MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS EN EL AÑO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Martes 14 de noviembre de 2000
." Yo sé que mi Redentor está vivo" (cf. Jb 19, 25).
1. Las palabras del autor sagrado nos introducen en el clima de fe de esta
celebración en la que, con emoción, recordamos a los cardenales, arzobispos y
obispos fallecidos durante este año que está a punto de terminar. Es un gesto
debido de sufragio y solidaridad espiritual con estos hermanos nuestros, que
dedicaron toda su vida al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Para ellos
resuena hoy una vez más la consoladora promesa del Señor: "A quien me sirva,
el Padre lo premiará" ( Jn 12, 26). Quienes se dedicaron fielmente a la causa del
Evangelio encontrarán en Dios la recompensa eterna. En la lógica de Cristo, el
servicio a la comunidad de los redimidos se convierte así en motivo de gloria y
de vida perdurable. Quienes, durante la peregrinación terrena, gastaron todas
sus energías por el reino de Dios, serán acogidos por él, el Viviente, que venció
la muerte y ahora está sentado a la derecha del Padre.
2. Mientras nos hallamos reunidos en torno al altar, en el que se hace presente
el sacrificio que proclama la victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia
sobre el pecado y del Paraíso sobre el infierno, elevamos nuestra acción de
gracias a Dios por habernos dado a estos hermanos, que él ya ha llamado a sí.
Su recuerdo se presenta a nuestra memoria. Pienso, en particular, en los
miembros del Colegio cardenalicio que han muerto en los meses pasados: los
cardenales Paolo Dezza, Ignatius Kung Pin-Mei, Antony Padiyara, Bernardino
Echeverría Ruiz, John Joseph O'Connor, Vincentas Sladkevicius, Paul Zoungrana,
Augusto Vargas Alzamora, Vincenzo Fagiolo, Paul Gouyon, Egano Righi-
Lambertini y Pietro Palazzini. Su recuerdo, juntamente con el de todos los
arzobispos y obispos difuntos, vuelve a nuestra mente. Durante su vida
anunciaron el Evangelio, edificaron la Iglesia, repartieron los dones de gracia de
los sacramentos e hicieron el bien. Ahora, con corazón agradecido, los
encomendamos a la generosa recompensa del Señor por las obras buenas y por
los ejemplos positivos que nos dejaron. Los encomendamos, además, a su
infinita misericordia, implorando para ellos la justificación de cualquier residuo
de debilidad humana.
Estos hermanos nuestros creyeron firmemente en Cristo, y esa fe fue el
fundamento de toda su existencia. La vida del hombre, por sí misma, no
puede llegar a la visión beatífica, que es un don reservado a quien cree. Por eso
el fiel proclama con confianza cierta: "Yo sé que mi Redentor está vivo"
(cf. Jb 12, 27). Nosotros sabemos que, al final, Cristo, nuestro Salvador, vendrá
a acogernos, y estaremos para siempre con él.
3. Amadísimos hermanos y hermanas, nuestra fe de cristianos se funda en la
palabra de Cristo, quien, en el Evangelio que acabamos de proclamar, afirma:
"Quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna" ( Jn 5,
24). La Iglesia anuncia incansablemente esta palabra a todas las personas, para
que puedan abrirse a la fe y tengan como herencia la felicidad eterna.
¡Qué importancia cobra, desde esta perspectiva, nuestra peregrinación en el
mundo! Es un tiempo, más o menos largo, que se nos ofrece para conocer a
Cristo y crecer en la comunión con él. Quien cree en el Hijo de Dios encarnado
vivirá eternamente; quien lo ama no debe temer ninguna dificultad; quien se
apoya en él no puede detenerse frente a ningún obstáculo. Cristo es el objetivo
fundamental de su existencia. Cree, confía y se entrega a él: así, entra en lo
más íntimo de su amor, que salva y llena de alegría el corazón.
¡Qué tesoro es la fe y cuán urgente es la tarea de anunciarla a cuantos aún no la
tienen! Es preciso que al hombre, sediento de verdad y amor, llegue la palabra
que explica, que da seguridad y que indica el camino: la palabra que sana. Esta
palabra es el Verbo eterno, que salió del seno del Padre para traernos la vida. Es
Cristo, nuestro Redentor, a quien contemplamos constantemente durante el gran
jubileo. Quienes escuchen su palabra "vivirán" (cf. Jn 5, 25). ¡Bienaventurados
quienes la anuncian! ¡Bienaventurados quienes se ponen a su servicio y sobre
ella construyen su vida!
4. Amadísimos hermanos y hermanas, la certeza de que Cristo es nuestro
Salvador y de que murió y resucitó por nosotros nos consuela y sostiene,
mientras proseguimos nuestra peregrinación hacia la patria celestial. A lo largo
de los días y de las estaciones resuena la palabra de Dios: "Cristo es el mismo
ayer, hoy y siempre" ( Hb 13, 8). Esta verdad nos ha acompañado durante todo
el año jubilar, marcando nuestro camino de esperanza. Es la fe de la Iglesia. Es
nuestra fe.
Queremos reafirmar esta fe, mientras elevamos nuestra oración de sufragio por
los pastores que hoy conmemoramos. Es un recuerdo lleno de afecto y gratitud,
que se abre a la serena certeza de que un día todos nos volveremos a reunir
para alabar eternamente al Señor de la misericordia y de la vida.
Al mismo tiempo que encomendamos al Pastor supremo a estos hermanos en
el sacerdocio, que él llamó a sí, renovemos nuestra adhesión a Cristo, con la
esperanza de que un día también a nosotros nos conceda escuchar su voz
consoladora: "Ven, siervo bueno y fiel, comparte la alegría de tu Señor"
(cf. Mt 25, 21).
A María, Madre de la esperanza, encomendamos a estos hijos devotos suyos,
para que los introduzca en el reino de la felicidad eterna.
En Cristo, requiescant in pace .
Amén.