XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
P. Félix Jiménez Tutor, escolapio
Escritura:
Génesis 18, 20-32; Colosenses 2, 12-14;
Lucas 11, 1-13
EVANGELIO
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo: -Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les dijo: -Cuando oréis, decid: "Padre, santificado sea tu nombre,
venga tu reino,
danos cada día nuestro pan del mañana,
perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que
nos debe algo,
y no nos dejes caer en la tentación".
Y les dijo: -Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la media noche
para decirle: "Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de
viaje y no tengo nada que ofrecerle".Y, desde dentro, el otro le responde: "No me
molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo
levantarme para dártelos."
Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser
amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo yo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se
os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre de vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le
pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si
vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto
más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?
HOMILÍA
Un hombre soñó que era llevado al cielo. Deambulaba por el cielo cuando se
encontró con Jesucristo que le invitó a asomarse y contemplar lo que pasaba en la
tierra.
Vio una iglesia donde se celebraba la misa del domingo.
El organista tocaba entusiasmado y sus dedos se movían con gran agilidad y las
teclas subían y bajaban, pero no podía oír ningún sonido.
Veía el grupo de cantores, bocas abiertas, pronunciando todas las palabras, pero no
podía oír ningún sonido.
Veía al sacerdote y a los fieles que se levantaban y se sentaban y abrían sus bocas
para recitar las oraciones, pero no podía oír ningún sonido.
Asombrado, se dirigió a Jesús y le preguntó por qué no podía oír nada. Jesús le
contestó: "Tienes que entender que si no oran y cantan con sus corazones aquí no
podemos oírles".
¿Es este nuestro caso?
¿Oramos con nuestros corazones?
¿Estamos aquí, en la iglesia, no sólo con nuestros cuerpos sino también con
nuestros corazones?
Todos estamos de acuerdo en que el centro de la existencia de Jesús era una fe
inquebrantable en que Dios era su Padre.
Todos estamos de acuerdo en que Jesús era como nosotros en todo excepto en el
pecado.
Así pues podemos suponer que Jesús aprendió a orar como lo hacemos nosotros,
poco a poco, paso a paso.
Jesús gatearía alrededor del suelo de tierra de la casa y, en su propio lenguaje,
descubriría la palabra Abba. Por supuesto que no entendería lo que decía pero haría
a su Padre muy feliz.
Después aprendería de memoria las oraciones de su pueblo. Y aunque conociera el
significado de las palabras no podría incorporar esos sentimientos en su experiencia
infantil de la vida.
Cuando Jesús tenía doce años subió a Jerusalén y se perdió en el templo.
Recordemos lo que dijo a sus padres: "Tenía que ocuparme de las cosas de mi
Padre".
Lucas nos dice que María no entendió lo que le decía. ¿Sabía Jesús lo que decía?
Jesús alcanzó la madurez de la misma manera que nosotros. En esta etapa las
oraciones de los otros, curtidos por experiencias semejantes, se convierten en
nuestra oración.
Pero cada uno de nosotros tiene también experiencias vitales únicas y cuando las
conversamos con Dios se transforman en oración personal, en nuestra oración
única e irrepetible.
Un día Jesús decidió bautizarse y aquel día oyó una voz que le decía: "Tú eres mi
hijo muy amado". Y el Dios abstracto y general se convirtió en su Padre personal,
en la estrella que guiaría el resto de su vida.
Y murió diciendo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
Ya no eran suficientes las oraciones de los otros.
Ya no era suficiente orar al Padre de todos. Dios tiene que ser mi Dios. Dios
pertenece a todos, pero el Padre tiene que ser mi Padre amado y personal.
La vida de Jesús fue una oración de principio a fin y quiere que la nuestra lo sea
también.
Nos enseñó a orar al Padre con el Padre nuestro.
Nos enseñó a pedir lo mejor: el Espíritu Santo.
Nos recomendó hacerlo todos los días aunque sólo oigamos el eco de nuestras
propias voces. Esto no tiene que preocuparnos. Dios sabe si oramos con el corazón
y siempre escucha nuestra oración.
La eucaristía que celebramos es la oración de la iglesia, de la comunidad, y tengo
que hacerla mía.
Con Jesucristo, en Jesucristo y por Jesucristo ofrecemos este sacrificio a Dios
nuestro Padre.
Orar es tener alguien a quien podemos dar las gracias, alguien con quien podemos
hablar de todas nuestras cosas, sabiendo que no se cansará de nuestras
explicaciones y de nuestras peticiones. Pero tenemos que terminar nuestra oración.
¿Qué habría pasado si Abraham hubiera terminado su oración, si hubiera llegado
hasta el final de la lista?
Probablemente no había en la ciudad ni un inocente y aquí tampoco, pero eso es lo
de menos. Dios quiere que persistamos en la oración pero somos poco atrevidos.