5ª semana, lunes. En la creación, « vio Dios que era bueno», pero luego llegó el
pecado, y Jesús proclamaba el Evangelio del Reino y curaba a la gente de toda
enfermedad: «Los que lo tocaban se ponían sanos».
Génesis 1, 1-19: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad
caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las
aguas. Y dijo Dios: "Que exista la luz". Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena y
la separó de las tinieblas. A la luz la llamó día y a las tinieblas noche. Pasó una tarde,
pasó una mañana: el día primero.
Y dijo Dios: "Que haya un firmamento entre las aguas para separar unas aguas
de otras". Y así fue. Hizo Dios el firmamento y separó las aguas que hay debajo, de las
que hay encima de él. Al firmamento Dios lo llamó cielo. Pasó una tarde, pasó una
mañana: el día segundo.
Y dijo Dios: "Que las aguas que están bajo los cielos se reúnan en un solo lugar,
y aparezca lo seco". Y así fue. A lo seco lo llamó Dios tierra y a la acumulación de las
aguas la llamó mares. Y vio Dios que era bueno.
Y dijo Dios: "Produzca la tierra vegetación: plantas con semilla y árboles
frutales que den en la tierra frutos con semilla de su especie". Y así fue. Brotó de la
tierra vegetación: plantas con semilla de su especie y árboles frutales que dan fruto con
semilla de su especie. Y vio Dios que era bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el
día tercero.
Y dijo Dios: "Que haya lumbreras en el firmamento celeste para separar el día de
la noche, y sirvan de señales para distinguir las estaciones, los días y los años; que
brillen en el firmamento para iluminar la tierra. Y así fue. Hizo Dios dos lumbreras
grandes, la mayor para regir el día y la menor para regir la noche, y también las
estrellas; y las puso en el firmamento para iluminar la tierra, para regir el día y la noche,
y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno. Pasó una tarde, pasó una
mañana: el día cuarto.
Salmo 103, 1-2a.5-6.10.12.24 y 35c: Bendice al Señor, alma mía.
Bendice al Señor, alma mía: ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido de
majestad y de esplendor, envuelto en tu manto de luz.
Afirmaste la tierra sobre sus cimientos y permanecerá inconmovible para
siempre; le pusiste el océano como vestido y las aguas cubrían las montañas.
De los manantiales sacas los ríos, que corren entre las montañas; en sus riberas
anidan las aves del cielo, que dejan oír su canto entre las ramas.
¡Cuántas son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena
de tus criaturas.
Evangelio según san Marcos 6, 53-56: En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos
terminaron la travesía del lago, y tocaron tierra en Genesaret. Pero al desembarcar
algunos lo reconocieron. Recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los
enfermos en camillas adonde oían decir que se encontraba Jesús. Cuando llegaba a
cualquier ciudad, pueblo o aldea, colocaban en la plaza a los enfermos y le pedían que
les dejara tocar siquiera el borde de su manto; y todos los que lo tocaban quedaban
sanos.
