MISA DE NOCHEBUENA
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Domingo 24 de diciembre de 2006
¡ Queridos hermanos y hermanas !
Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles
dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la ciudad de
David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » ( Lc 2,11s.).
Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a
los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los
niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que
no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su
necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver
que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos
escuchado en la primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado. Lleva al hombro el principado » ( Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha
dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio,
nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el
pesebre.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es
que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con
poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra
ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza.
Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro
amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus
sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a
practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del
amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo,
acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo
Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para
mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo
Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado»
( Is 10,23; Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo
mismo es la Palabra, el Logos ; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan
pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra
esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los
débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos
los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no
nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de
violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la
miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el
niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño.
En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos
estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra
mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz
del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para
vivir.
Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en
la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los
tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura
se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y
analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para
los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas
sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho
breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y
unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: «
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente Amarás a tu prójimo como a ti mismo ( Mt 22,37-39). Esto es todo: la
fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los
hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a
Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra
capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si
este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas
contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Llegados a este punto,
confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no
está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho
niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro
prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a
menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros.
Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por
encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo.
Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha
dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra
alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no
olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos.
Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación
se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de
fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no
invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni
pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando
tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te
regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a
cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que
no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría.
¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir
después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.
Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra
hecha «breve» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al niño
en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías
(1,3), los Padres han deducido que en el pesebre de Belén había un buey y una
mula. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los
judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales
precisan de un salvador, cada uno a su modo: del Dios que se ha hecho niño.
Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo
vive de pan. Necesita sustento para su alma: necesita un sentido que llene su
vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el
símbolo del altar sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera
comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño:
en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.
De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a
nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho
pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche
el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que
ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe
con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo.
Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y
pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en
todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el
cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!
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