Comentario al evangelio del Domingo 06 de Febrero del 2011
Somos Sal y Luz
Este es uno de los típicos evangelios que invitan al predicador a decir a sus oyentes que si Jesús nos
dice que somos la luz del mundo y la sal de la tierra, como de hecho parece que no estamos siendo la
luz del mundo ni la sal de la tierra, pues es que somos malos, muy malos, no cumplimos con nuestros
deberes cristianos y nos tenemos que convertir. Al final, da la impresión de que la primera función de
los sacerdotes, cuando predican los domingos, es estropear el domingo a los que van a misa.
Tendríamos que empezar de otra manera. Porque
Jesús parte de un presente de indicativo. Es decir, Jesús afirma que sus oyentes, sus discípulos “son” la
luz del mundo y la sal de la tierra. Nuestra primera mirada de este domingo debería dirigirse a los
discípulos. No eran ni muy inteligentes ni muy trabajadores ni muy ricos ni muy importantes.
Pescadores, un publicano, un revolucionario y algunos otros de los que no sabemos la profesión.
O podemos leer en este momento la segunda lectura, en la que Pablo habla de sí mismo y dice que,
al anunciar el misterio de Dios, no lo hizo con sublime elocuencia ni guiado por la sabiduría humana.
El objetivo de Pablo no fue sino mostrar el poder del Espíritu para que la fe de sus oyentes se apoyase
en el poder de Dios. Conclusión: que ni Pablo ni sus oyentes ni los discípulos que escuchaban a Jesús
eran gente importante desde el punto de vista humano.
No eran mejores que nosotros
En cuanto a su coherencia personal, a su madurez de fe, los discípulos ya vemos en el conjunto de
los Evangelios lo que dieron de sí. La mayoría, apóstoles incluidos, salieron corriendo cuando llegó el
momento de la verdad. Apenas quedaron unos pocos. Y bastante asustados. De los corintios, los
destinatarios de la carta de Pablo, también sabemos por sus mismas cartas que no era en ellos oro todo
lo que relucía. Y de Pablo, por muy apóstol que se considere, tenemos datos, sacados de sus mismas
cartas, que indican que tenía un genio muy fuerte y algunas limitaciones que le hacían pensar mucho
en la misericordia de Dios –cosa que a él no le importaba porque se gloriaba no en sí mismo sino en el
poder de Dios–.
Así que así como somos, con nuestras limitaciones, con nuestras pobrezas, como personas, como
comunidad, como iglesia, es como somos “luz del mundo y sal de la tierra”. Porque lo importante no
es que brillemos con nuestra propia luz sino que brille en nosotros el poder y la gracia de Dios. Lo
importante es el final del Evangelio: que los hombres den gloria a vuestro Padre que están en el cielo.
El objetivo de nuestra vida no es pues dar testimonio. Nosotros debemos comportarnos como
buenos cristianos. Pero no para enseñar a nadie ni para sentirnos superiores –que no otra cosa es
pretender ser “luz del mundo y sal de la tierra” por nuestra propias fuerzas– sino porque sabemos que
todos los hombres y mujeres de este mundo son nuestros hermanos y hermanas. Ahora llega el
momento de releer la lectura de Isaías. ¿No te sientes bien? ¿Sientes tu carne enferma? ¿Vives en la
oscuridad? Pues ahí tenemos algunas recomendaciones. Todo tiene solución.
Abiertos a los hermanos
La solución pasa por abrirse a la
solidaridad, por tender la mano al hermano. En palabras de Isaías: “parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo, viste al desnudo y no te cierres a tu propia carne” y “destierra la
opresión, la maledicencia y el gesto amenazador”. No es exactamente como una receta del médico pero
se puede hacer la prueba. Se trata de hacer algo extraño: al ponerse al servicio de los hermanos
necesitados y dejar de darle vueltas a los propios problemas, es cuando sentiremos que se nos curan
nuestros males y que nos brota la carne sana, nuestra oscuridad se volverá mediodía y brillará nuestra
luz en las tinieblas.
Como dice Jesús en el Evangelio, si la sal se vuelve sosa, ¿para qué sirve? Si nos centramos en
nuestro propio ombligo, en nuestros problemas, entonces nos convertimos en seres inútiles. La sal esta
vuelta a los demás para salar todo aquello a lo que haya que darle gusto. Si la luz se vuelve sólo para sí
no ilumina, no cumple su función. Tenemos que destaparnos, iluminar. Por pobre que sea nuestra luz
ayudará a los hermanos y a nosotros mismos a caminar. Pero si apagamos la linterna y la metemos en
el bolsillo para ahorrar baterías hasta nosotros mismos perderemos el camino.
Es tiempo de caminar y de escuchar las palabras de Jesús como una voz de aliento y no como una
acusación. Ya sabe Jesús de sobra lo que valemos y lo que damos de sí. Así y todo nos ha llamado para
ser sus discípulos. Menos auto-examinarnos continuamente y más hacer lo que nos pide Isaías.
Entonces, descubriremos, sorprendidos, que nuestra luz brillará en las tinieblas.
Fernando Torres Pérez cmf