LA TRINIDAD: UNA VERDAD PARA VIVIR
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Todo lenguaje humano sobre Dios es imperfecto. Las definiciones en que
intentamos encerrarle seguramente dicen más de nosotros mismos que de Él.
Aunque fueron necesarios varios concilios de la Iglesia para acabar definiendo la
Trinidad, la verdad es todo estaba ya dado desde el principio en los evangelios,
especialmente en el evangelio de san Juan.
Nicodemo era “maestro” en Israel, un conspicuo representante de los medios
intelectuales judíos, pero no entendía nada. Una noche fue a ver a Jesús. De lo que
hablaron leemos un extracto en el evangelio de hoy. Hay realidades en cuya
comprensión se adelanta poco discutiendo. Se necesita algo así como un nuevo
nacimiento. Nacer de lo alto.
La Trinidad no es sólo un dogma para creer; es, sobre todo, una verdad para vivir;
no es un rompecabezas intelectual, sino una realidad más simple: que Dios en sí
mismo es amor. No hay amor sin amante, no hay amante sin amado. Sin la
Trinidad -Padre, Hijo y Espíritu Santo- nos sería difícil entender que Dios es amor.
Amor que ha asumido rostro humano en el Hijo: “Tanto amo Dios al mundo que le
entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él tenga vida eterna, porque
Dios no envió su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por
Él”. El Padre y el Hijo nos han abrazado en su amor dándonos el Espíritu Santo. Lo
que Dios es en sí mimo es lo que nos manifiesta al comunicarse. Es el misterio del
que todo procede, la fuente que alimenta toda vida cristiana, el hogar hacia el que
nos encaminamos. Por eso, esta fiesta ha de ser un cántico de alabanza al Padre
que nos ama, al Hijo que nos ha redimido, al Espíritu Santo que nos santifica.
Juan Pablo II nos recordó reiteradamente que “Dios, en su misterio más íntimo, no
es soledad, sino familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la
esencia de la familia que es el amor”.
En el siglo de la imagen es hermoso constatar que es en el matrimonio, en la
familia humana, donde Dios ha querido plasmar la imagen más bella de sí mismo.
No sólo vivimos, sino que convivimos. Dios es unión y comunión, unidad y
pluralidad. Eco de esa pluralidad en la unidad es la familia. La familia lleva la marca
divina de su denominación de origen.
Pero hoy quiero hablaros de otra familia tan atípica como real: la que forman
nuestros monasterios de vida contemplativa. Porque hoy celebra la Iglesia la
Jornada pro Orantibus (contemplativos).
Los contemplativos, ellos y ellas, fueron llamados por Dios a hacer una comunidad
no basada en lazos de la carne o de la sangre, sino en el amor, para que teniéndolo
todo en común fueran en la tierra anticipo y profecía de la familia hacia la que nos
encaminamos, la familia divina de la que ya formamos parte, aunque sea en la
oscuridad de la fe.
Nuestra diócesis tiene la suerte de contar con seis monasterios femeninos de vida
contemplativa. No realizan, como otras instituciones de la vida consagrada activa,
una labor de eficacia visible, pero, permaneciendo en el manantial de la comunión
trinitaria, viven en el corazón de la Iglesia, en la fuente de su ser y de su vitalidad
apostólica.
“Hay instituciones eclesiales, decía yo el año pasado con motivo de esta jornada,
que han surgido para sanar los cuerpos; otras, para sanar la inteligencia mediante
la enseñanza, o para promover la justicia y la solidaridad. Lo específico de la vida
contemplativa es la alabanza filial y la intercesión ante el Padre prolongando así el
latido esponsal del corazón de la Iglesia. Tal tarea no es exclusiva de los
contemplativos, sino de todos, pero ellos y ellas lo asumen como quehacer propio,
garantizando así su cumplimiento”.
Las hermanas contemplativas son como los ojos siempre abiertos de nuestra
Iglesia, como el corazón que nunca deja de latir, vivificando al cuerpo eclesial. Con
su vida pobre, virginal y escondida, pero inmensamente feliz, son estación para
repostar energías espirituales, nos enseñan a relativizar muchas cosas, proclaman
los valores esenciales. Su vida, hecha ofrenda a Dios por el mundo, se hace
reparadora de nuestros olvidos, ingratitudes y desafectos. Son voz de quienes o no
tienen voz, o no han descubierto todavía que la vida es un don de Dios Padre.
Acojamos hoy agradecidos el mensaje que nos llega, luminoso y fraterno, desde la
"soledad sonora" de nuestros monasterios. Acogerlo como un artículo de primera
necesidad para no perder las claves de la existencia, los ejes de la vida; para no
andar desnortados, sin sentido.
Valorad y agradeced el servicio de estas hermanas. Ayudadlas y orad por ellas,
para que no les falten vocaciones. En sus casas no vais a encontrar confort ni
riquezas, pero encontraréis siempre el regalo de una sonrisa amiga, limpia y
transparente, amor gratuito, susurros de Dios, bocanadas de aire fresco en medio
de la sequía espiritual que nos aqueja. Su vida fraterna, en que todo se tiene en
común, quiere ser, aunque pobre y humildemente, profecía y anticipo de la
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hacia la que nos encaminamos. A
lo mejor es verdad que los contemplativos ofrecen más pistas de futuro al mundo
que todos los tecnócratas juntos.