Comentario: 1. Después de un mes con la carta a los Hebreos, pasamos al AT y
escuchamos el Génesis, esta vez sólo en su primera parte, los primeros once capítulos,
el origen del mundo y la humanidad, hasta Babel. Los capítulos 12 al 50, con la historia
de Abrahán, Isaac, Jacob y José, serán nuestra lectura más tarde, en las semanas 12 a 14
del Tiempo Ordinario. El Génesis no es un libro científico. O sea, no nos cuenta la
historia exacta de la evolución del cosmos hasta llegar a su situación actual. Es un libro
que intenta responder a los grandes interrogantes que Israel se ha hecho en varios
períodos de su historia: cuál es el origen del mundo, de la vida, del hombre. Interpreta la
historia desde el prisma religioso, que es la base de toda la Biblia: Dios es trascendente,
el creador de lo que existe, sobre todo de la vida y de la humanidad, todo lo ha hecho
bien y tiene un plan de salvación que empieza en la creación, llega a su plenitud al
enviarnos a su Hijo como Salvador universal y tiene como meta los cielos nuevos y la
tierra nueva al final de los tiempos. El Génesis nos cuenta todo esto utilizando géneros
literarios populares y poéticos, que expresan el trasfondo histórico por medio de
cuentos, relatos, mitos y leyendas, a los que su autor extrae un valor religioso para que
nos ayude en nuestro camino. Por ejemplo, nos dice que la creación se hizo «en siete
días» y que al final, «Dios descansó». Es una manera popular y antropomórfica de
describir un proceso cuyos detalles científicos no interesan al autor y de paso justificar
la institución de la semana y el descanso del sábado. La Biblia no nos quiere enseñar
técnicamente cómo surgieron las diversas especies de animales, o el hombre y la mujer:
lo de la arcilla para Adán y la costilla para Eva son evidentemente géneros literarios sin
pretensiones de exactitud biológica. Lo mismo pasa con el origen de los astros. La
Biblia no quiere decirnos tanto cómo se hizo el cielo, sino cómo se va al cielo, en frase
atribuida a Galileo. No nos da lecciones de cosmología, sino que nos invita a entonar un
himno de alabanza a las grandezas de Dios creador. Los estudiosos notan en los libros
del Pentateuco (los «cinco libros» atribuidos a Moisés: Génesis, Éxodo, Levítico,
Números y Deuteronomio) la mezcla de varias «versiones» o tradiciones, cada una con
sus fuentes y sus tendencias: sobre todo la yahvista y la sacerdotal. La primera, la
tradición yahvista, fue escrita en el siglo X antes de Cristo, en tiempos del rey Salomón.
La segunda, la sacerdotal, es más reciente, del siglo VI, en tiempos del destierro. El
libro actual del Génesis es una mezcla de ambas. Hoy leemos el principio de todo.
Cómo Dios pone orden en el caos inicial, pensando en el hombre y su bien. El primer
día separa la luz de las tinieblas. El segundo, las aguas superiores y las inferiores. El
tercero, la tierra de los mares. El cuarto, el día y la noche. Siempre, después de la
«jornada» en que sucede, se afirma que «vio Dios que era bueno».
El estudio sobre el origen del cosmos está de plena actualidad. Las hipótesis se
suceden unas a otras, más o menos en la línea del «big bang», la gran explosión que
habría sucedido al inicio de todo desde la materia concentrada. También sobre el origen
y la antigüedad de la vida en nuestro planeta se siguen ofreciendo teorías y pruebas más
o menos aceptadas. Lo que iremos leyendo en el Génesis es perfectamente compatible
con estos esfuerzos científicos. Porque aquí el autor sagrado -un redactor «sacerdotal»
que escribe después del destierro- sólo nos dice que en el origen de todo está Dios, su
voluntad creadora, comunicadora, llena de sabiduría y amor. Y lo dice según el lenguaje
y la cosmovisión propios de su época. En la plegaria eucarística IV el sacerdote alaba
así a Dios: «Te alabamos, Padre, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con
sabiduría y amor». Podría haber añadido «y con humor», porque en verdad, tanto el
macrocosmos como el microcosmos, desde los astros hasta los más pequeños animalitos
y flores, están llenos de belleza y detalles sorprendentes. Tenemos que escuchar estas
páginas con la intención poética y religiosa del que las escribió. Dios crea. Es lo suyo,
comunicar el ser, comunicar su vida y su felicidad. Dios empieza su aventura de la
creación, su historia con el hombre. «Hiciste todas las cosas para colmarlas de tus
bendiciones» (de nuevo la plegaria eucarística IV). Y lo hace bien, para que el hombre
encuentre un mundo armónico, hermoso, capaz de darle felicidad: la luz, el agua, el dÍa
y la noche. Tendríamos que refrescar nuestra capacidad de asombro y admiración por
las cosas que nos ha regalado Dios en este mundo en que vivimos. Deberíamos ser
todos de alguna manera ecologistas, admiradores y conservadores de esta naturaleza
para bien de todos. El salmo nos ayuda a esta oración contemplativa: «Dios mío, qué
grande eres. Te vistes de belleza y majestad... Asentaste la tierra sobre sus cimientos...
de los manantiales sacas los ríos... Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con
sabiduría».
