JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 22 de octubre de 2000
1. "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar
su vida como rescate por muchos" ( Mc 10, 45).
Estas palabras del Señor, amadísimos hermanos y hermanas, resuenan hoy,
Jornada mundial de las misiones, como buena nueva para toda la humanidad y
como programa de vida para la Iglesia y para cada cristiano. Lo ha recordado al
inicio de la celebración el cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación
para la evangelización de los pueblos, informando de que se hallan presentes,
esta mañana, en esta plaza, delegados de 127 naciones que han participado en
el Congreso misionero internacional, y estudiosos de varias confesiones que han
venido para el Congreso misionológico internacional. Agradezco al cardenal
Tomko las palabras de felicitación que me ha dirigido y todo el trabajo que,
juntamente con los miembros de la Congregación que preside, lleva a cabo al
servicio del anuncio del Evangelio en el mundo.
"El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida
como rescate por muchos". Estas palabras constituyen la autopresentación del
Maestro divino. Jesús afirma de sí mismo que vino para servir y que
precisamente en el servicio y en la entrega total de sí hasta la cruz revela el
amor del Padre. Su rostro de "siervo" no disminuye su grandeza divina; más
bien, la ilumina con una nueva luz.
Jesús es el "Sumo Sacerdote" ( Hb 4, 14); es el Verbo que "estaba en el principio
en Dios: todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto existe" ( Jn 1,
2). Jesús es el Señor, que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de
esclavo" ( Flp 1, 6-7); Jesús es el Salvador, al que "podemos acercarnos con
plena confianza". Jesús es "el camino, la verdad y la vida" ( Jn 14, 6), el pastor
que ha dado la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11), el jefe que nos lleva a la vida
(cf. Hch 3, 15).
2. El compromiso misionero brota como fuego de amor de la contemplación de
Jesús y del atractivo que posee. El cristiano que ha contemplado a Jesucristo no
puede menos de sentirse arrebatado por su esplendor (cf. Vita consecrata , 14) y
testimoniar su fe en Cristo, único Salvador del hombre. ¡Qué gran gracia es esta
fe que hemos recibido como don de lo alto, sin ningún mérito por nuestra parte!
(cf. Redemptoris missio, 11).
Esta gracia se transforma, a su vez, en fuente de responsabilidad . Es una gracia
que nos convierte en heraldos y apóstoles: precisamente por eso decía yo en la
encíclica Redemptoris missio que "la misión es un problema de fe, es el índice
exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros" (n. 11). Y también:
"El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo
creíble" ( ib., 91).
Fijando nuestra mirada en Jesús, el misionero del Padre y el sumo sacerdote, el
autor y perfeccionador de nuestra fe (cf. Hb 3, 1; 12, 2), es como aprendemos
el sentido y el estilo de la misión.
3. Él no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por todos. Siguiendo
las huellas de Cristo, la entrega de sí a todos los hombres constituye un
imperativo fundamental para la Iglesia y a la vez una indicación de método para
su misión .
Entregarse significa, ante todo, reconocer al otro en su valor y en sus
necesidades. "La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de
profunda estima frente a lo que "en el hombre había", por lo que él mismo, en lo
íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e
importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que
"sopla donde quiere"" ( Redemptor hominis, 12).
Como Jesús reveló la solidaridad de Dios con la persona humana asumiendo
totalmente su condición, excepto el pecado, así la Iglesia quiere ser solidaria con
"el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos" ( Gaudium et spes , 1).
Se acerca a la persona humana con la discreción y el respeto de quien quiere
prestar un servicio y cree que el servicio primero y mayor es el de anunciar el
Evangelio de Jesús , dar a conocer al Salvador, a Aquel que ha revelado al Padre
y a la vez ha revelado el hombre al hombre.
4. La Iglesia quiere anunciar a Jesús, el Cristo, hijo de María, siguiendo el
camino que Cristo mismo recorrió : el servicio, la pobreza, la humildad y la cruz.
Por tanto, debe resistir con fuerza a las tentaciones que el pasaje evangélico de
hoy nos permite entrever en el comportamiento de los dos hermanos, los cuales
querían sentarse "uno a la derecha y otro a la izquierda" del Maestro, y también
de los demás discípulos, que se dejaron llevar del espíritu de rivalidad y
competencia. La palabra de Cristo traza una neta línea de división entre el
espíritu de dominio y el de servicio. Para un discípulo de Cristo ser el primero
significa ser "servidor de todos".
Es una alteración radical de valores, que sólo se comprende dirigiendo la mirada
al Hijo del hombre "despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores
y familiarizado con el sufrimiento" ( Is 53, 3). Son las palabras que el Espíritu
Santo hará comprender a su Iglesia con respecto al misterio de Cristo. Sólo en
Pentecostés los Apóstoles recibirán la capacidad de creer en la "fuerza de la
debilidad", que se manifiesta en la cruz.
Y aquí mi pensamiento va a los numerosos misioneros que, día tras día, en
silencio y sin el apoyo de fuerzas humanas, anuncian y, antes aún, testimonian
su amor a Jesús, a menudo hasta dar su vida, como ha acontecido también
recientemente. ¡Qué espectáculo contemplan los ojos del corazón! ¡Cuántos
hermanos y hermanas consumen generosamente sus energías en las
avanzadillas del reino de Dios! Son obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y
laicos, que nos representan a Cristo, lo muestran concretamente como Señor
que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por amor al Padre y
a los hermanos. A todos va mi aprecio y mi gratitud, así como un afectuoso
estímulo a perseverar con confianza. ¡Ánimo, hermanos y hermanas: Cristo está
con vosotros!
Pero todo el pueblo de Dios debe colaborar con quienes trabajan en la
vanguardia de la misión "ad gentes", dando cada uno su contribución, como
intuyeron y subrayaron muy bien los fundadores de las Obras misionales
pontificias: todos pueden y deben participar en la evangelización, incluso los
niños, incluso los enfermos, incluso los pobres con su óbolo, como el de la viuda
cuyo ejemplo señaló Jesús (cf. Lc 21, 1-4). La misión es obra de todo el pueblo
de Dios , cada uno en la vocación a la que ha sido llamado por la Providencia.
5. Las palabras de Jesús sobre el servicio son también profecía de un nuevo
estilo de relaciones que es preciso promover no sólo en la comunidad cristiana,
sino también en la sociedad. No debemos perder nunca la esperanza de
construir un mundo más fraterno. La competencia sin reglas, el afán de dominio
sobre los demás a cualquier precio, la discriminación realizada por algunos que
se creen superiores a los demás y la búsqueda desenfrenada de la riqueza, están
en la raíz de las injusticias, la violencia y las guerras.
Las palabras de Jesús se convierten, entonces, en una invitación a pedir por la
paz . La misión es anuncio de Dios, que es Padre; de Jesús, que es nuestro
hermano mayor; y del Espíritu, que es amor. La misión es colaboración, humilde
pero apasionada, en el designio de Dios, que quiere una humanidad salvada y
reconciliada. En la cumbre de la historia del hombre según Dios se halla un
proyecto de comunión. Hacia ese proyecto debe llevar la misión.
A la Reina de la paz, Reina de las misiones y Estrella de la evangelización le
pedimos el don de la paz. Invocamos su maternal protección sobre todos los que
generosamente colaboran en la difusión del nombre y del mensaje de Jesús. Que
ella nos obtenga una fe tan viva y ardiente que haga resonar con fuerza
renovada a los hombres de nuestro tiempo la proclamación de la verdad de
Cristo, único Salvador del mundo.
Al final deseo recordar las palabras que pronuncié, hace veintidós años, en esta
misma plaza. "¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo!".