Miércoles 02 de Febrero de 2011
Presentación del Señor
Malaquías 3,1-4 Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis
Salmo responsorial: 23 El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
Hebreos 2,14-18 Tenía que parecerse en todo a sus hermanos
Lucas 2,22-40 Mis ojos han visto a tu Salvador
“Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo
llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y para entregar la oblación, como
dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el
Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la
muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando
entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a
tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante
todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel." Su padre y
su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a
María, su madre: Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten;
será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti
una espada te traspasará el alma. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la
tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y
luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a
Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y
hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando
cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de
Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de
Dios lo acompañaba”
La familia de Nazaret había comprendido que la voluntad de Dios era más
que obediencia o simple cumplimiento. Era una confianza en Dios que todo lo
puede y todo lo da. Claro que aquellas palabras de los ancianos Simeón y Ana le
alegraron y le preocuparon a la Familia y de forma especial a la Virgen, quien
guardaba todo en su corazón.
Damos gracias a Dios por los hijos y los sabemos ofrecer. Pero le rogamos a
Dios nos ayude a despertar. Pues es muy fácil hacer un hijo. Pero la
responsabilidad es grande y nunca se acaba.
Valdría la pena, en este día, fijarnos en el maltrato que les producimos como
mecanismo de castigo: Aquí lo que sirve no es la violencia, sino dotarse de humor y
cariño dentro de un ambiente alegre. Nunca perder la autoridad, pero tampoco
convertir la sanción en un acto grosero de violencia y maltrato. Ese castigo es
innecesario, pues sería un frenazo momentáneo que dejaría al niño angustiado y sin
ganas de cambio. Lo que importa es hacer que el niño se haga receptivo y
capacitado para el cambio. No olvidar que ese mal comportamiento es el resultado
de una falla en su afectividad o en su madurez intelectual. Por eso se requiere
arreglarlo desde adentro. No digo que no se necesite el castigo, lo que quiero decir
es que el castigo tiene que ser proporcional a las fuerzas del niño que son
sensibilidad, voluntad e inteligencia.
Entonces, nada de castigos brutales ya que producen odio y resentimientos
internos. Que Dios le de una vida sana para que la formación sea sana y alegre.
Padre Marcelo