En la Colecta de hoy oramos: “Padre santo todopoderoso, protector de los que en
ti confían; ten misericordia de nosotros y enséñanos a usar con sabiduría de los bienes
de la tierra, a fin de que no nos impidan alcanzar los del cielo”. En la primera página de
la Sagrada Escritura nos describe con sencillez y grandiosidad la creación del mundo; y
vio Dios que era bueno todo cuanto salía de sus manos. Después, coronando todo
cuanto había hecho, creó al hombre, y lo hizo a su imagen y semejanza. Y la misma
Escritura nos enseña que lo enriqueció de dones y privilegios sobrenaturales,
destinándolo a una felicidad inefable y eterna. Nos revela también que de Adán y Eva
proceden los demás hombres, y, aunque estos se alejaron de su Creador, Dios no dejó de
considerarlos como hijos y los destinó de nuevo a su amistad. La voluntad divina
dispuso que la criatura humana participara en la conservación y propagación del género
humano, que poblara la tierra y la sometiera, dominando sobre los peces del mar, sobre
las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la
tierra.
El Señor quiso también que las relaciones entre los hombres no se limitaran a un
trato de vecindad ocasional y pasajero, sino que constituyeran vínculos más fuertes y
duraderos, que vinieran a ser los cimientos de la vida en sociedad. El hombre buscará
ayuda para todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida exigen, pues la
Providencia divina ordenó su naturaleza de tal modo que naciera inclinado a asociarse y
unirse a otros, en la sociedad doméstica y en la sociedad civil, que le proporciona lo
necesario para la vida. El Concilio Vaticano II nos recuerda que “el hombre, por su
íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin
relacionarse con los demás”. “La sociedad es un medio natural que el hombre puede y
debe usar para obtener su fin”: es el ámbito ordinario en el que Dios quiere que nos
santifiquemos y le sirvamos. Vivir en sociedad nos facilita los medios materiales y
espirituales necesarios para desarrollar la vida humana y la sobrenatural. Esta
convivencia es fuente de bienes, pero también de obligaciones en las diversas esferas en
las que tiene lugar nuestra existencia: familia, sociedad civil, vecindad, trabajo... Estas
obligaciones revisten un carácter moral por la relación del hombre a su último fin, Dios.
Su observancia o su incumplimiento nos acerca o nos separa del Señor. Son materia del
examen de conciencia. Dios nos llama a la convivencia, a aportar con sencillez lo que
esté en nuestras manos –poco o mucho– para el bien de todos. Examinemos hoy en este
rato de oración si vivimos abiertos a los demás, pero particularmente a quienes el Señor
ha puesto más cerca de nuestra existencia. Pensemos si estamos de ordinario
disponibles, si cumplimos ejemplarmente los deberes familiares y sociales, si pedimos
con frecuencia luz al Señor para saber lo que hemos de hacer en cualquier oportunidad y
llevarlo a cabo con entereza, con valentía, con espíritu de sacrificio. Preguntémonos
muchas veces: ¿qué puedo hacer por los demás?, ¿qué palabras puedo decirles que sean
alivio y ayuda? “La vida pasa. Nos cruzamos con la gente en los variadísimos senderos
o avenidas del vivir humano. Cuánto queda por hacer... ¿Y por decir? (...). Cierto que
primero hay que hacer (cfr. Hech 1, 1); pero luego hay que decir: cada oído, cada
corazón, cada mente, tienen su momento, su voz amiga que puede despertarles de su
marasmo y de su tristeza.
“Si se ama a Dios, no puede dejar de sentirse el reproche de los días que pasan,
de las gentes (a veces tan cercanas) que pasan... sin que nosotros sepamos hacer lo que
hacía falta, decir lo que había que decir” (C. Lpez Pardo). Pidamos mucho a Jesús, que
nos ve y nos oye, no caminar nunca de espaldas e indiferentes a quienes están a nuestro
lado por tantas diversas razones: de parentesco, amistad, trabajo, ciudadanía...
