FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA
Y ADMINISTRACIÓN DEL BAUTISMO A 14 BEBÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Capilla Sixtina
Domingo 10 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de
administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos, cuyos padres
presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y madres de estos niños,
padrinos y madrinas, amigos y familiares que los acompañáis. Damos gracias a
Dios que hoy llama a estas siete niñas y a estos siete niños a convertirse en sus
hijos en Cristo. Los rodeamos con la oración y con el afecto, y los acogemos con
alegría en la comunidad cristiana, que desde hoy se transforma también en su
familia.
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del
Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén,
contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo
una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se
manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan
y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en
el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al
Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el
pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el
pueblo estaba "a la espera" ( Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas
personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el
profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar
respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de
esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que
invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en
Espíritu Santo y fuego" ( Lc 3, 16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo
nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al
pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán.
Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en
la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que
en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el
que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más
grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la
pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos
con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus
discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no
tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino
de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de
toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de
los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es
el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses",
había invocado Isaías ( Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas—
esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu
Santo" ( Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo
amado; en ti me complazco" ( Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san
Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que
Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" ( Discurso 39 en el
Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre
los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores
el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de
Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia
de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo
sobre el pecado y la muerte.
El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso,
con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito:
"Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres"
( Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a
la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que,
renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez,
justicia y piedad" (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa,
más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para estos niños
hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu
Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad su
corazón. Desde este momento, la voz del Padre los llamará también a ellos a ser
sus hijos en Cristo y, en su familia que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don
sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo
plenamente, se depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que
espera desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia,
profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos presentes, que
después los llevarán de la mano en el seguimiento de Cristo. El rito del Bautismo
recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante
recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el
compromiso de "educarlos en la fe". Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a
los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza
dirigiéndoles estas palabras: "Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida
divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por
tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (...),
profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados
vuestros hijos". Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión
de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa
necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos.
Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude
nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: "¿Queréis que este
niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?".
Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en
los ritos explicativos —unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la
vela encendida, gesto del "effetá"— la fe representa el tema central. "Prestad
atención —dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros
niños (...) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al
encuentro del Señor que viene"; "Que el Señor Jesús —sigue diciendo el celebrante
en el rito del "effetá"— te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de
profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre". Todo concluye, después, con
la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser
para sus hijos "los primeros testigos de la fe".
Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al
participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura
gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia
de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la
Iglesia afirma: "Recibid la luz de Cristo". El Bautismo ilumina con la luz de Cristo,
abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz
divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar
durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los padres, de los
padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por alimentar con palabras y con
el testimonio de su vida las antorchas de la fe de los niños para que pueda
resplandecer en este mundo, que con frecuencia camina a tientas en las tinieblas de
la duda, y llevar la luz del Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos,
podrán pronunciar con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la
profesión de fe de este rito: "Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y
nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor".
También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a descubrir, cultivar y
testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el Señor nos conceda a todos la
gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristianos para que podamos introducir
a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a
estos pequeños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que,
revestidos con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean
durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del Evangelio.
Amén.
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