“el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás: es culpable de
pecado para siempre”
Mc 3, 22-30
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
OPTAR ENTRE LA SANTIDAD O LA DESESPERACIÓN
¿Cuál es el destino del hombre? Éste es el tema fundamental que unifica las dos lecturas,
en las cuales se nos pone ante la única gran alternativa: la salvación eterna o la
condenación eterna. El hombre, aparentemente frágil como la hierba del campo, no ha sido
creado en realidad sólo para un breve momento sobre la tierra, sino para siempre. Siempre:
una palabra extraordinariamente comprometedora y, por eso, tan temida, así como
pisoteada, violada y despreciada de muchas maneras. Basta pensar -breve inciso de vastas
resonancias- en la extrema facilidad con la que se rompen los vínculos más sagrados:
matrimonio, sacerdocio, consagración religiosa... La desproporción entre nuestra pequeñez
y la grandeza de nuestro destino es tal que espanta, y por ello la redimensionamos de una
manera mezquina. Un buen trabajo, relaciones honestas con los demás..., esto parece
bastarnos. Sin embargo, no es así.
Aunque sofocado, en nuestro corazón alienta el deseo de infinito: el Espíritu que inhabita en
nosotros grita dentro de nosotros que estamos hechos para un amor sin medida. El hombre
es verdaderamente un condenado: tiene que optar entre la santidad o la desesperación. ¿Y
qué es la santidad, si estamos llamados a ella? El Evangelio nos dice a este respecto algo
muy sencillo y hermoso: la santidad es comunión con Jesús. Entonces todo se transfigura:
cuando rezo, estoy con Jesús ante el Padre para adorar, interceder, dar gracias; cuando
trabajo, estoy con Jesús al servicio de mi prójimo; cuando sufro, participo en la pasión de
Jesús para la salvación del mundo; cuando me llegue la hora de la muerte, estaré unido a la
muerte redentora de Cristo, entraré en su pascua y pregustaré la alegría de ver, sin velos, el
rostro de aquel que me amó y se dio a sí mismo por mí.
ORACION
Padre santo, que nos llamas a ser santos porque nos ha hecho a tu imagen, tú sabes que
mientras seamos extranjeros sobre la tierra llevaremos sobre nosotros el peso del pecado y
nos ofuscará el hollín del mundo. Lávanos continuamente con la sangre preciosa de tu Hijo,
Cordero sin defecto ni mancha. Míranos en él, santo y obediente, puesto que únicamente
por medio de él nos atrevemos a dirigir a ti nuestra mirada, a través de la fe y de la
esperanza. Sólo en él podemos amarnos los unos a los otros de verdadero corazón,
reconociéndonos hermanos. Nosotros, frágiles como la hierba y la flor del campo,
desapareceríamos en el rápido discurrir del tiempo si tu Palabra viva y eterna no nos
regenerase constantemente a nueva vida. Concédenos un corazón humilde y dócil, que
sepa escuchar, para que tu gracia pueda renovarnos y hacernos santos iconos de tu
presencia. Amén.