Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Religiones de garaje
Deambulando por las calles de Sao Paolo, Brasil, me ha llamado la atención
encontrar una elevada cantidad de templos tipo garaje. Se trata de locales
comerciales, con cortina y candados, ubicados junto a una panadería, un taller
mecánico o una tienda de abarrotes. Algunos no superan los 90 m2. En una
misma calle conté seis de ellos. Un amigo me enseñó un periódico donde
incluso se venden indicando el número de fieles que asisten en promedio.
Brasil es un país exuberante y enormemente rico en recursos naturales. Su
población es gente alegre, sencilla, emotiva y muy acogedora.
En Sao Paolo como en todo el mundo, se constata con claridad la multiplicidad
de rebaños y de pastores de los que habla Jesucristo en el evangelio. ¡Cuántas
sectas existen en los Estados Unidos! Resulta imposible contabilizar el número
porque cada día nacen unas y se extinguen otras. Esta realidad nos conduce a
tres consideraciones:
En primer lugar está la innegable necesidad de lograr un encuentro con Dios.
La gente busca trascender, les hace falta algo que no logran conceptualizar,
pero que saben que les dará paz, que es capaz de curar sus enfermedades
físicas y sus dolencias morales; quieren llenar un vacío, encontrar una
respuesta al drama que se entreteje en cada hogar. El ateísmo tiene perdida la
jugada porque el corazón del hombre busca a Dios, aunque sea en una religión
de garaje.
En segundo lugar está la necesidad de encontrar una respuesta verdadera que
satisfaga sus anhelos y aspiraciones. El peligro está en caer en el escepticismo
a base de estar probando y decepcionándose. Hace falta quién les haga
escuchar las palabras de Cristo cuando nos dice: “ Hay muchos ladrones que
sólo buscan robar y destruir a las ovejas. Yo soy la puerta de las ovejas, si uno
entra por mí, estará a salvo y encontrará pasto. Yo he venido para dar vida y la
tengan en abundancia ” (Jn. 10).
Finalmente, está el saber dónde encontrar al Dios de las respuestas
verdaderas, si resulta que nadie ha visto a Dios jamás. En efecto, nadie lo ha
visto como es en sí mismo, sin embargo no es del todo invisible para nosotros
pues su amor se ha manifestado en Cristo, Hijo de Dios, que se hizo hombre.
Dios se ha hecho visible a través de su Palabra, en los Sacramentos y
especialmente en la Eucaristía. La prueba de que es auténtico está en que se
ha manifestado, es el único que se revela al hombre del antiguo y del nuevo
testamento y con su resurrección remata cualquier resquicio de duda. El que lo
encuentra puede decir con san Pablo: “Sé en quién he puesto mi esperanza”.
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