FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA
Y ADMINISTRACIÓN DEL BAUTISMO A 21 RECIÉN NACIDOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Capilla Sixtina
Domingo 9 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra daros una cordial bienvenida, en particular a vosotros, padres,
padrinos y madrinas de los 21 recién nacidos a los que, dentro de poco, tendré
la alegría de administrar el sacramento del Bautismo. Como ya es tradición,
también este año este rito tiene lugar en la santa Eucaristía con la que
celebramos el Bautismo del Señor. Se trata de la fiesta que, en el primer
domingo después de la solemnidad de la Epifanía, cierra el tiempo de
Navidad con la manifestación del Señor en el Jordán.
Según el relato del evangelista san Mateo (3, 13-17), Jesús fue de Galilea al río
Jordán para que lo bautizara Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para
escuchar la predicación de este gran profeta, el anuncio de la venida del reino de
Dios, y para recibir el bautismo, es decir, para someterse a ese signo de
penitencia que invitaba a convertirse del pecado. Aunque se llamara bautismo,
no tenía el valor sacramental del rito que celebramos hoy; como bien sabéis, con
su muerte y resurrección Jesús instituye los sacramentos y hace nacer la Iglesia.
El que administraba Juan era un acto penitencial, un gesto que invitaba a la
humildad frente a Dios, invitaba a un nuevo inicio: al sumergirse en el agua, el
penitente reconocía que había pecado, imploraba de Dios la purificación de sus
culpas y se le enviaba a cambiar los comportamientos equivocados, casi como si
muriera en el agua y resucitara a una nueva vida.
Por esto, cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, va para
que lo bautice, se sorprende; al reconocer en él al Mesías, al Santo de Dios, a
aquel que no tenía pecado, Juan manifiesta su desconcierto: él mismo, el que
bautizaba, habría querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús lo exhorta a no
oponer resistencia, a aceptar realizar este acto, para hacer lo que es
conveniente para «cumplir toda justicia». Con esta expresión Jesús manifiesta
que vino al mundo para hacer la voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar
todo lo que el Padre le pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre.
Este gesto revela ante todo quién es Jesús: es el Hijo de Dios, verdadero Dios
como el Padre; es aquel que «se rebajó» para hacerse uno de nosotros, aquel
que se hizo hombre y aceptó humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7). El
bautismo de Jesús, que hoy recordamos, se sitúa en esta lógica de la humildad y
de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo uno de nosotros y
se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que no tiene pecado, deja
que lo traten como pecador (cf. 2 Co 5, 21), para cargar sobre sus hombros el
peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. Es el «siervo
de Dios» del que nos habló el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42, 1). Lo
que dicta su humildad es el deseo de establecer una comunión plena con la
humanidad, el deseo de realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con
su condición. El gesto de Jesús anticipa la cruz, la aceptación de la muerte por
los pecados del hombre. Este acto de anonadamiento, con el que Jesús quiere
uniformarse totalmente al designio de amor del Padre y asemejarse a nosotros,
manifiesta la plena sintonía de voluntad y de fines que existe entre las personas
de la santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta
como paloma y baja sobre él, y en aquel momento el amor que une a Jesús al
Padre se testimonia a cuantos asisten al bautismo, mediante una voz desde lo
alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres —a
nosotros— la comunión profunda que lo une al Hijo: la voz que resuena desde lo
alto atestigua que Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es
expresión del amor que los une entre sí. Por eso, el Padre se complace en Jesús,
porque reconoce en las acciones del Hijo el deseo de seguir en todo su voluntad:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» ( Mt 3, 17). Y esta palabra del
Padre alude también, anticipadamente, a la victoria de la resurrección y nos dice
cómo debemos vivir para complacer al Padre, comportándonos como Jesús.
Queridos padres, el Bautismo que hoy pedís para vuestros hijos los inserta en
este intercambio de amor recíproco que existe en Dios entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo; por este gesto que voy a realizar, se derrama sobre ellos el amor
de Dios, y los inunda con sus dones. Mediante el lavatorio del agua, vuestros
hijos son insertados en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para
librarnos del pecado y resucitando venció a la muerte. Por eso, inmersos
espiritualmente en su muerte y resurrección, son liberados del pecado original e
inicia en ellos la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús resucitado. «Él
se entregó por nosotros —afirma san Pablo— a fin de rescatarnos de toda
iniquidad y formar para sí un pueblo puro que fuese suyo, fervoroso en buenas
obras» ( Tt 2, 14).
Queridos amigos, al darnos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso que
existe en la vida, es decir, el motivo más verdadero y más bello por el cual vivir:
por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con el cual quiere
salvarnos y librarnos del mal. La fe es el gran don con el que nos da también la
vida eterna, la verdadera vida. Ahora vosotros, queridos padres, padrinos y
madrinas, pedís a la Iglesia que acoja en su seno a estos niños, que les dé el
Bautismo; y esta petición la hacéis en razón del don de la fe que vosotros
mismos, a vuestra vez, habéis recibido. Todo cristiano puede repetir con el
profeta Isaías: «El Señor me plasmó desde el seno materno para siervo suyo»
(cf. 49, 5); así, queridos padres, vuestros hijos son un don precioso del Señor, el
cual se ha reservado para sí su corazón, para poderlo colmar de su amor. Por el
sacramento del Bautismo hoy los consagra y los llama a seguir a Jesús,
mediante la realización de su vocación personal según el particular designio de
amor que el Padre tiene pensado para cada uno de ellos; meta de esta
peregrinación terrena será la plena comunión con él en la felicidad eterna.
Al recibir el Bautismo, estos niños obtienen como don un sello espiritual
indeleble, el «carácter», que marca interiormente para siempre su pertenencia al
Señor y los convierte en miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.
Mientras entran a formar parte del pueblo de Dios, para estos niños comienza
hoy un camino que debería ser un camino de santidad y de configuración con
Jesús, una realidad que se deposita en ellos como la semilla de un árbol
espléndido, que es preciso ayudar a crecer. Por esto, al comprender la grandeza
de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la solicitud de dar el
Bautismo a los niños recién nacidos. Ciertamente, luego será necesaria una
adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por esto es preciso
que, tras el Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la
Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a fin de que crezca en ellos
este germen de la fe que hoy reciben y puedan alcanzar la plena madurez
cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse cargo,
juntamente con los padres y los padrinos, de acompañarlos en este camino de
crecimiento. La colaboración entre la comunidad cristiana y la familia es más
necesaria que nunca en el contexto social actual, en el que la institución familiar
se ve amenazada desde varias partes y debe afrontar no pocas dificultades en su
misión de educar en la fe. La pérdida de referencias culturales estables y la
rápida transformación a la cual está continuamente sometida la sociedad, hacen
que el compromiso educativo sea realmente arduo. Por eso, es necesario que las
parroquias se esfuercen cada vez más por sostener a las familias, pequeñas
iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe.
Queridos padres, junto con vosotros doy gracias al Señor por el don del
Bautismo de estos hijos vuestros; al elevar nuestra oración por ellos, invocamos
el don abundante del Espíritu Santo, que hoy los consagra a imagen de Cristo
sacerdote, rey y profeta. Encomendándolos a la intercesión materna de María
santísima, pedimos para ellos vida y salud, para que puedan crecer y madurar
en la fe, y dar, con su vida, frutos de santidad y de amor. Amén.
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