Esta solidaridad y dependencia mutua de unos hombres con otros, nacida por
voluntad divina, fue sanada y fortalecida por Jesucristo al asumir la naturaleza humana
en el momento de su Encarnación, y al redimir a todo el género humano en la Cruz. Este
es el nuevo título de unidad: haber sido constituidos hijos de Dios y hermanos de los
hombres. Así debemos tratar a todo el que encontremos cada día en nuestro caminar.
“Tal vez se trate de un hijo de Dios ignorante de su grandeza, acaso en rebeldía contra
su Padre. Mas en todos, aun en el más deforme, rebelde o alejado de lo divino, hay un
destello de la grandeza de Dios (...). Si sabemos mirar, estamos rodeados de reyes a
quienes hemos de ayudar a descubrir las raíces ¡y las exigencias! de su seorío” (C.
López Pardo).
Además, la noche antes de la Pasión nos dejó el Señor un mandamiento nuevo,
para superar, si fuera necesario heroicamente, los agravios, el rencor..., y todo lo que es
causa de separación. Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como
Yo os he amado, es decir, sin límites, y sin que nada sirva de excusa para la
indiferencia. Así, nuestra vida está llena de poderosas razones para convivir en
sociedad, la cual, al ser más cristiana por nuestras obras, se vuelve más humana. No
somos los hombres como granos de arena, sueltos y desligados unos de otros, sino que,
por el contrario, estamos relacionados mutuamente por vínculos naturales, y los
cristianos, además, por vínculos sobrenaturales.
Parte importante de la moral son los deberes que hacen referencia al bien común
de todos los hombres, de la patria en la que vivimos, de la empresa en que trabajamos,
de la vecindad de la que formamos parte, de la familia que es objeto de nuestros
desvelos, sea cual sea el puesto que en ella ocupemos. No es cristiano, ni humano,
considerar estos deberes solo en la medida en que personalmente nos son útiles o nos
causan un perjuicio. Dios nos espera en el empeño, según nuestras posibilidades, por
mejorar la sociedad y los hombres que la componen.
La dimensión apostólica y fraterna es, por querer divino, tan esencial al hombre
que no puede concebirse una orientación a Dios que prescinda de los lazos que unen a
cada persona con aquellos con quienes convive o se relaciona. No agradaríamos a Dios
si, de algún modo, hay despego de quienes están a nuestro alrededor, si dejamos de
ejercitar las virtudes cívicas y sociales. “Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al
encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida
aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino
que formamos todos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso
de nuestra libertad”.
Examinemos hoy, en la oración personal, cómo estamos contribuyendo al bien
común de todos, si somos ejemplares en aquello que se relaciona con los deberes
sociales y cívicos (cumplimiento de las leyes de tráfico, tributos justos, participación en
asociaciones, ejercicio del derecho al voto...), si tenemos en cuenta que necesitamos de
los demás y los demás de nosotros, si nos sentimos corresponsables de la conducta
moral de los otros, si procuramos superar sin rodeos aquello que puede ser causa de
separación, o al menos que no es ayuda para la convivencia.
El desarrollo de la sociedad tiene lugar gracias a la contribución de sus
miembros, cada uno de los cuales aporta lo que le es propio, aquellos dones que recibió
del Señor y que incrementó con su inteligencia, la ayuda de la sociedad y la gracia de
Dios. Estos bienes y dones nos fueron dados para el desarrollo de la propia personalidad
y para lograr el fin último; pero también para servicio del prójimo. Es más, no
podríamos alcanzar el fin personal si no es contribuyendo al bien de todos.
Por no estar el desarrollo de la sociedad al margen de los planes del Señor, el
concurso personal de cada uno al bien común reviste el carácter de una ineludible
obligacin moral. “La vida social no es para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a
través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los
hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita
para responder a su vocacin” (Gaudium et spes 25). Unas obligaciones son de estricta
justicia en sus diversas formas; otras son exigencias de la caridad, que va más allá de
dar a cada uno lo que estrictamente le corresponde. Unas y otras se cumplen cada vez
que contribuimos al bien de todos, para que la sociedad en la que vivimos sea cada vez
más humana y cristiana, por ejemplo, “ayudando y promoviendo a las instituciones,
públicas y privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre” (id
30): fundaciones, obras de caridad y de formación, de cultura, publicaciones de sana
doctrina, etc. Pues “hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en
realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades
sociales. No solo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las
normas sociales” (id), y viven entonces de espaldas a sus hermanos los hombres y de
espaldas a Dios.
