BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 3 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo —segundo después de Navidad y primero del año nuevo— me
alegra renovar a todos mi deseo de todo bien en el Señor. No faltan los problemas,
en la Iglesia y en el mundo, al igual que en la vida cotidiana de las familias. Pero,
gracias a Dios, nuestra esperanza no se basa en pronósticos improbables ni en las
previsiones económicas, aunque sean importantes. Nuestra esperanza está en Dios,
no en el sentido de una religiosidad genérica, o de un fatalismo disfrazado de fe.
Nosotros confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de modo completo y
definitivo su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia, para
guiarnos a todos a su reino de amor y de vida. Y esta gran esperanza anima y a
veces corrige nuestras esperanzas humanas.
De esa revelación nos hablan hoy, en la liturgia eucarística, tres lecturas bíblicas de
una riqueza extraordinaria: el capítulo 24 del Libro del Sirácida , el himno que abre
la Carta a los Efesios de san Pablo y el prólogo del Evangelio de san Juan . Estos
textos afirman que Dios no sólo es el creador del universo —aspecto común
también a otras religiones— sino que es Padre, que "nos eligió antes de crear el
mundo (...) predestinándonos a ser sus hijos adoptivos" ( Ef 1, 4-5) y que por esto
llegó hasta el punto inconcebible de hacerse hombre: "El Verbo se hizo carne y
acampó entre nosotros" ( Jn 1, 14). El misterio de la Encarnación de la Palabra de
Dios fue preparado en el Antiguo Testamento, especialmente donde la Sabiduría
divina se identifica con la Ley de Moisés. En efecto, la misma Sabiduría afirma: "El
creador del universo me hizo plantar mi tienda, y me dijo: "Pon tu tienda en Jacob,
entra en la heredad de Israel"" ( Si 24, 8). En Jesucristo, la Ley de Dios se ha hecho
testimonio vivo, escrita en el corazón de un hombre en el que, por la acción del
Espíritu Santo, reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9).
Queridos amigos, esta es la verdadera razón de la esperanza de la humanidad: la
historia tiene un sentido, porque en ella "habita" la Sabiduría de Dios. Sin embargo,
el designio divino no se cumple automáticamente, porque es un proyecto de amor,
y el amor genera libertad y pide libertad. Ciertamente, el reino de Dios viene, más
aún, ya está presente en la historia y, gracias a la venida de Cristo, ya ha vencido a
la fuerza negativa del maligno. Pero cada hombre y cada mujer es responsable de
acogerlo en su vida, día tras día. Por eso, también 2010 será un año más o menos
"bueno" en la medida en que cada uno, de acuerdo con sus responsabilidades, sepa
colaborar con la gracia de Dios. Por lo tanto, dirijámonos a la Virgen María, para
aprender de ella esta actitud espiritual. El Hijo de Dios tomó carne de ella, con su
consentimiento. Cada vez que el Señor quiere dar un paso adelante, junto con
nosotros, hacia la "tierra prometida", llama primero a nuestro corazón; espera, por
decirlo así, nuestro "sí", tanto en las pequeñas decisiones como en las grandes. Que
María nos ayude a aceptar siempre la voluntad de Dios, con humildad y valentía, a
fin de que también las pruebas y los sufrimientos de la vida contribuyan a apresurar
la venida de su reino de justicia y de paz.
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana