FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
SANTA MISA Y BAUTISMO DE LOS NIÑOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Capilla Sixtina
Domingo 11 de enero de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: "Tú
eres mi Hijo amado, en ti me complazco" ( Mc 1, 11), nos introducen en el corazón
de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de
Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos permite meditar en el
nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el esplendor luminoso
de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de
Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el
Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor
no se cansa de repetirnos: "Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que
desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí". El
Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de un
niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse
pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente
abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera
grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.
El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es
precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes
en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al
amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces
de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar
con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la
cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a
nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por
decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el
que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la
promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal
que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y
sentirnos amados por él.
Queridos amigos, estoy verdaderamente feliz porque también este año, en este día
de fiesta, tengo la oportunidad de bautizar a algunos niños. Sobre ellos se posa hoy
la "complacencia" de Dios. Desde que el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el
cielo realmente se abrió y sigue abriéndose, y podemos encomendar toda nueva
vida que nace en manos de Aquel que es más poderoso que los poderes ocultos del
mal. En efecto, esto es lo que implica el Bautismo: restituimos a Dios lo que de él
ha venido. El niño no es propiedad de los padres, sino que el Creador lo confía a su
responsabilidad, libremente y de modo siempre nuevo, para que ellos le ayuden a
ser un hijo libre de Dios. Sólo si los padres maduran esta certeza lograrán
encontrar el equilibrio justo entre la pretensión de poder disponer de sus hijos
como si fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y
deseos, y la actitud libertaria que se expresa dejándolos crecer con plena
autonomía, satisfaciendo todos sus deseos y aspiraciones, considerando esto un
modo justo de cultivar su personalidad.
Si con este sacramento el recién bautizado se convierte en hijo adoptivo de Dios,
objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del
maligno, es preciso enseñarle a reconocer a Dios como su Padre y a relacionarse
con él con actitud de hijo. Por tanto, según la tradición cristiana, tal como hacemos
hoy, cuando se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de Dios y de sus
enseñanzas, no se los fuerza, sino que se les da la riqueza de la vida divina en la
que reside la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios; una libertad
que deberá educarse y formarse con la maduración de los años, para que llegue a
ser capaz de opciones personales responsables.
Queridos padres, queridos padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me
uno a vuestra alegría por estos niños que hoy renacen a la vida eterna. Sed
conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que, con el
sacramento que hoy reciben, introduce a vuestros hijos en una nueva familia, más
grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me refiero a la familia de
los creyentes, a la Iglesia, una familia que tiene a Dios por Padre y en la que todos
se reconocen hermanos en Jesucristo. Así pues, hoy vosotros encomendáis a
vuestros hijos a la bondad de Dios, que es fuerza de luz y de amor; y ellos, aun en
medio de las dificultades de la vida, no se sentirán jamás abandonados si
permanecen unidos a él. Por tanto, preocupaos por educarlos en la fe, por
enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús, y con su ayuda, "en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" ( Lc 2, 52).
Volviendo ahora al pasaje evangélico, tratemos de comprender aún más lo que
sucede hoy aquí. San Marcos narra que, mientras Juan Bautista predica a orillas del
río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión con vistas a la venida ya
próxima del Mesías, he aquí que Jesús, mezclado entre la gente, se presenta para
ser bautizado. Ciertamente, el bautismo de Juan es un bautismo de penitencia, muy
distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, en aquel momento ya se
vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una
voz desde cielo y baja sobre él el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo
proclama como su hijo predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica
universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección.
Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal y
total. Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán
para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que se efunde en nosotros
la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y nos salva. Es el Hijo amado del
Padre, en el que él se complace, quien adquiere de nuevo para nosotros la dignidad
y la alegría de llamarnos y ser realmente "hijos" de Dios.
Dentro de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad que hoy
celebramos; los signos y símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a
comprender lo que el Señor realiza en el corazón de estos niños, haciéndolos
"suyos" para siempre, morada elegida de su Espíritu y "piedras vivas" para la
construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. La Virgen María, Madre de
Jesús, el Hijo amado de Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias y los acompañe
siempre, para que puedan realizar plenamente el proyecto de salvación que, con el
Bautismo, se realiza en su vida. Y nosotros, queridos hermanos y hermanas,
acompañémoslos con nuestra oración; oremos por los padres, los padrinos y las
madrinas y por sus parientes, para que les ayuden a crecer en la fe; oremos por
todos nosotros aquí presentes para que, participando devotamente en esta
celebración, renovemos las promesas de nuestro Bautismo y demos gracias al
Señor por su constante asistencia. Amén.
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