Pensemos junto al Señor en quienes nos rodean. ¿Contribuyo según mis
posibilidades al fomento del bien común: dedicando tiempo a instituciones y obras en
bien de la sociedad, colaborando económicamente, apoyando iniciativas en favor de los
demás, particularmente de los más necesitados? ¿Cumplo fielmente las obligaciones que
se derivan de vivir en sociedad: ruidos, limpieza...? ¿Cultivo las virtudes de convivencia
–afabilidad, gratitud, optimismo, puntualidad, orden...– en mi ámbito familiar? ¿Me
mueve habitualmente el afán de servir a los demás, aunque sea en cosas muy pequeñas?
(F. Fernández Carvajal). Por eso la oración de hoy pide encontrar a Dios en medio de
las cosas buenas del mundo.
"En el principio ya existía la Palabra" (Jn 1, 1). El relato sacerdotal con que se
abre el libro del Génesis es un buen testimonio de los conocimientos científicos de la
época en que fue escrito. La visión del cosmos que se desprende del relato pertenece al
fondo común de la Antigüedad. La tierra ocupa el centro cósmico como un disco
rodeado por el mar y colocado sobre las aguas primordiales; encima, la bóveda celeste
separa las aguas que hay debajo de ella de las aguas que hay encima. Pero el relato es
mucho más que una antología del saber de los sacerdotes que lo escribieron: hace una
reflexión teológica sobre el origen del mundo y la existencia del hombre. En primer
lugar, define con términos vigorosos la esencia de la creación: el universo no es de
naturaleza divina: es mero producto de la voluntad personal de Dios. En efecto, la
creación vio la luz y se mantiene en el ser por gracia de la Palabra. Por otra parte, los
primeros versículos subrayan la extrema precariedad del mundo creado, totalmente
rodeado por lo informe, que puede absorberlo en cualquier momento. Esta afirmación
fundamental tiene unas consecuencias escatológicas importantes: lo que en realidad
sugiere es que el mundo está sometido a la jurisdicción de la Palabra, que lo mantiene
en la existencia.
La descripción de las etapas sucesivas de la creación es igualmente rica en
enseñanzas. La primera conclusión señala el papel de la luz, elemento privilegiado de la
creación; sin ella, todo vuelve a la oscuridad y, por consiguiente, al caos. La
introducción de la bóveda celeste en el relato es también muy sugerente, pues ha
conservado el vestigio de las dos concepciones que se reparten el relato, la primera de
las cuales habla de una creación por la Palabra; la otra -más arcaica, sin duda- presenta a
Dios como algo parecido a un chapista que hubiera trabajado el metal de la bóveda a
golpe de martillo (v. 7: "Hizo Dios una bóveda"). En cuanto a la creación de los
vegetales, esta segunda concepción llama la atención sobre la participación de la tierra
en el acto creador (v. 12: "La tierra brotó hierba verde...").
Por último, están los astros. Un análisis detallado mostraría que el autor
modificó su fuente para situar la creación de los astros en el día cuarto, o sea, el
miércoles, que es el primer día del año en el calendario sacerdotal. En efecto, la misión
de los astros era presidir las fiestas, los días y los años, y no regir el destino personal de
los individuos, como admitía el pensamiento común de la Antigüedad. Hay, pues, en el
relato sacerdotal una voluntad deliberada de rebajar la importancia de los astros; éstos
no son más que unas "lumbreras", humildes servidores. La Biblia no contemporiza con
los mercaderes de horóscopos (“Dios cada día”, Sal terrae).
