JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
DE DIECINUEVE DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA
Basílica de San Pedro
IV Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Según una hermosa tradición, el domingo "del Buen Pastor" el Obispo de Roma se
reúne con su presbiterio para la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis.
Cada vez es un gran don de Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros
un profundo sentimiento de fe y agradecimiento al vivir esta celebración. En este
clima me complace saludar al cardenal vicario Agostino Vallini, a los obispos
auxiliares, a los demás hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y, con
especial afecto, a vosotros, queridos diáconos candidatos al presbiterado,
juntamente con vuestros familiares y amigos.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece abundantes sugerencias para
la meditación: consideraré algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble
sobre el camino de vuestra vida y sobre vuestro ministerio.
"Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos"
( Hch 4, 11-12). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles —la primera lectura—,
impresiona y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús:
Pedro, que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que él, Jesús, es "la
piedra". En efecto, la única roca verdadera es Jesús. El único nombre que salva es
el suyo. El apóstol, y por tanto el sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su
propia identidad, de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es
totalmente relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en su
propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos,
puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf. Hch 4, 10).
En el caso de Pedro, el milagro que acaba de realizar manifiesta esto de modo
evidente. Y también la referencia a lo que dice el Salmo es esencial: "La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" ( Sal 117, 22). Jesús fue
"desechado", pero el Padre lo prefirió y lo puso como cimiento del templo de la
Nueva Alianza. Así, el apóstol, como el sacerdote, experimenta a su vez la cruz, y
sólo a través de ella llega a ser verdaderamente útil para la construcción de la
Iglesia. Dios quiere construir su Iglesia con personas que, siguiendo a Jesús, ponen
toda su confianza en Dios, como dice el mismo Salmo: "Mejor es refugiarse en el
Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los
jefes" ( Sal 117, 8-9).
Al discípulo le toca la misma suerte del Maestro, que, en última instancia, es la
suerte inscrita en la voluntad misma de Dios Padre. Jesús lo confesó al final de su
vida, en la gran oración llamada "sacerdotal": "Padre justo, el mundo no te ha
conocido, pero yo te he conocido" ( Jn 17, 25). También lo había afirmado antes:
"Nadie conoce al Padre sino el Hijo" ( Mt 11, 27). Jesús experimentó sobre sí el
rechazo de Dios por parte del mundo, la incomprensión, la indiferencia, la
desfiguración del rostro de Dios. Y Jesús pasó el "testigo" a los discípulos: "Yo —
dice también en su oración al Padre— les he dado a conocer tu nombre y se lo
seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos" ( Jn 17, 26).
Por eso el discípulo, y especialmente el apóstol, experimenta la misma alegría de
Jesús al conocer el nombre y el rostro del Padre; y comparte también su mismo
dolor al ver que Dios no es conocido, que su amor no es correspondido. Por una
parte exclamamos con alegría, como san Juan en su primera carta : "Mirad qué
amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"; y, por
otra, constatamos con amargura: "El mundo no nos conoce porque no lo conoció a
él" ( 1 Jn 3, 1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes, lo experimentamos: el
"mundo" —en la acepción que tiene este término en san Juan— no comprende al
cristiano, no comprende a los ministros del Evangelio. En parte porque de hecho no
conoce a Dios, y en parte porque no quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer
a Dios, para que no lo perturbe su voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus
ministros; eso podría ponerlo en crisis.
Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este "mundo",
interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia, contagiando a sus
miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra "mundo" san Juan
indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede
contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la contamina; por eso requiere vigilancia
y purificación constantes. Hasta que Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no
serán plenamente "semejantes a él" ( 1 Jn 3, 2). Estamos "en" el mundo y corremos
el riesgo de ser también "del" mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad. Y,
de hecho, a veces lo somos.
Por eso Jesús, al final, no rogó por el mundo —también aquí en ese sentido—, sino
por sus discípulos, para que el Padre los protegiera del maligno y fueran libres y
diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf. Jn 17, 9.15). En aquel
momento, al final de la última Cena, Jesús elevó al Padre la oración de
consagración por los Apóstoles y por todos los sacerdotes de todos los tiempos,
cuando dijo: "Conságralos en la verdad" ( Jn 17, 17). Y añadió: "Por ellos me
consagro yo, para que ellos también sean consagrados en la verdad" ( Jn 17, 19).
