V DOMINGO T. ORDINARIO
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
Los rasgos del verdadero discípulo
El domingo pasado asistíamos al comienzo de la vida pública de Jesús. Hoy le
vemos en acción. Imaginemos que, a través del túnel del tiempo, nos
asomáramos a la escena. ¿Qué veríamos? Si atendemos a lo que el evangelista
Mateo nos dice en el capitulo anterior al de hoy (Mt 4,23), veríamos a Jesús
rodeado de gente pobre, muchos enfermos, personas afligidas por miles de
privaciones y quebrantos, al borde de la desesperación.
Pero lo más sorprendente es lo que hace: “Al ver el gentío que le seguía, subi
al monte, se sentó, se acercaron sus discípulos. Y tomando al palabra les
enseaba”.
Mateo ha dado a la narración un tono solemne: Quiere presentar a Jesús como
el nuevo Moisés, el legislador de la ley nueva, el verdadero liberador de todos los
que viven sometidos a esclavitudes.
Con todos los que participan de situaciones insostenibles, con quienes se sienten
frustrados en sus aspiraciones más hondas, con esa multitud que le sigue, nos
ponemos a la escucha. Parece que la solemnidad en que se encuadra el acto
presagia algo importante.
“¡ Bienaventurados …!”. Así empieza cada una de ochos frases del “ sermón de la
montaa”. El tema de la primera homilía de Jesús versa, pues, sobre la felicidad,
que eso son las bienaventuranzas.
Era como decir: Vosotros, los pobres, los afligidos, los maltratados por la vida
podéis ser felices. Porque la verdadera felicidad no la dan las riquezas, ni el
poder, ni el éxito, ni los meros placeres.
Las bienaventuranzas expresan la felicidad de la persona, el motivo de la misma,
la disposición para hacerla posible. Es una felicidad que no excluye ni las
contrariedades, ni las persecuciones. Las bienaventuranzas son los rasgos que
configuran al verdadero discípulo, o, más bien, el retrato de cuerpo entero de
Jesús, que las encarnó en su propia.
Se han definido las bienaventuranzas como la “carta magna del Reino”. Son
programa de vida, llamada a la conversión y, por eso, camino de felicidad: La
felicidad que habita en quienes se han liberado del afán de poseer y dominar, en
los humildes, en los limpios de corazón, en los misericordiosos, en los
sembradores de paz, en los que luchan por la justicia. Es la felicidad que tiene
como razón suprema la posesión del Reino de Dios, o sea, la comunión plena
con Dios.
Se trata de una vivencia que tendrá cumplimiento pleno en el cielo, pero no es
una promesa slo para el maana. “El Reino de Dios está ya en medio de
vosotros”, decía Jesús. Esa presencia transfigura el presente.
Las bienaventuranzas ni se rigen ni se entienden desde los esquemas de nuestra
lógica. Se entienden sólo desde los baremos del evangelio. Es un programa, el
programa del Reinado de Dios, que nunca seremos capaces de acoger y de
cumplir adecuadamente en esta tierra, pero que si el mundo lo atendiera, como
algunos ha reconocido, cambiaría; la humanidad viviría con un horizonte que
hoy, desde la lógica del mercado, seguramente no podemos ni siquiera
sospechar. A lo mejor las bienaventuranzas son el alma que necesita este
mundo para vivir de una manera más digna y más esperanzadora.
La misión del Rey en Israel, como vemos en los salmos, era, además de dar
seguridad a sus súbditos frente a invasiones externas, garantizar la justicia y la
libertad para los pobres y desvalidos: “ El librará al pobre que clamaba, al afligido
que no tiene protector ” rezamos en los salmos. El Reino de Dios es, ante todo,
para los pobres no porque sean mejores o más virtuosos, sino porque son
pobres. Dios reina desde la misericordia y la compasión. El reinado de Dios no
puede darse sin una radiante manifestación de la justicia de Dios.
En el mensaje de liberación y de gracia anunciado por Isaías - “anunciar la
Buena Noticia a los pobres…” se hizo realidad en Jesús, como él mismo diría en
la sinagoga de Nazaret. Se hizo realidad en Él, y quiere hacerse realidad en sus
seguidores.