No hay problema sobre la falta de concordancia entre la verdad mítica (la
historia que nos presenta este pasaje, ropaje literario para mostrar la verdad religiosa) y
lo que nos dicen las ciencias, pues como dice Agustín: "No se lee en el Evangelio que
el Señor haya dicho; os mando el Paráclito que os enseñará cómo camina el sol y la
luna. Pues quería hacer cristianos, no matemáticos". Y al parecer fue Galileo quien dijo
comentando esas palabras, muy agudamente: "El Espíritu Santo en la Escritura no nos
enseña cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo". Las verdades religiosas que nos
enseña:
a) que en última instancia Dios es creador y Señor de todas las cosas;
b) que este poder omnipotente de Dios no es una fuerza ciega y caótica, sino que
obra a impulso de la Palabra de Dios, que, a su vez, es expresión de la inteligencia y
sabiduría divinas, que se manifiestan en el orden y distinción de los seres creados;
c) que toda criatura, por ser obra de Dios es buena, ya que ha sido creada
conforme a la idea ordenadora de la inteligencia divina;
d) que los astros no son algo divino, sino que se mueven porque Dios determinó
su curso y son un mero instrumento al servicio del hombre, por lo tanto, no ejercen
influencia sobre su destino personal.
El hombre se ha preguntado siempre por "el principio". Esa pregunta inocente de
todas los niños: ¿qué fue antes el huevo o la gallina? Se la hace continuamente el
hombre respecto de sus cosas y de su mundo. También el pueblo de Dios, el antiguo
Israel, se hacía esa pregunta respecto de su "principio" como pueblo e interpretando las
tradiciones heredadas descubre que fue Dios el principio salvador de su pueblo, que le
hizo salir de Egipto, con mano poderosa y brazo extendida, y conduciéndole a través del
desierto, librándole de todos los peligros, le hizo entrar en la tierra prometida.
-Todos los seres, fuera de Dios, han sido creados. Todos son distintos de El.
Todos son radicalmente dependientes. Dependientes en aquello que tienen de más
interno, que es el propio ser, raíz de toda actividad. "¿Qué tienes que no hayas recibido?
Y si lo recibiste ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido? 1Co 4, 7.
-Ningún ser puede presentar derechos ante Dios. Cada uno tendrá aquello que
Dios ha pensado para él. Dios no hace injusticia a nadie.
-Todos los seres creados son buenos. Todos salen de sus manos hechos una
maravilla. Dios lo hace todo bien.
-Todos los seres creados están al servicio del hombre. Ninguno debe esclavizar
al hombre. Ninguno debe ser adorado por el hombre.
-La primera característica de la acción creadora de Dios es su plena "gratuidad".
La iniciativa de la creación es pura y exclusivamente de Dios. Nada de lo creado ha
influido en El para venir a la existencia. Sólo el amor de Dios ha realizado esta
maravilla. Sólo el querer de Dios ha dado ser y vida al mundo y al hombre.
-La creación lleva el sello del creador. A través de lo creado, el hombre puede
llegar a Dios. En las obras de las manos de Dios se descubren sus huellas. Su
contemplación nos ayuda a descubrir quién es y también cómo es Dios. Rm 1, 19-22
-El conocimiento de la creación suscita en el hombre la admiración y la
alabanza, por la bondad de Dios.
¡Oh bosques y espesuras, / plantadas por la mano del Amado! / ¡Oh prado de
verduras / de flores esmaltado! / decid si por vosotros ha pasado.
Mil gracias derramando, / pasó por estos sotos con presura. / Y, yéndolos
mirando, / con sólo su figura, / vestidos los dejó de su hermosura (San Juan de la Cruz,
Cántico espiritual)
Fray Diego de Estella (s. XVI) a su vez dice: "Todas tus criaturas me dicen,
Señor, que te ame y en cada una de ellas veo una lengua que publica tu bondad y
grandeza. La hermosura de los cielos, la claridad del sol y de la luna, la refulgencia de
las estrellas, las corrientes de las aguas, las verduras de los campos, la diversidad de las
flores, variedad de colores y todo cuanto tus divinas manos fabricaron, ¡oh Dios de mi
corazón y esposo de mi alma! me dicen que te ame.
Todo cuanto veo me convida con tu amor, y me reprende cuando no te amo. No
puedo abrir mis ojos sin ver predicadores de tu muy alta sabiduría, ni puedo abrir mis
oídos, sin oír pregoneros de tu bondad, porque todo lo que hiciste me dice, Señor, quién
eres. Todas las cosas criadas, primero enseñan el amor del criador que el don".
