La comunión con Cristo
Homilía para el Domingo sexto de Pascua (Ciclo A)
La fe es la adhesión personal de cada uno de nosotros a Jesucristo, el
Señor. Creer supone conocer y amar, sin que podamos establecer una
separación tajante entre ambas dimensiones. En la medida en que amemos
más a Jesucristo, mejor lo conoceremos y, a su vez, cuanto más lo
conozcamos más lo amaremos.
En este proceso de identificación con el Señor se hace concreta la vocación
fundamental de todo hombre, que no es otra que participar en la plenitud
de la vida divina: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí
mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre
para que tenga parte en su vida bienaventurada” ( Catecismo 1).
La adhesión a Jesucristo comporta querer lo que Él quiere y hacer lo que Él
hace. Como ha explicado Benedicto XVI: “ Idem velle, idem nolle , querer lo
mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el
auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a
un pensar y desear común” ( Deus caritas est 17). Este pensar y desear
común se expresa, para el seguidor de Cristo, en el cumplimiento de los
mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”, dice el Seor
( Jn 14,15).
Esta observancia de los mandatos de Jesús no es una imposición externa,
una carga pesada, sino que se trata de una exigencia que brota del amor.
San Agustín decía que “el amor debe demostrarse con obras, para que su
nombre no sea infructuoso”: “Quien los tiene presentes [los mandamientos]
en la memoria y los guarda en la vida; quien los tiene en sus palabras, y los
practica en sus obras; quien los tiene en sus oídos, y los practica haciendo;
quien los tiene obrando y perseverando, „Ese es el que me ama‟ ”.
La vivencia de la fe que se manifiesta en el amor prepara para recibir con
fruto al Espíritu Santo: “el que ama tiene ya al Espíritu Santo, y teniéndolo
merece tenerlo más, y teniéndole más merece amar más”, dice también
San Agustín. Jesús promete enviar a los suyos “otro Defensor”, otro
“Paráclito” ( Jn 14,16). El “paráclito” es el “valedor”, el que ayuda a aquel a
cuyo lado se encuentra. A través de Jesucristo, el Padre nos envía al
Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que esté a
nuestro lado y nos ayude.
¿En qué consiste esta ayuda? Como maestro interior, el Espíritu Santo
permite a la Iglesia mantener viva la enseñanza de Jesús y avanzar en su
comprensin: Él “os enseará todo y os recordará todas las cosas que os he
dicho” ( Jn 14,26). Es el Espíritu Santo quien, con los discípulos, da
testimonio de Jesucristo (cf Jn 15,26). Él es también, en medio de las
pruebas y de las dificultades, el que guía y da seguridad a los creyentes (cf
Jn 16,8).
El Espíritu Santo hace posible una comunión interior y profunda entre cada
uno de nosotros y Jesucristo. El Señor, tras el paso de su Muerte y
Resurrección, no nos deja desamparados, huérfanos o indefensos. Nuestra
relación con Él no se ve interrumpida, confinada a los terrenos de la
nostalgia, sino que es una relación viva y actual, pues Jesús establece con
nosotros un vínculo análogo al que lo une a Él con el Padre: “yo estoy con
mi padre, vosotros conmigo y yo con vosotros” ( Jn 14,20).
En la Eucaristía este vínculo se fortalece. En la santa Misa, el Espíritu Santo
hace presente el Misterio de Cristo para reconciliarnos con Él, para
conducirnos a la comunin con Dios y para que demos “mucho fruto”.
Guillermo Juan Morado.