FIELES DIFUNTOS
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Creo en la Resurrección
El otoño, con la caída de las hojas, nos invita a pensar en la caducidad de la
existencia humana. A pesar de que el mes de noviembre se abre con la
contemplación luminosa y esperanzada de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia
nos enfrenta, a renglón seguido, con la trágica realidad de la muerte en la
celebración del Día de los Difuntos.
En la sociedad del bienestar la muerte se ha convertido en un tema tabú, sobre el
que no gusta que se hable ni siquiera en los funerales. Y, sin embargo, el problema
de la muerte sigue ahí, como el más serio, inevitable y universal que puede
plantearse el hombre. Las esquelas mortuorias, las enfermedades incurables, los
accidentes de carretera o de trabajo, las catástrofes naturales o provocadas no
cesan de suscitar dicha cuestión.
En general el pensamiento materialista ha escamoteado el problema al poner el
sentido de la historia en un progreso sin término de la humanidad, en una salvación
abstracta donde nada se salva en concreto, dado que lo concreto, que es lo
realmente existente, nace, crece, muere y desaparece.
Sin embargo, todas las grandes civilizaciones, sin excepción, han afirmado la
supervivencia del hombre y han celebrado, de una u otra manera, el culto de los
muertos. Y es que el hombre ha intuido lúcidamente que sólo hay salvación real si
se da en totalidad, incluyendo la muerte. En el sentido de la muerte se juega el
sentido de la vida. Gracias a la ciencia se han logrado admirables progresos, pero si
no somos otra cosa que una caravana hacia la nada, como profesa el credo del
materialismo, la vida individual y colectiva, a la postre, sería la suprema frustración
de la humanidad.
Estos días nuestros cementerios reciben las visitas de miles de personas que, ante
los restos de los seres queridos, entrarán en comunión con ellos por el recuerdo, el
afecto y la plegaria. A los cristianos esos restos nos recuerdan que quienes los
habitaron fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, y que por
Él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna. Pascal estaba
convencido de que Dios no abandona jamás a los suyos, ni siquiera en el sepulcro.
Llegó a decir que el Espíritu Santo reposa invisiblemente en las reliquias de los que
han muerto en comunión con Dios, hasta que aparezcan transformados y gloriosos
en la resurrección.
Será una saludable meditación pensar que El Hijo de Dios asumió un cuerpo como
el nuestro, capaz de sufrir y de morir, que experimentó en carne propia ese
desgarro total, ese dolor indecible que ha hecho derramar tantas lágrimas, el
absoluto despojo que son la muerte y la sepultura. Pero la muerte de Cristo, el
punto más hondo de su entrega, su noche más larga y más oscura, acabó en un
radiante amanecer. La resurrección es la página más brillante escrita por Dios en
nuestra historia y la más decisiva para nosotros mismos: "Porque si nuestra
existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una
resurrección como la suya".
El evangelista Juan conservó unas palabras de Jesús que leemos el Día de los
Difuntos. Dichas desde abajo, pisando nuestra tierra, cuando estaba tocando ya los
duros momentos de su propia pasión y muerte, nos saben a gloria bendita: "No se
turbe vuestro corazón. En la casa de mi Padre hay muchas estancias. Cuando vaya
y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis
también vosotros. Y adonde yo voy ya sabéis el camino”. Tomás, el discípulo
pragmático, con ojos sólo para captar lo inmediato, le preguntó a Jesús: “ Señor, no
sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. La respuesta de Jesús
ilumina la vida y la muerte: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al
Padre sino por mí”
La muerte, el viaje sin retorno, es camino de ida y plenitud. Esto ciertamente no
nos dispensa de ese trago amargo que forma parte de la condición humana. Pero,
desde que Él lo pasó, esa puerta ya no es la de la desesperanza, sino la suprema
posibilidad abierta al hombre.
La Iglesia no cesa de recordar a los difuntos. Lo hace diariamente en las preces de
los fieles y en el corazón de la plegaria eucarística. En el cuerpo de Cristo, que
todos formamos, existe una misteriosa y real comunión de bienes entre los santos,
los necesitados de purificación y los que todavía somos peregrinos. ¿No nos llena de
amorosa solidaridad y confianza recitar los últimos artículos del Credo?: "Creo en la
comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne
y en la vida eterna".
Es un delicado gesto de amor encender un cirio o depositar unas flores ante las
tumbas de los seres queridos. Es todavía más bello, más eficaz y más creyente
cuando al recuerdo añadimos una oración llena de confianza y amor, iluminada y
transfigurada de esperanza.