CORPUS CHRISTI
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
El pan para la vida del mundo
A diferencia de los otros tres evangelistas, san Juan no cuenta la institución de la
Eucaristía en la tarde del Jueves Santo, sino el lavatorio de los pies. Sin embargo,
tras el milagro de la multiplicación del pan, con el que Jesús da de comer a una
multitud hambrienta, el evangelista pone en boca de Jesús un largo discurso sobre
“el Pan de Vida”, del que leeremos algunos fragmentos en la fiesta del Corpus.
Para la cultura mediterránea el pan es algo tan básico que se ha convertido en
prototipo y símbolo de la alimentación. Qué bien lo decía el bueno de Berceo
escribiendo sobre el sacrifico de la Misa: “Todo el comer nombramos cuando el pan
decimos”. El pan es símbolo también de la vida.
Jesús, movido a compasión, se preocupó de las necesidades inmediatas de la
gente. Ahí está la multiplicación del pan para dar de comer a la multitud que le
seguía, el dar vista a los ciegos o hacer andar a los cojos y paralíticos. Pero sabía
que en el corazón del hombre existen otras hambres y otras necesidades más
hondas que el mismo comer. Por eso, se presenta como Pan de vida, como Luz y
Salvación.
¿Qué es vivir para nosotros? ¿Qué tipo de anemias espirituales nos aquejan? ¿Qué
alimenta y da sentido a nuestra vida?: “El pan que yo os daré es mi carne para la
vida del mundo”. La carne, en sentido bíblico, es más que el compuesto orgánico
material, es la totalidad de la persona. El pan que Jesús da es él mismo. Comer la
carne y beber la sangre de Jesús es entrar en comunión con su amor, con su
entrega, con el don de sí mismo, con su muerte y con su vida resucitada y gloriosa.
“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él”.
“Permanecer” es una palabra muy querida por san Juan. Es un tema largamente
desarrollado por el evangelista en la tarde del Jueves Santo con la alegoría de la
“vid”. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí da frutos en
abundancia, porque, sin mí, no podéis hacer nada”. Son las palabras más
pretenciosas que un hombre jamás haya pronunciado. Palabras escandalosas, si no
fueran divinas.
“Comer la carne y beber la sangre”… Cuando Juan escribía estas cosas hacía unos
sesenta años que los cristianos venían celebrando la comida mística de la
Eucaristía. Efectivamente, en la misa hay dos signos distintos: el pan, materia
sólida que haya que masticar; el vino, materia líquida que hay que beber. ¡Cómo no
pensar, al hablar de la sangre derramada, en la manera en que Jesús ha muerto en
la cruz! La misa nos remite al Gólgota, al sacrifico cruento de quien se ha dado por
amor hasta la muerte. Comulgar con Jesús no puede reducirse a una fracción de
unos minutos; abarca el transcurrir de nuestras vidas entregadas por amor. La
comunión eucarística no tiene sentido si no alimenta una comunión existencial.
“Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así el que
me come vivirá por mí” La Eucaristía bien vivida nos cristifica. Es elocuente la
imagen de la asimilación del alimento. En el ciclo de la naturaleza, siempre el
superior asimila al inferior: el vegetal trasforma en sustancia propia la materia
inorgánica; y lo mismo hace el animal con los vegetales de que se alimenta. Así
Cristo nos asimila a él mismo, como explicaba a sus fieles san Agustín.
La Eucaristía no es algo inocuo, puro deleite espiritualista e intimista. Tiene fuerza
transformadora, revolucionaria. A lo largo de la historia del cristianismo, de la
Eucaristía han brotado los gestos más gratuitos de entrega y de servicio. Por la
fuerza de la Eucaristía, cuando ésta es bien vivida, se han escrito los gestos de más
exquisitos humanismo. Si viviéramos bien la Eucaristía seguramente volveríamos a
ver cómo el pan se parte, se multiplica y se comparte en nuestras manos.
Si en el Jueves Santo celebramos con gratitud y asombro la institución de la
Eucaristía como memorial de la entrega de Jesús hasta la muerte, el día del Corpus
proclamamos y adoramos con gozo la presencia de Cristo en el pan y vino
eucarísticos. Por eso, la gente sencilla de nuestros pueblos adorna los balcones,
alfombra las calles de tomillo y romero o lanza pétalos de rosas al paso de la
custodia. En algunos lugares de nuestra Diócesis, las alfombras con que ado rnan
primorosamente las calles se han hecho famosas, como verdaderas obras de arte.
Ofrezcamos hoy nuestro homenaje al Señor, que quiso quedarse con nosotros en la
Eucaristía, reconozcamos su presencia sacramental en los símbolos eucarísticos. Y
no olvidemos el compromiso de amor que brota de la Eucaristía. Por ser la fiesta de
la Eucaristía es el Día nacional de Caridad. En la media en que vivamos más
intensamente la Eucaristía, nuestra Caridad será más vigorosa.