SANTA MISA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Domingo de Pascua, 12 de abril de 2009
Queridos hermanos y hermanas :
«Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» ( 1 Co 5,7). Resuena en este día la
exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de
la primera Carta a los Corintios . Un texto que se remonta a veinte años apenas
después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una
síntesis impresionante —como es típico de algunas expresiones paulinas— la plena
conciencia de la novedad cristiana. El símbolo central de la historia de la salvación
— el cordero pascual — se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente «nuestra
Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto,
prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley
mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios
«inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente
en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos en el Templo de
Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo durante la
Última Cena, poniéndose en el lugar —bajo las especies del pan y el vino— de los
elementos rituales de la cena de la Pascua. Así, podemos decir que Jesús,
realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua y la ha
transformado en su Pascua.
A partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la
interpretación de san Pablo sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua
costumbre judía, según la cual en la Pascua había que limpiar la casa hasta de las
migajas de pan fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que había pasado
con los antepasados en el momento de su huída de Egipto: teniendo que salir a
toda prisa del país, llevaron consigo solamente panes sin levadura. Pero, al mismo
tiempo, «los ázimos» eran un símbolo de purificación: eliminar lo viejo para dejar
espacio a lo nuevo. Ahora, como explica san Pablo, también esta antigua tradición
adquiere un nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es el paso
de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo, como el verdadero
Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus
discípulos —gracias a Él y por medio de Él— podemos y debemos ser «masa
nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del pecado: ya no
más malicia y perversidad en nuestro corazón.
«Así, pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la
verdad». Esta exhortación de san Pablo con que termina la breve lectura que se ha
proclamado hace poco, resuena aún más intensamente en el contexto del Año
Paulino. Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol;
abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que
nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del
Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En la secuencia pascual, como haciendo eco
a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum surrexisse / a
mortuis vere» —sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda. Sí, éste
es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el
grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está
vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de su amor que
ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua se
propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya . Cantémoslo con la boca,
cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo»,
simple, humilde, y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea: /
precedet vos in Galileam » — ¡Resucitó de veras mi esperanza! Venid a Galilea, el
Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del
mundo. Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.
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