V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Padre. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Con su sola presencia la sal y la luz cumplen su función. Una, dando sabor y
preservando de corrupción; y, la otra, iluminando y proporcionando la energía
necesaria. Jesús pide a los suyos que extiendan por todas partes, con su
comportamiento, el Evangelio y así se dé "gloria al Padre, que está en los
cielos".
Quienes nos rodean -incrédulos o no- ven nuestro modo de vivir. Y esos ojos
que nos miran, no siempre son de amor: "Mirad que Yo os envío como corderos
en medio de lobos" (Mt 10,16). Los demás se comportan como indiscretas
cámaras en donde se van filmando aquellos gestos y actitudes de los que no
somos del todo conscientes. Nuestra responsabilidad es grande porque se juzga
a la Iglesia por nuestra actuación. Esto podrá lamentarse como injusto ya que no
somos la Iglesia, pero sería infantil ignorarlo. El hecho está ahí, y es tan humano
como inevitable.
A entorpecer este deber del ejemplo -siendo sal y luz- se asocia ese mundo
pluralista en que vivimos, donde gentes con otras creencias trabajan a nuestro
lado. En determinadas cuestiones o niveles la invitación al consenso limando las
aristas de la Verdad se hace apelando a un buen entendimiento, a la necesidad
de llegar a una solución que acepten todos. El miedo a parecer chocante o
impertinente, incluso a ser excluido, con nuestro ejemplo -riesgo que siempre se
puede evitar si se procede con tacto- no debe llevarnos a transigir o a atenuar
las exigencias de la verdad, porque así no lograríamos nada, excepto la
compasión o la burla. Por dolorosa que pudiera presentarse la alternativa,
tendríamos que asumirla. De lo contrario, no sería decorosa nuestra conducta ni
para nosotros ni para ellos. Pocas cosas despiertan tanta admiración y respeto
como el que dice o hace con libertad lo que piensa, sin ceder a presiones.
Ser sal y luz es enfocar con criterio cristiano la vida familiar, profesional, social...
sin prepotencias, con respeto, siendo veraces, alegres, sencillos, abiertos,
serviciales, atentos. Todos conocemos la poderosa influencia del ambiente, que
es la suma de los ejemplos de las personas que lo componen. Un ambiente
puede hacer que convicciones arraigadas, casi inamovibles, se desvanezcan
como la sal en el agua, al encontrar un clima hostil o indiferente. Y al revés.
Para bien o para mal, el ejemplo ejerce un poder de arrastre muy considerable.
¡Dar ejemplo! ¡Sin alardes, con la naturalidad del que cree sinceramente en
Jesucristo! Porque una cosa es el buen ejemplo y otra la ostentación. El bien que
hacemos es el que ignoramos. ¿No hemos meditado nunca que sobre cada uno
recae el peso de que el buen nombre de la Iglesia no se discuta por nuestra
conducta y la obligación de atraer a la luz y al calor de Cristo a muchos que
viven en la oscuridad de la ignorancia y sin el calor de la esperanza?