BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 16 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la liturgia vuelve a proponer a nuestra meditación el capítulo XV del evangelio
de san Lucas, una de las páginas más elevadas y conmovedoras de toda la sagrada
Escritura. Es hermoso pensar que en todo el mundo, dondequiera que la comunidad
cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía dominical, resuena hoy esta buena
nueva de verdad y de salvación: Dios es amor misericordioso. El evangelista san
Lucas recogió en este capítulo tres parábolas sobre la misericordia divina: las dos
más breves, que tiene en común con san Mateo y san Marcos, son las de la oveja
perdida y la moneda perdida; la tercera, larga, articulada y sólo recogida por él, es la
célebre parábola del Padre misericordioso, llamada habitualmente del "hijo
pródigo".
En esta página evangélica nos parece escuchar la voz de Jesús, que nos revela el
rostro del Padre suyo y Padre nuestro. En el fondo, vino al mundo para hablarnos
del Padre, para dárnoslo a conocer a nosotros, hijos perdidos, y para suscitar en
nuestro corazón la alegría de pertenecerle, la esperanza de ser perdonados y de
recuperar nuestra plena dignidad, y el deseo de habitar para siempre en su casa, que
es también nuestra casa.
Jesús narró las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y los escribas
hablaban mal de él, al ver que permitía que los pecadores se le acercaran, e incluso
comía con ellos (cf. Lc 15, 1-3). Entonces explicó, con su lenguaje típico, que Dios
no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y que su corazón rebosa de
alegría cuando un pecador se convierte.
La verdadera religión consiste, por tanto, en entrar en sintonía con este Corazón
"rico en misericordia", que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los
enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a
todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad. El camino que Jesús muestra
a los que quieren ser sus discípulos es este: "No juzguéis..., no condenéis...;
perdonad y seréis perdonados...; dad y se os dará; sed misericordiosos, como
vuestro Padre es misericordioso" ( Lc 6, 36-38). En estas palabras encontramos
indicaciones muy concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.
En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie con vigor la
misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que fue un gran apóstol de la
Misericordia divina, intuyó de modo profético esta urgencia pastoral. Dedicó al
Padre misericordioso su segunda encíclica, y durante todo su pontificado se hizo
misionero del amor de Dios a todos los pueblos. Después de los trágicos
acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que oscurecieron el alba del tercer
milenio, invitó a los cristianos y a los hombres de buena voluntad a creer que la
misericordia de Dios es más fuerte que cualquier mal, y que sólo en la cruz de
Cristo se encuentra la salvación del mundo.
La Virgen María, Madre de la Misericordia, a quien ayer contemplamos como
Virgen de los Dolores al pie de la cruz, nos obtenga el don de confiar siempre en el
amor de Dios y nos ayude a ser misericordiosos como nuestro Padre que está en los
cielos.
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