2. El salmo sigue cantando que Dios todo lo hizo bueno, pero es necesario que
Jesús venga a curar las heridas que se causarán en esta creación. San Gregorio Magno
(540-604) en su comentario al salmo 50 decía: “Todos los que le tocaban quedaban
curados”… “Imaginémonos en nuestro interior a un herido grave, de tal forma que está
a punto de expirar. La herida del alma es el pecado del que la Escritura habla en los
siguientes términos: “Todo son heridas, golpes, llagas en carne viva, que no han sido
curadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite.” (Is 1,6) ¡Reconoce dentro de ti a tu
médico, tú que estás herido, y descúbrele las heridas de tus pecados! ¡Que oiga los
gemidos de tu corazón, él para quien todo pensamiento secreto queda manifiesto! ¡Que
tus lágrimas le conmuevan! ¡Incluso insiste hasta la testarudez en tu petición! ¡Que le
alcancen los suspiros más hondos de tu corazón! ¡Que lleguen tus dolores a conmoverle
para que te diga también a ti: ”El Seor ha perdonado tu pecado.” (2Sm 12,13) Grita
con David, mira lo que dice: “Misericordia Dios mío....por tu inmensa compasin” (Sal
50,3).
Es como si dijera: estoy en peligro grave a causa de una terrible herida que
ningún médico puede curar si no viene en mi ayuda el médico todopoderoso. Para este
médico nada es incurable. Cuida gratuitamente. Con una sola palabra restituye la salud.
Yo desesperaría de mi herida si no pusiera, de antemano, mi confianza en el
Todopoderoso”.
3.- Mc 6,53-56. El evangelio de hoy es como un resumen de una de las
actividades que más tiempo ocupaba a Jesús: la atención a los enfermos. Son continuas
las noticias que el evangelio nos da sobre cómo Jesús atendía a todos y nunca dejaba sin
su ayuda a los que veía sufrir de enfermedades corporales, psíquicas o espirituales.
Curaba y perdonaba, liberando a la persona humana de todos sus males. En verdad
«pasó haciendo el bien». Como se nos dice hoy, «los que lo tocaban se ponían sanos».
No es extraño que le busquen y le sigan por todas partes, aunque pretenda despistarles
atravesando el lago con rumbo desconocido.
La comunidad eclesial recibió el encargo de Jesús de que, a la vez que anunciaba
la Buena Noticia de la salvación, curara a los enfermos. Así lo hicieron los discípulos ya
desde sus primeras salidas apostólicas en tiempos de Jesús: predicaban y curaban. La
Iglesia hace dos mil años que evangeliza este mundo y le predica la reconciliación con
Dios y, como hacia Jesús. Todo ello lo manifiesta de un modo concreto también
cuidando de los enfermos y los marginados. Esta servicialidad concreta ha hecho
siempre creíble su evangelización, que es su misión fundamental. Un cristiano que
quiere seguir a su Maestro no puede descuidar esta faceta: ¿cómo atendemos a los
ancianos, a los débiles, a los enfermos, a los que están marginados en la sociedad? Los
que participamos con frecuencia en la Eucaristía no podemos olvidar que comulgamos
con el Jesús que está al servicio de todos, «mi Cuerpo, entregado por vosotros», y por
tanto, también nosotros debemos ser luego, en la vida, «entregados por los demás». De
modo particular por aquellos por los que Jesús mostró siempre su preferencia, los
pobres, los débiles, los niños, los enfermos. Sería bueno que leyéramos los números
1503-1505 del Catecismo de la Iglesia que tratan de «Cristo, médico», y los números
1506-1510 sobre «sanad a los enfermos», el encargo que Jesús dio a los suyos para con
los enfermos: la asistencia humana, la oración, y de modo particular el sacramento
propio de los cristianos enfermos: la Unción.
