HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA SANTA MISA
EN EL DOMINGO DE LA MISERICORDIA DIVINA,
VÍSPERA DE SU 80° CUMPLEAÑOS
Domingo 15 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo "in Albis". En este día,
los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo
de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el
vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se
les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la
verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro
mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de
la Misericordia Divina: en la palabra "misericordia" encontraba sintetizado y
nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención.
Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y
la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al
mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma
intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder
totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la
que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de
Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II
terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina,
desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo
nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día
en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de
luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se
apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la
buena nueva de Dios.
Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la misericordia
divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo volver la mirada atrás
para repasar mis 80 años de vida. Saludo a todos los que han venido aquí para
celebrar conmigo este aniversario. Saludo, ante todo, a los señores cardenales,
expresando en especial mi gratitud al decano del Colegio cardenalicio, señor
cardenal Angelo Sodano, que se ha hecho intérprete autorizado de los sentimientos
comunes. Saludo a los arzobispos y obispos, en particular a los auxiliares de la
diócesis de Roma, de mi diócesis; saludo a los prelados y a los demás miembros del
clero, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles presentes. Dirijo, además,
un saludo deferente y agradecido a las personalidades políticas y a los miembros
del Cuerpo diplomático, que han querido honrarme con su presencia. Saludo, por
último, con afecto fraterno al enviado personal del Patriarca ecuménico Bartolomé
I, su eminencia Ioannis, metropolita de Pérgamo, expresando mi aprecio por este
gesto de amabilidad y deseando que el diálogo teológico católico-ortodoxo prosiga
con renovado empeño.
Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo período de
mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para hablar del propio yo, de sí
mismo; sin embargo, la vida propia puede servir para anunciar la misericordia de
Dios. "Vosotros, los que teméis al Señor, venid a escuchar: os contaré lo que ha
hecho conmigo", dice un salmo ( Sal 66, 16). Siempre he considerado un gran don
de la Misericordia divina el hecho de que se me haya concedido la gracia de que mi
nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por decirlo así— juntos, en el mismo
día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo día, nací como miembro de mi familia y
de la gran familia de Dios.
Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa "familia"; he
podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he podido comprender
desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la experiencia humana he tenido
acceso al grande y benévolo Padre que está en el cielo. Ante él tenemos una
responsabilidad, pero, al mismo tiempo, él deposita su confianza en nosotros,
porque en su justicia se refleja siempre la misericordia y la bondad con que acepta
también nuestra debilidad y nos sostiene, de modo que poco a poco podamos
aprender a caminar con rectitud.
Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo que significa
la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y precisamente así capaz
de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi hermana y mi hermano, que han
estado fielmente cerca de mí con su ayuda a lo largo del camino de la vida. Doy
gracias a Dios por los compañeros que he encontrado en mi camino, por los
consejeros y los amigos que me ha dado. Le doy gracias de modo particular
porque, desde el primer día, he podido entrar y crecer en la gran comunidad de los
creyentes, en la que está abierto de par en par el confín entre la vida y la muerte,
entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber podido aprender tantas cosas,
aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que no sólo encierra las experiencias
humanas desde los tiempos más remotos: la sabiduría de esta comunidad no es
solamente sabiduría humana, sino que en ella nos alcanza la sabiduría misma de
Dios, la Sabiduría eterna.
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la Iglesia
naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro, al pasar, los
cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de curación, pues
provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder de su bondad
divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi
vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de
curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era
un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un
hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y
su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los
hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también
hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el gran
don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos apoyamos.
Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro un don nuevo
y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san
Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos
encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los
santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia
ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la
protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no
estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la
liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: "Ya no os
llamo siervos, sino amigos". He experimentado profundamente que él, el Señor, no
es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me
abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la
concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en
nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy
en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el
Espíritu Santo: "A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados...". El
Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la
posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es
amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos
perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y
precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor,
del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del
encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede
tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de
Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: "¡Señor mío y Dios mío!"
( Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios
herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el
signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros
podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir
continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y
qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él:
"Señor mío y Dios mío"! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante
para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a
nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro
corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar
continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros
precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al
aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a
mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los
que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a
desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad,
reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por eso,
en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración
que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi
consagración episcopal: "Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe,
incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su
humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda
prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi
entrega. Amén".
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