SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XLII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Jueves 1 de enero de 2009
Venerados hermanos;
señores embajadores;
queridos hermanos y hermanas:
En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebración que
cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias: el inicio del
año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el que se celebra
la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una feliz síntesis en la
Jornada mundial de la paz.
A la luz del Nacimiento de Cristo, me complace dirigir a cada uno mis mejores
deseos para el año que acaba de comenzar. Los expreso, en particular, al cardenal
Renato Raffaele Martino y a sus colaboradores del Consejo pontificio Justicia y paz,
agradeciéndoles en especial su valioso servicio. Los expreso, al mismo tiempo, al
secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y a toda la Secretaría de Estado;
así como, con viva cordialidad, a los señores embajadores presentes hoy en gran
número. Mis deseos se hacen eco del augurio que el Señor mismo nos acaba de
dirigir en la liturgia de la Palabra. Una Palabra que, a partir del acontecimiento de
Belén, evocado en su realidad histórica concreta por el evangelio de san Lucas
(cf. Lc 2, 16-21) e interpretado en todo su alcance salvífico por el apóstol san Pablo
(cf. Ga 4,4-7), se convierte en bendición para el pueblo de Dios y para toda la
humanidad.
Así se realiza la antigua tradición judía de la bendición (cf. Nm 6, 22-27): los
sacerdotes de Israel bendecían al pueblo "invocando sobre él el nombre" del Señor.
Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se
invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua
costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de
la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el "rostro" de Dios y
ser bendecidos por su "nombre". Precisamente esto se realizó de forma definitiva
con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha
traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los
creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la
civilización del amor y de la paz.
El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que "el Hijo de Dios, con su
encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" ( Gaudium et
spes, 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a
"imagen y semejanza" de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen
perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. "En él
—afirma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (...); por eso
mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime" ( ib .). Por
esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de
un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de
llevar a cabo una "revolución" pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta
revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso
requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y
recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las
conciencias.
Queridos amigos, este es el camino evangélico hacia la paz, el camino que también
el Obispo de Roma está llamado a proponer nuevamente con constancia cada vez
que prepara el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz . Al recorrer este
camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemas ya afrontados, pero
tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es el caso del tema que
elegí para el Mensaje de este año : "Combatir la pobreza, construir la paz". Un tema
que se presta a un doble orden de consideraciones, que ahora sólo puedo señalar
brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús; y, por otra,
la pobreza que hay que combatir para que el mundo sea más justo y solidario.
El primer aspecto encuentra su contexto ideal en estos días, en el tiempo de
Navidad. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios, cuando vino a
nosotros, eligió la pobreza para sí mismo. La escena que vieron en primer lugar los
pastores y que confirmó el anuncio que les había hecho el ángel, era: un establo
donde María y José habían buscado refugio, y un pesebre en el que la Virgen había
recostado al recién nacido envuelto en pañales (cf. Lc 2, 7.12.16). Esta pobreza fue
elegida por Dios. Quiso nacer así, pero podríamos añadir en seguida: quiso vivir y
también morir así. ¿Por qué? Lo explica con palabras sencillas san Alfonso María de
Ligorio, en un villancico conocido por todos en Italia: "A ti, que eres el Creador del
mundo, te faltan vestidos y fuego, oh Señor mío. Querido niño predilecto, esta
pobreza me enamora mucho más porque el amor te hizo pobre". Esta es la
respuesta: el amor a nosotros no sólo impulsó a Jesús a hacerse hombre, sino
también a hacerse pobre.
En esta misma línea podemos citar la expresión de san Pablo en la segunda carta a
los Corintios: "Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo
rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" ( 2
Co 8, 9). Testigo ejemplar de esta pobreza elegida por amor es san Francisco de
Asís. En la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana el franciscanismo
constituye una amplia corriente de pobreza evangélica, que tanto bien ha hecho y
sigue haciendo a la Iglesia y a la familia humana.
Volviendo a la estupenda síntesis de san Pablo sobre Jesús, es significativo —
también para nuestra reflexión de hoy— que haya sido inspirada al Apóstol
precisamente mientras estaba exhortando a los cristianos de Corinto a ser
generosos en la colecta para los pobres. Explica: "No se trata de que paséis apuros
para que otros tengan abundancia, sino de que haya igualdad" ( 2 Co 8, 13).
Este es un punto decisivo, que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una
pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que es preciso "combatir", como dice
el tema de la Jornada mundial de la paz de hoy; una pobreza que impide a las
personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende la justicia
y la igualdad, y que como tal amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción
negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran
incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, pobreza relacional,
moral y espiritual (cf . Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2009 , n. 2).
