, en general, de los más bajos estratos sociales, han
comenzado a formar comunidades en Grecia y Roma. El final del relato, tan
desconcertante, bien pudiera aludir a quienes, entusiasmados con el evangelio, han
entrado en las comunidades, pero, luego, no llevan traje de fiesta, no se han
revestido del hombre nuevo, en justicia y santidad verdaderas. ¿Podría aplicarse
hoy a quienes piden sacramentos más por costumbre social que por el sentido
hondo de lo que se celebra? Hoy no suelen faltar los trajes vistosos, pero cuántas
veces la fiesta ni siquiera toca la periferia del alma.
Sigamos el relato: Cuando se acerca la fecha de la boda, el rey envía a sus criados
con la invitación: “Venid a la fiesta, todo está preparado”. Pero ¡qué decepción! No
quieren venir. Por eso envía de nuevo a los criados con el mismo recado, por si no
se han enterado bien.
Los invitados -dice el texto- siguieron sin enterarse o sin querer enterarse. Unos se
fueron a sus campos, otros a sus negocios, incluso hubo invitados que cogieron a
los criados y los maltrataron hasta darles muerte. Lo que estaba llamado a ser
bodas de amor se convirtió en bodas de sangre.
Jesús contaba esta parábola pocos días antes de su Pasión, cuando su muerte
estaba ya decidida en la sombra por los jefes del pueblo de Israel, que, por lógica,
tendrían que haber sido los primeros en responder a la invitación.
La descripción de los invitados es curiosa y actual. Jesús distingue dos clases: Los
negligentes, aquellos de los que se ha apoderado la indiferencia, que se dejan llevar
por sus actividades o sus gustos inmediatos y aquellos que rechazan
conscientemente, hasta de manera combativa, la invitación, como si les estorbara a
sus planes y proyectos.
Bastaría traducirlo a algunos ejemplos que seguramente se darán hoy mismo entre
nosotros. Preguntad a muchos bautizados por qué no van a misa (me refiero a la
misa por lo del banquete): Oiríamos respuestas parecidas a éstas: -"¿Cómo
quieres?, si es mi día de caza, o mi día para jugar al tenis, o para ir al
supermercado"...:Preguntadle a algún joven, que haya pasado toda la noche en la
discoteca: o en el botellón: -"¿Qué dices?, tengo que dormir” ,o, en el mejor de los
casos, “tengo que hacer los deberes”, o “preparar los exámenes”. Incluso
encontraríamos respuestas más agrias y violentas.
Entonces el amo dijo a sus servidores: “El banquete está preparado, salid a los
caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda”. Y la sala del banquete
se llenó de convidados.
En esta sociedad del bienestar y del consumo tenemos siempre tantas cosas
importantes que hacer que nos olvidamos de lo fundamental. Quizá era por eso
decía Jesús que el Reino de Dios es fundamentalmente para los pobres, que, por no
tener nada a lo que atarse, son los únicos dispuestos a aceptar la invitación.
No se trata de una vieja historieta del pasado. La invitación de Dios sigue siendo
actual. A cada uno nos ha escrito una carta de amor. ¿Somos conscientes de que
hay un sitio preparado para nosotros en el servicio al reino de Dios, en la mesa de
la Eucaristía? Nos viene bien esta parábola al comienzo de curso, cuando andamos
lanzando nuestras campañas pastorales, parroquiales o diocesanas. Nuestra Iglesia
vuelve a oír hoy: “Salid a los cruces de caminos, y a todos los que encontréis
invitadlos”. Es el sueño de una Iglesia que no se recrea en actitudes conservadoras,
sino que sale a la calle con una Buena Noticia y una invitación, nunca con una
imposición. Será bueno que todos los que colaboramos en la evangelización nos
preguntemos: ¿Qué noticia vamos a llevar? ¿Para qué convocamos? ¿Será el
Evangelio en nuestros labios una “carga pesada” o una novedad llamativa, original
y salvadora? Y no estaría bien que quienes hemos aceptado la invitación, no
lleváramos el “vestido de la fiesta”.