XII DOMINGO T. ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Ante mis miedos...
Es bien sabido que una de las diferencias significativas entre un comportamiento
infantil y un comportamiento adulto es que, ante situaciones nuevas o
desconocidas, en el primero predomina la búsqueda de seguridad, en el segundo,
en cambio, la acometividad. ¿Quién no ha visto alguna vez a un niño corriendo a
refugiarse entre las faldas de su madre ante cualquier novedad que entrañara algún
peligro real o imaginado? ¡Cuántas veces el regazo materno fue cobijo ante el que
se desvanecían las pesadillas de nuestros sueños infantiles!
Al ir creciendo, todos hemos presumido de haber superado los miedos. Bien que lo
disimulamos, precisamente para no ser tratados como niños. ¿Quién no recuerda
haber cantado, alardeando de valiente, cuando le mandaban a buscar algo al viejo
desván de la casa? Los mayores sabían que cantábamos porque teníamos miedo y,
a veces, hasta tenían el descaro de decírnoslo a la cara.
Las cosas no cambian del todo con los años, aunque vayamos de valientes por la
vida. Ante un insignificante dolor o un posible revés de fortuna nos echamos a
temblar. Y es que, aunque nos guste proclamar aquello de "¿quién dijo miedo?",
hay que reconocer que "el miedo es libre".
Bastaría para probar lo anterior ver cómo nos rodeamos de seguros de todo tipo:
seguros de vejez o enfermedad, seguros contra incendios o inclemencias climáticas,
seguros para el automóvil y la vivienda. Los sicólogos han puesto en evidencia que,
cuando llegamos a los fondos de las personas, determinados comportamientos
arrogantes no son otra cosa que el síntoma con que se disimula un complejo de
inseguridad y miedo.
Con lo anterior no quiero decir que sea ilegítima la búsqueda sensata de seguridad
en un mundo cada vez más inseguro, pero me da pie para poner de relieve la
afirmación de Jesús en el evangelio de este domingo: "No tengáis miedo a los que
matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed al que puede destruir con
el fuego alma y cuerpo".
Se refiere Jesús a la posibilidad de traicionar nuestra conciencia, olvidar las
fidelidades a las que nos debemos hasta poner en peligro la salvación eterna,
sacrificar lo definitivo en aras de lo inmediato. Ese tendría que ser nuestro real
temor. Lo que más daña a la Iglesia no son las persecuciones sino las cobardías.
Tendría infundirnos confianza la certeza de que Dios se interesa por nosotros, que a
sus ojos valemos infinitamente más que las aves del cielo y los lirios del campo. El
Cardenal Cardjin, fundador de la JOC, solía repetir que "el alma de un joven
trabajador vale ante Dios más que todo el oro del mundo".
Si creyéramos de verdad que Dios es nuestro Padre, viviríamos sin miedo, en la
certeza de que nada definitivamente malo nos puede suceder. Pero ese es el
problema, que lo olvidamos. Por eso, a la hora de recibir el sacramento de la
confirmación pedimos para los confirmandos, como don del Espíritu, el temor de
Dios, que no es vivir temiendo a Dios, sino, más bien, temer que nos olvidemos de
El, que le volvamos la espalda y perdamos el verdadero fundamento de nuestra
vida Este santo temor de Dios es, como dice la Escritura, principio de sabiduría.
En las Actas de los mártires de los primeros siglos, documentos civiles en que se
recoge el verbal de los procesos, encontramos testimonios admirables de fortaleza
y fidelidad. Recuerdo ahora el proceso del obispo Cipriano, hombre de cultura,
pagano, célebre maestro de retórica, que en su madurez se concierte al
cristianismo, se hace sacerdote y, más tarde, es elegido obispo de Cartago. Cuando
arrecia la persecución es arrestado, y el procónsul romano le interroga: “¿ Tú eres el
jefe aquí de esa secta sacrílega de los cristianos?”. Él responde: - “ Sí, lo soy”. –“El
Emperador ha ordenado que ofrezcas sacrificios a los dioses”- “No lo haré”. Todavía
el procónsul, que quería salvarlo, porque lo conoce y estima como hombre de
cultura, intenta que abjure de sus creencias: -“Reflexiona: ¿Sabes que, si
perseveras en esta sacrílega secta, serás torturado y decapitado?” -“ Lo sé”.
Bellísima la respuesta de Cipriano: “¿Reflexionar? No tengo necesidad de
reflexionar en algo que para mí es tan claro”. Al oír la sentencia que ordena que sea
decapitado, Cipriano responde con serenidad: “Sean dadas gracias a Dios”.
Es verdad que en nuestra Iglesia abundamos los mediocres, pero no es menos
cierto que la lista de creyentes como Cipriano sería interminable. Bastaría, para
confirmarlo, con repasar las actas de los mártires de ayer…y de hoy.