En mi Mensaje, siguiendo la línea de mis predecesores, quise considerar
atentamente una vez más el complejo fenómeno de la globalización, para valorar
sus relaciones con la pobreza a gran escala. Por desgracia, frente a plagas
difundidas como las enfermedades pandémicas (cf. n. 4), la pobreza de los niños
(cf. n. 5) y la crisis alimentaria (cf. n. 7), tuve que volver a denunciar la inaceptable
carrera de armamentos, que va en aumento. Por una parte se celebra
la Declaración universal de derechos humanos; y, por otra, se aumentan los gastos
militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas que compromete a
reducirlos al mínimo (cf. art. 26).
Además, la globalización elimina algunas barreras, pero puede construir otras
nuevas (cf. Mensaje c itado , n. 8); por eso, es necesario que la comunidad
internacional y cada uno de los Estados estén siempre vigilando; es necesario que
no bajen nunca la guardia con respecto a los peligros de conflicto; más aún, que se
esfuercen por mantener alto el nivel de la solidaridad. La actual crisis económica
global debe verse, en este sentido, como un banco de pruebas: ¿Estamos
dispuestos a leerla, en su complejidad, como desafío para el futuro y no sólo como
una emergencia a la que hay que dar respuestas de corto alcance? ¿Estamos
dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo
dominante, para corregirlo de forma concertada y clarividente? En realidad, más
aún que las dificultades financieras inmediatas, lo exigen el estado de salud
ecológica del planeta y, sobre todo, la crisis cultural y moral, cuyos síntomas son
evidentes desde hace tiempo en todo el mundo.
Así pues, hay que tratar de establecer un "círculo virtuoso" entre la pobreza "que
conviene elegir" y la pobreza "que es preciso combatir". Aquí se abre un camino
fecundo de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría
resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y
mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la
solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más
concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria si no se hace lo que
escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se promueve "la igualdad",
reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene ni siquiera
lo necesario. Esto implica hacer opciones de justicia y de sobriedad, opciones por
otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los recursos
limitados de la tierra.
San Pablo, cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido "con su pobreza", nos
ofrece una indicación importante no sólo desde el punto de vista teológico, sino
también en el ámbito sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor
en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando san
Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una opción de testimonio
inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino
de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el
compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a
los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje
que se nos transmite hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de
ser objeto de adoración para los cristianos, también es escuela de vida para cada
hombre. Esa pobreza nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como
espiritual, es preciso recorrer el camino de la solidaridad, que impulsó a Jesús a
compartir nuestra condición humana.
Queridos hermanos y hermanas, yo creo que la Virgen María se planteó más de una
vez esta pregunta: ¿Por qué Jesús quiso nacer de una joven sencilla y humilde
como yo? Y también, ¿por qué quiso venir al mundo en un establo y tener como
primera visita la de los pastores de Belén? María recibió la respuesta plenamente al
final, tras haber puesto en el sepulcro el cuerpo de Jesús, muerto y envuelto en una
sábana (cf. Lc 23, 53). Entonces comprendió plenamente el misterio de la pobreza
de Dios. Comprendió que Dios se había hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza llena de amor, para exhortarnos a frenar la avaricia
insaciable que suscita luchas y divisiones, para invitarnos a frenar el afán de
poseer, estando así disponibles a compartir y a acogernos recíprocamente.
A María, Madre del Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro, dirijamos confiados
nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y vencer la
pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae . A ella confiemos el
profundo deseo de vivir en paz que existe en el corazón de la inmensa mayoría de
las poblaciones israelí y palestina, una vez más puestas en peligro por la intensa
violencia desatada en la franja de Gaza, como respuesta a otra violencia. También
la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de pobreza —quizás las
más tremendas— "que es preciso combatir". Es necesario evitar que triunfen.
En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos días tan tristes, han hecho
oír su voz. Juntamente con ellos y con sus queridos fieles, sobre todo los de la
pequeña pero fervorosa parroquia de Gaza, encomendemos a María nuestras
preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la
fundada esperanza de que, con la sabia y clarividente contribución de todos, no
será imposible escucharse, ayudarse y dar respuestas concretas a la aspiración
generalizada a vivir en paz, en seguridad y en dignidad. Digamos a María:
acompáñanos, Madre celestial del Redentor, a lo largo de todo este año que hoy
comienza, y obtén de Dios el don de la paz para Tierra Santa y para toda la
humanidad. Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Amén.
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