BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 7 de marzo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la
conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo , Moisés, mientras
pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para
observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar
conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar
es santo. "Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac, el Dios de Jacob"; y añade: "Yo soy el que soy" ( Ex 3, 6.14). Dios se
manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para
poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él
conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos
incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol
san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda
que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien
es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos
luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio
Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la
fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús
presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y
poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto
inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos
galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido
estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo
modo" ( Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos,
situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos
luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos
culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la
ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el
compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de
misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan
en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que
vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la
posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la
perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de
sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad
de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo
siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor,
a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más
grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario
cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón.
Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la
voluntad de Dios en nuestra vida.
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