SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Domingo 15 de agosto de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en la solemnidad de la Asunción de la Madre de Dios al cielo, celebramos el
paso de la condición terrena a la bienaventuranza celestial de Aquella que
engendró en la carne y acogió en la fe al Señor de la vida. La veneración a la
Virgen María acompaña el camino de la Iglesia desde sus inicios y ya desde el
siglo IV aparecen fiestas marianas: en algunas se exalta el papel de la Virgen en
la historia de la salvación, y en otras se celebran los momentos principales de su
existencia terrena. El significado de la fiesta de hoy está contenido en las
palabras finales de la definición dogmática, proclamada por el venerable Pío XII
el 1 de noviembre de 1950 y de la que este año se celebra el 60° aniversario:
«La Inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, terminado el curso de su
vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial» (const.
ap. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 770).
Artistas de todas las épocas han pintado y esculpido la santidad de la Madre del
Señor adornando iglesias y santuarios. Poetas, escritores y músicos han
tributado honor a la Virgen con himnos y cantos litúrgicos. De Oriente a
Occidente la Toda Santa es invocada como Madre celestial, que sostiene al Hijo
de Dios en los brazos y bajo cuya protección encuentra amparo toda la
humanidad, con la antiquísima oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa
Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien,
líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Y en el Evangelio de la
solemnidad de hoy san Lucas describe el cumplimiento de la salvación a través
de la Virgen María. Ella, en cuyo seno se hizo pequeño el Todopoderoso, después
del anuncio del ángel, sin vacilación alguna, se dirige de prisa a casa de su
pariente Isabel para llevarle al Salvador del mundo. Y, de hecho, «en cuanto oyó
Isabel el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno... [y] quedó llena
de Espíritu Santo» ( Lc 1, 41); reconoció a la Madre de Dios en «la que ha creído
que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» ( Lc 1, 45).
Las dos mujeres, que esperaban el cumplimiento de las promesas divinas,
gustan ya anticipadamente el gozo de la venida del reino de Dios, la alegría de la
salvación.
Queridos hermanos y hermanas, confiemos en Aquella que, como afirma el
siervo de Dios Pablo VI, «asunta al cielo no ha abandonado su misión de
intercesión y salvación» (ex. ap. Marialis cultus, 18: AAS 66 [1974] 130). A ella,
guía de los Apóstoles, apoyo de los mártires, luz de los santos, dirigimos nuestra
oración, suplicándole que nos acompañe en esta vida terrena, que nos ayude a
mirar al cielo y que nos acoja un día junto a su Hijo Jesús.
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