El milagro de la multiplicación de los panes, que acaba de producirse ha
suscitado el entusiasmo popular. Da la impresión de que "Jesús y sus discípulos" están
jugando al escondite con la muchedumbre: tratan de huir atravesando el lago, en un
sentido o en otro. Pero cada vez la muchedumbre les encuentra. Jesús y sus discípulos
no pueden escapar de las gentes. Es necesario ocuparse de ellas: el descanso será para
más tarde. Repensemos el hecho: vienen de la misión, necesitan de un lugar tranquilo,
atraviesan el lago: la muchedumbre está ahí. Se las arreglan para salir desapercibidos
(Mc 6, 45). ¡Es inútil! la gente los ha alcanzado de nuevo. Señor, danos tu
disponibilidad.
-Adonde quiera que llegaba, en las aldeas, ciudades o granjas, colocaban a los
enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiera tocar siquiera la orla de su
vestido. Y cuantos le tocaban quedaban sanos.
La "enfermedad"... En nuestros días la curación de las enfermedades
corresponde a la ciencia médica. Pero los antiguos, en todas las civilizaciones del
mundo, dieron a la enfermedad y a la curación una significación religiosa. Se recurría a
Dios para ser curado... mientras que hoy la primera reacción es llamar al médico. Y esto
esta bien. El hombre con la inteligencia que Dios le ha dado, debe combatir el mal:
ayudar, cuidar, sanar, sigue siendo un "don de Dios", si bien pasa por las manos, la
inteligencia y el corazón de los hombres. Médicos y enfermeras... maravillosa vocación
al servicio de la humanidad.
Sí, la enfermedad y los sufrimientos que la acompañan, sitúan al hombre en una
terrible inseguridad: simbolizan la fragilidad de la condición humana, sometida a
riesgos inesperados e imprevisibles. La enfermedad contradice el deseo de absoluto y de
solidez, que todos tenemos: y es por ello que la enfermedad guarda siempre una
significación religiosa, aun para el hombre moderno.
De esta inseguridad radical, los médicos no pueden curarnos. Sólo Jesús puede
hacerlo, por la fe, en cuanto esperamos la curación definitiva en el más allá (Noel
Quesson).
Los genios son genios no por lo que producen, sino por lo que proyectan, por lo
que reparten. Un genio no es un hombre que tiene el alma muy grande, sino un hombre
de cuya alma podemos alimentarnos. En los santos la cosa es aún más clara: son santos
porque no se reservaron nada para sí, sino que se entregaron a todos cuantos les
rodeaban. Jesús, que acababa de multiplicar los panes compadeciéndose de la multitud,
les da después, a los discípulos, un susto tremendo. Por así decirlo, se trata de una de
esas «bromas del Altísimo». Una vez que se les pasó el miedo de haber visto a Jesús
caminando sobre las aguas, tocan tierra de nuevo. ¡Qué personalidad la de Cristo! En
cuanto bajó de la barca, le reconocieron y corrieron a Él. ¡Es la fuerza de los santos, la
fuerza de Dios! Cada tarde, al volver del trabajo, anhelamos encontrar a nuestros seres
queridos y disfrutar de la paz del hogar. El esfuerzo cotidiano exige un buen descanso.
Jesús no se detuvo a contemplar su cansancio, su fatiga ni siquiera, si estaba o no dentro
de su horario de trabajo o si se le pagaría una prima extra. Esta es la verdadera
generosidad. Esto es no reservarse nada para sí, sino entregarse a los demás. Le traían
enfermos. Deseaban, al menos tocar la orla de sus vestidos para ser curados. A nosotros,
Dios no nos pide directamente que curemos enfermos o hagamos todo tipo de milagros.
Quizá no esté a nuestro alcance. Pero sí podemos dar una palabra de aliento al
compañero de trabajo. Una sonrisa a quienes suben con nosotros en el ascensor. Una
atención y un recuerdo en la oración para quien nos pide ayuda por la calle. La alegría y
el detalle con nuestra esposa o esposo y nuestros hijos, a pesar de la tensión acumulada
en el trabajo. Cosas sencillas pero que, a los ojos de Dios, tienen un valor inmenso. Los
genios, los grandes santos, lo han sido a base de estos pequeños pero valiosos actos de
amor y generosidad. Y tú, ¿qué esperas para ser feliz? (Xavier Caballero). Llucià Pou
Sabaté.