BASÍLICA DE LETRÁN
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Somos piedras vivas, templo de Dios
Desde pequeños aprendimos el camino del templo de nuestro pueblo. Al poco
tiempo de nacer allí nos llevaron para ser bautizados e incorporarnos como
miembros vivos a Cristo, que es la piedra angular sobre la que se levanta todo el
edificio de la vida cristiana. Más tarde aprendimos a comportarnos en el templo:
santiguarnos, hacer la genuflexión, descubrir el lugar del Sagrario, los nombres de
los santos del retablo mayor, hablar en voz baja para no distraer a los demás,
rezar. Aprendimos a querer a nuestro templo como la casa solariega de esta gran
familia que es nuestra Iglesia.
Los cristianos han sentido desde siempre la necesidad de reservar lugares
concretos para celebrar la fe, encontrar a Dios y a los hermanos: Ahí están los
templos subterráneos clandestinos de las catacumbas, las basílicas nacidas después
de las persecuciones, los templos en que se han remansado las sucesivas
manifestaciones del arte: bizantinos, románicos, góticos, barrocos o los templos
funcionales de nuestros días. Catedrales hermosas o humildes ermitas de barriadas
pobres, “casas de Dios y de la comunidad”.
Jesús, hijo de un pueblo que tenía en el templo el exponente máximo de su
religiosidad y de su cultura, visitó varias veces el Templo de Jerusalén y, otras
muchas veces, la humildes sinagogas de Nazaret o de Cafarnaún.
En el Templo, Jesús niño fue presentado; al Templo subía cada año según la
tradición judía; en el Templo se quedó a la edad de doce años "porque tenía que
estar en las cosas de su Padre". Hasta un día desalojó del Templo a latigazo limpio
a quienes lo había convertido en cueva de ladrones.
Es templo de Dios, a su nivel, el cosmos, que proclama la gloria y belleza de Díos,
su creador. Y lo es cada hombre, templo vivo de Dios; Todo templo, además de
lugar de encuentro y oración, tiene un significado simbólico. El verdadero templo,
lugar de la presencia de Dios, es Cristo mismo, su propio cuerpo. Lo es, a otro
nivel, el cosmos, que proclama la gloria de Dios. Y lo es cada hombre, templo vivo
de Dios: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en
vosotros?”. -decía San Pablo-.
El templo es también imagen de la Iglesia, que allí se reúne y a la que todos
construimos, como piedras vivas de la misma.
Viene todo esto a propósito de la fiesta de la Dedicación de la Catedral-Basílica
Lateranense, que hoy, a pesar de ser domingo, celebra la liturgia de la Iglesia.
Tal día como hoy, un 9 de noviembre del año 324, los cristianos, pasadas las
persecuciones, dedicaron al Salvador la Basílica de Letrán sobre el monte Celio. Es
la Catedral del Obispo de Roma, del Papa. Allí residieron los sucesores de San Pedro
durante muchos siglos, y en ella tomaban posesión de su cargo. Se la considera,
por eso, la madre y cabeza de todas las iglesias del mundo.
Al igual que lo es el obispo en la Iglesia local, el Papa es el vínculo visible de
comunión entre todas las Iglesias, por ser el sucesor de Pedro, el obispo de Roma y
Pastor de la Iglesia universal. Si Roma guarda en su suelo y en sus piedras,
regadas con sangre de mártires, el testimonio más elocuente de la fidelidad
apostólica, la Catedral del Obispo de Roma es símbolo precioso de comunión no
sólo de la Iglesia de Roma, sino de la Iglesia universal, a la que está encargado de
confirmar en la fe.
Se trata, pues, de una fiesta que nos recuerda que estamos edificados sobre el
cimiento de los Apóstoles y, singularmente, de Pedro. Es una fiesta para renovar la
comunión y la fidelidad al sucesor de Pedro, para tomar conciencia de que todos los
bautizados somos piedras vivas de ese edificio espiritual que es la Iglesia, de la que
Cristo es la piedra angular.