Ya comenté estas palabras de Jesús en la homilía de la Misa Crismal , el pasado
Jueves santo. Hoy me remito a esa reflexión, haciendo referencia al evangelio del
buen pastor, donde Jesús declara: "Yo doy mi vida por las ovejas" ( Jn 10,
15.17.18).
Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en esta entrega de Cristo, mediante el
sacramento del Orden, y entrar con todo su ser. Jesús dio la vida por todos, pero
de modo particular se consagró por aquellos que el Padre le había dado, para que
fueran consagrados en la verdad, es decir, en él, y pudieran hablar y actuar en su
nombre, representarlo, prolongar sus gestos salvíficos: partir el Pan de la vida y
perdonar los pecados. Así, el buen Pastor dio su vida por todas las ovejas, pero la
dio y la da de modo especial a aquellas que él mismo, "con afecto de predilección",
ha llamado y llama a seguirlo por el camino del servicio pastoral.
Además, Jesús rogó de manera singular por Simón Pedro, y se sacrificó por él,
porque un día, a orillas del lago Tiberíades, debía decirle: "Apacienta mis ovejas"
( Jn 21, 16-17). De modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración
personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en cuanto tal está habilitado
para colaborar con él en el apacentamiento de la grey, que compete de modo total
y exclusivo al Señor.
Aquí quiero tocar un punto que me interesa de manera particular: la oración y su
relación con el servicio. Hemos visto que ser ordenado sacerdote significa entrar de
modo sacramental y existencial en la oración de Cristo por los "suyos". De ahí
deriva para nosotros, los presbíteros, una vocación particular a la oración, en
sentido fuertemente cristocéntrico: estamos llamados a "permanecer" en Cristo —
como suele repetir el evangelista san Juan (cf. Jn 1, 35-39; 15, 4-10)—, y este
permanecer en Cristo se realiza de modo especial en la oración. Nuestro ministerio
está totalmente vinculado a este "permanecer" que equivale a orar, y de él deriva
su eficacia.
Desde esta perspectiva debemos pensar en las diversas formas de oración de un
sacerdote, ante todo en la santa misa diaria. La celebración eucarística es el acto de
oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que
reciben su "savia" también las otras formas: la liturgia de las Horas, la adoración
eucarística, la lectio divina , el santo rosario y la meditación. Todas estas formas de
oración, que tienen su centro en la Eucaristía, hacen que en la jornada del
sacerdote, y en toda su vida, se realicen las palabras de Jesús: "Yo soy el buen
pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el
Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas" ( Jn 10, 14-15).
En efecto, este "conocer" y "ser conocido" en Cristo, y mediante él en la santísima
Trinidad, es la realidad más verdadera y más profunda de la oración. El sacerdote
que ora mucho, y que ora bien, se va desprendiendo progresivamente de sí mismo
y se une cada vez más a Jesús, buen Pastor y Servidor de los hermanos. Al igual
que él, también el sacerdote "da su vida" por las ovejas que le han sido
encomendadas. Nadie se la quita: él mismo la da, en unión con Cristo Señor, que
tiene el poder de dar su vida y el poder de recuperarla no sólo para sí, sino también
para sus amigos, unidos a él por el sacramento del Orden. Así, la misma vida de
Cristo, Cordero y Pastor, se comunica a toda la grey mediante los ministros
consagrados.
Queridos diáconos, que el Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he
comentado brevemente, en vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y
duraderos. Lo pedimos por intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así
como de san Juan María Vianney, el cura de Ars, bajo cuyo patrocinio he puesto el
próximo Año sacerdotal. Os lo obtenga la Madre del buen Pastor, María santísima.
En todas las circunstancias de vuestra vida contempladla a ella, estrella de vuestro
sacerdocio. Como a los sirvientes en las bodas de Caná, también a vosotros María
os repite: "Haced lo que él os diga" ( Jn 2, 5). Siguiendo el ejemplo de la Virgen,
sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser, en el ejercicio fiel
de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón de Dios.
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana