MISA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Martes 6 de enero de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
La Epifanía, la "manifestación" de nuestro Señor Jesucristo, es un misterio
multiforme. La tradición latina lo identifica con la visita de los Magos al Niño Jesús
en Belén y, por tanto, lo interpreta sobre todo como revelación del Mesías de Israel
a los pueblos paganos. En cambio, la tradición oriental privilegia el momento del
bautismo de Jesús en el río Jordán, cuando se manifestó como Hijo unigénito del
Padre celestial, consagrado por el Espíritu Santo. Pero el evangelio de san Juan
invita a considerar "epifanía" también las bodas de Caná, donde Jesús,
transformando el agua en vino, "manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos"
( Jn 2, 11).
Y ¿qué deberíamos decir nosotros, queridos hermanos, especialmente los
sacerdotes de la nueva Alianza, que cada día somos testigos y ministros de la
"epifanía" de Jesucristo en la santa Eucaristía? La Iglesia celebra todos los misterios
del Señor en este santísimo y humildísimo sacramento, en el que él revela y al
mismo tiempo oculta su gloria. " Adoro te devote, latens Deitas ". Así, adorando,
oramos con santo Tomás de Aquino.
En este año 2009, que, en el IV centenario de las primeras observaciones de Galileo
Galilei con el telescopio, está dedicado de modo especial a la astronomía, no
podemos menos de prestar atención particular al símbolo de la estrella, tan
importante en el relato evangélico de los Magos (cf. Mt 2, 1-12). Muy
probablemente eran astrónomos. Desde su punto de observación, situado al oriente
con respecto a Palestina, tal vez en Mesopotamia, habían notado la aparición de un
nuevo astro y habían interpretado este fenómeno celestial como anuncio del
nacimiento de un rey, precisamente, según las Sagradas Escrituras, del rey de los
judíos (cf. Nm 24, 17) .
En este singular episodio, narrado por san Mateo, los Padres de la Iglesia vieron
también una especie de "revolución" cosmológica, causada por el ingreso del Hijo
de Dios en el mundo. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo escribe: "Cuando la estrella
se situó sobre el Niño, se detuvo; y sólo una potencia que los astros no tienen
podía hacer esto, es decir, primero ocultarse, luego aparecer de nuevo y, por
último, detenerse" ( Homilías sobre el evangelio de san Mateo , 7, 3). San
Gregorio Nacianceno afirma que el nacimiento de Cristo imprimió nuevas órbitas a
los astros (cf. Poemas dogmáticos , v, 53-64: PG 37, 428-429). Eso claramente se
ha de entender en sentido simbólico y teológico. En efecto, mientras la teología
pagana divinizaba los elementos y las fuerzas del cosmos, la fe cristiana, llevando a
cumplimiento la revelación bíblica, contempla a un único Dios, Creador y Señor de
todo el universo.
El amor divino, encarnado en Cristo, es la ley fundamental y universal de la
creación. Esto, en cambio, no se entiende en sentido poético, sino real. Por lo
demás, así lo entendía Dante, cuando, en el verso sublime que concluye el Paraíso
y toda la Divina Comedia, define a Dios "el amor que mueve el sol y las demás
estrellas" ( Paraíso , XXIII, 145). Esto significa que las estrellas, los planetas y todo
el universo no están gobernados por una fuerza ciega, no obedecen únicamente a
las dinámicas de la materia.
Por consiguiente, no son los elementos cósmicos los que se han de divinizar, sino,
al contrario, en todo y por encima de todo hay una voluntad personal, el Espíritu de
Dios, que en Cristo se reveló como Amor (cf. Spe salvi , 5). Si es así, entonces los
hombres, como escribe san Pablo a los Colosenses, no son esclavos de los
"elementos del cosmos" (cf. Col 2, 8), sino que son libres, es decir, capaces de
relacionarse con la libertad creadora de Dios.
Dios está en el origen de todo y lo gobierna todo, no a la manera de un motor frío y
anónimo, sino como Padre, Esposo, Amigo, Hermano, como Logos , "Palabra-
Razón", que se unió a nuestra carne mortal una vez para siempre y compartió
plenamente nuestra condición, manifestando el sobreabundante poder de su gracia.
Así pues, en el cristianismo hay una concepción cosmológica peculiar, que encontró
elevadísimas expresiones en la filosofía y en la teología medievales. También en
nuestra época da signos interesantes de un nuevo florecimiento, gracias a la pasión
y a la fe de numerosos científicos, los cuales, siguiendo las huellas de Galileo, no
renuncian ni a la razón ni a la fe, más aún, valoran ambas a fondo, en su recíproca
fecundidad.
El pensamiento cristiano compara el cosmos con un "libro" —así decía también
Galileo— considerándolo como la obra de un Autor que se expresa mediante la
"sinfonía" de la creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento,
lo que en lenguaje musical se llamaría un "solo", un tema encomendado a un solo
instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el significado
de toda la ópera. Este "solo" es Jesús, al que precisamente corresponde un signo
regio: la aparición de una nueva estrella en el firmamento.
Los escritores cristianos antiguos comparan a Jesús con un nuevo sol. Según los
conocimientos astrofísicos actuales, lo deberíamos comparar con una estrella aún
más central, no sólo para el sistema solar, sino incluso para todo el universo
conocido. En este misterioso designio, al mismo tiempo físico y metafísico, que
llevó a la aparición del ser humano como coronación de los elementos de la
creación, vino al mundo Jesús, "nacido de mujer" ( Ga 4, 4), como escribe san
Pablo. El Hijo del hombre resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador,
la carne y el Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen
sin confundirse el Autor y su obra.
En el Jesús terreno se encuentra el culmen de la creación y de la historia, pero en
el Cristo resucitado se va más allá: el paso, a través de la muerte, a la vida eterna
anticipa el punto de la "recapitulación" de todo en Cristo (cf. Ef 1, 10). En efecto,
"todo fue creado por él y para él", escribe el Apóstol ( Col 1, 16). Y, precisamente
con la resurrección de entre los muertos, él obtuvo "el primado sobre todas las
cosas" ( Col 1, 18). Lo afirma Jesús mismo al aparecerse a los discípulos después de
la resurrección: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" ( Mt 28, 18).
Esta conciencia sostiene el camino de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, a lo largo de las
sendas de la historia. No hay sombra, por más densa que sea, que pueda oscurecer
la luz de Cristo. Por eso, los que creen en Cristo mantienen siempre la esperanza,
también hoy, ante la gran crisis social y económica que aflige a la humanidad; ante
el odio y la violencia destructora que no dejan de ensangrentar a muchas regiones
de la tierra; ante el egoísmo y la pretensión del hombre de erigirse como dios de sí
mismo, que a veces lleva a peligrosas alteraciones del plan divino sobre la vida y la
dignidad del ser humano, sobre la familia y la armonía de la creación.
Como advertí ya en la citada encíclica Spe salvi , nuestro esfuerzo por liberar la vida
humana y el mundo de los envenenamientos y de las contaminaciones que podrían
destruir el presente y el futuro, conserva su valor y su sentido aunque
aparentemente no tengamos éxito o parezcamos impotentes ante el empuje de
fuerzas hostiles, porque "lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en
los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las
promesas de Dios" (n. 35).
El señorío universal de Cristo se ejerce de modo especial sobre la Iglesia. "Bajo sus
pies —se lee en la carta a los Efesios — (Dios) sometió todas las cosas y lo
constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que lo
llena todo en todo" ( Ef 1, 22-23). La Epifanía es la manifestación del Señor y, como
reflejo, es la manifestación de la Iglesia, porque el Cuerpo no se puede separar de
la Cabeza.
La primera lectura de la liturgia de hoy, tomada del llamado "tercer Isaías", nos
ofrece la perspectiva precisa para comprender la realidad de la Iglesia, como
misterio de luz refleja: "Levántate, brilla, —dice el profeta dirigiéndose a
Jerusalén— porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti" ( Is 60, 1). La
Iglesia es humanidad iluminada, "bautizada" en la gloria de Dios, es decir, en su
amor, en su belleza, en su señorío.
La Iglesia sabe que su humanidad, con sus límites y sus miserias, pone más de
relieve la obra del Espíritu Santo. Ella no puede jactarse de nada, excepto en su
Señor: no proviene de ella la luz, no es suya la gloria. Pero su alegría, que nadie le
podrá arrebatar, es precisamente ser "signo e instrumento" de Aquel que es " lumen
gentium ", luz de los pueblos (cf. Lumen gentium , 1).
Queridos amigos, en este año paulino, la fiesta de la Epifanía invita a la Iglesia, y
en ella a cada comunidad y a cada fiel, a imitar, como hizo el Apóstol de los
gentiles, el servicio que la estrella prestó a los Magos de Oriente guiándolos hasta
Jesús (cf. san León Magno, Discurso 3 en la Epifanía , 5: PL 54, 244) . ¿Qué fue la
vida de san Pablo, después de su conversión, sino una "carrera" para llevar a los
pueblos la luz de Cristo y, viceversa, llevar a los pueblos a Cristo? La gracia de Dios
convirtió a san Pablo en una "estrella" para los gentiles. Su ministerio es ejemplo y
estímulo para la Iglesia a redescubrir que es esencialmente misionera y a renovar
el compromiso de anunciar el Evangelio, especialmente a quienes aún no lo
conocen.
Pero, al mirar a san Pablo, no podemos olvidar que toda su predicación se
alimentaba de las Sagradas Escrituras. Por eso, en la perspectiva de la reciente
Asamblea del Sínodo de los obispos, es preciso reafirmar con fuerza que la Iglesia y
cada uno de los cristianos sólo pueden ser luz, que guía a Cristo, si se alimentan
asidua e íntimamente de la Palabra de Dios. La Palabra, y ciertamente no nosotros,
es la que ilumina, purifica y convierte. Nosotros somos servidores de la Palabra de
vida. San Pablo se concebía a sí mismo y su ministerio como un servicio al
Evangelio. "Todo lo hago por el Evangelio", escribe ( 1 Co 9, 23). Lo mismo debería
poder decir también la Iglesia, cada comunidad eclesial, cada obispo y cada
presbítero: todo lo hago por el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, orad por nosotros, los pastores de la Iglesia, a fin
de que, asimilando diariamente la Palabra de Dios, podamos transmitirla con
fidelidad a los hermanos. Pero también nosotros oramos por todos vosotros, los
fieles, porque cada cristiano, por el Bautismo y la Confirmación, está llamado a
anunciar a Cristo, luz del mundo, con la palabra y el testimonio de su vida.
Que la Virgen María, Estrella de la evangelización, nos ayude a llevar a cabo juntos
esta misión; e interceda por nosotros desde el cielo san Pablo, Apóstol de los
gentiles. Amén.
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana