“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador”
Jn 15, 1-8
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
¡SUPREMA BELLEZA LA DE LA FE! ¡GRANDIOSO PANORAMA EL DE UNA VIDA
DIVINIZADA!
Debo caer en la cuenta de que el cristianismo no es sólo un mensaje, sino una vida. No
afecta sólo a la mente, sino que nos hace dar un salto cualitativo en el orden del ser. No es
sólo algo iluminador, sino transformador. Es la vida divina derramada en mí por Cristo, que
vivifica mi existencia gracias a mi comunión con él. ¿Quién puede darme la vida divina, la
participación en la vida inmortal, una vida más allá de toda imaginación, sino Dios mismo?
No puedo subir al cielo, sólo puedo recibir lo que del cielo me viene dado. Y lo recibo
estando en comunión con Cristo, la vid, y con los hermanos, los otros sarmientos. El Padre
da la vida al Hijo y el Hijo la transmite a los que están unidos a él: ésa es la realidad que lo
transforma todo.
¿Pienso alguna vez en la unicidad de la “vida divina”? Esta expresión puede parecernos a
veces vaga, dado que no es verificable con instrumentos humanos, pero es decisiva,
porque es la razón de mi “ser hijo” de Dios, de mi vida definitiva con él, una vida que será
vida de «familia» con la inaccesible y gloriosa Trinidad, puesto que ahora soy
“consanguíneo” suyo. El punto de soldadura insustituible entre lo divino y lo humano sigue
siendo Jesús y la comunión con él. Jesús es insustituible para mi vida de hijo de Dios; él me
convierte en un sarmiento sano con su palabra, él me hace llegar la linfa vital de la
inmortalidad, una linfa que viene de la eternidad y sumerge en la eternidad.
¡Suprema belleza la de la fe! ¡Grandioso panorama el de una vida divinizada!
ORACION
Oh Jesús, ¡cuán grande y decisivo eres! Contigo estoy vivo, sin ti estoy muerto. Contigo me
arrolla el río inmortal de la vida divina y me lleva hacia el océano divino, ilimitado y sin
ocaso. Contigo lo soy todo, sin ti no soy nada.
Te doy gracias, Señor, lleno de admiración, por haber venido a unirme con la eternidad;
más aún, con el Padre, fuente de la vida perenne. Atame a ti, para que no sea yo un
sarmiento cortado, un sarmiento sin fruto. Mantén viva en mí la conciencia de la necesidad
de mi comunión contigo. Por eso te presento toda la necesidad que tengo de la Palabra que
me une a ti, de la eucaristía que me alimenta de ti, del mandamiento nuevo que me une con
mis hermanos y produce el fruto precioso de la fraternidad, del testimonio de tu nombre, que
llena de racimos maduros mi sarmiento.
Pódame, Señor, con tu Palabra y sostén mi compromiso de dar frutos duraderos en los
campos de la fraternidad, de la veneración y del amor a tu santo nombre, nombre de vid,
nombre de vida, nombre de frutos que maduran para la eternidad.