BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 6 de marzo de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo presenta la conclusión del «Sermón de la montaña»,
donde el Señor Jesús, a través de la parábola de las dos casas, una construida
sobre roca y otra sobre arena, invita a sus discípulos a escuchar sus palabras y a
ponerlas en práctica (cf. Mt 7, 24). De este modo sitúa al discípulo y su camino de
fe en el horizonte de la Alianza, constituida por la relación que Dios estableció con
el hombre, a través del don de su Palabra, entrando en comunicación con nosotros.
El concilio Vaticano II afirma: «Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres
como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía». ( Dei
Verbum, 2). «En esta visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la
Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su
respuesta libre» ( Verbum Domini, 22). Jesús es la Palabra viva de Dios. Cuando
enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la
cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en
todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la
lectura del santo Evangelio, queda fascinado con él, reconociendo que en su
predicación, en sus gestos, en su Persona, él nos revela el verdadero rostro de
Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de
ser hijos del Padre que está en el cielo, indicándonos la base sólida sobre la cual
debemos edificar nuestra vida.
Pero a menudo el hombre no construye su obrar, su existencia, sobre esta
identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero,
pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la insuprimible demanda
de felicidad y de plenitud que lleva en su alma. Y nosotros, ¿sobre qué queremos
construir nuestra vida? ¿Quién puede responder verdaderamente a la inquietud de
nuestro corazón? ¡Cristo es la roca de nuestra vida! Él es la Palabra eterna y
definitiva que no hace temer ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia
(cf. Verbum Domini, 10). Que la Palabra de Dios impregne toda nuestra vida,
nuestro pensamiento y nuestra acción, como proclama la primera lectura de la
liturgia de hoy, tomada del libro del Deuteronomio : «Meted estas palabras mías en
vuestro corazón y en vuestra alma, atadlas a la muñeca como un signo y ponedlas
de señal en vuestra frente» (11, 18). Queridos hermanos, os exhorto a dedicar
tiempo cada día a la Palabra de Dios, a alimentaros de ella, a meditarla
continuamente. Es una ayuda preciosa también para evitar un activismo superficial,
que puede satisfacer por un momento el orgullo, pero que al final nos deja vacíos e
insatisfechos.
Invocamos la ayuda de la Virgen María, cuya existencia estuvo marcada por la
fidelidad a la Palabra de Dios. La contemplamos en la Anunciación, al pie de la cruz,
y ahora, partícipe de la gloria de Cristo resucitado. Como ella, queremos renovar
nuestro «sí» y encomendar con confianza a Dios nuestro camino.