Comentario al evangelio del Domingo 13 de Febrero del 2011
A Ras de Tierra
Desde que Jesús se encontró con Zaqueo y le dijo aquello de “¡Baja del árbol!”, los cristianos nos
hemos dado cuenta de que lo nuestro no son los éxtasis místicos a dos metros sobre el nivel del suelo
sino estar con los pies bien pegados a la tierra. No ha sido ni es fácil convencerse de ello. A nosotros
nos gusta mirar al cielo. Y a los discípulos también les gustaba. No en vano tuvieron que aparecer
aquellos ángeles poco después de la ascensión de Jesús para decirles “¿Qué hacéis ahí mirando al
cielo?”
En esta tierra es donde sucede la
vida en todas sus dimensiones. En esta tierra es donde disfrutamos la vida que nos ha regalado Dios.
En esta tierra es también donde la vida se niega y se destruye, donde no se respeta la libertad de los
hijos de Dios y se pisotea su dignidad. En esta tierra es donde se vive –o no– día a día la fraternidad
que es el Reino que anunció Jesús. En esta tierra es donde vivimos comprometidos con los hermanos y
hermanas en la creación de los cielos nuevos y la tierra nueva, que son obra de Dios pero fruto de
nuestras manos en esa maravillosa interacción de la gracia de Dios con el compromiso y esfuerzo
humano.
Un toque horizontal
Por eso la predicación de Jesús tiene un toque horizontal. Él también da normas como buen
maestro que era. Pero sus normas no se orientan primariamente a estar a bien con Dios. No determina
ni las oraciones ni el tiempo que hay que dedicar a rezar. No dice que haya que ir al templo de
Jerusalén ni a la sinagoga. Pero tiene clarísimo que no ha venido a abolir la ley sino a darla plenitud. Y
para ello nos da un pescozón y nos invita a mirar a ras de tierra.
Lo importante en el reino de los cielos es querer de verdad a los hermanos. No se trata sólo de no
matar físicamente. Se trata de no matar de ninguna manera. Porque llamar “imbécil” al hermano –al
que es hijo o hija de Dios como yo– es una forma de matar, de negarle su dignidad. Se trata de no
matar con el corazón. Se trata de amar y de no odiar. Hasta tal punto la norma es importante que la
reconciliación es prioritaria sobre la ofrenda que se va a poner en el altar. Poner la ofrenda sin haberse
reconciliado antes es inútil. Que los hijos se den la mano y hagan las paces, es posiblemente la mejor
ofrenda que puede recibir Dios.
Lo mismo se puede decir de las otras normas que da Jesús. El adulterio no se produce sólo cuando
se tienen relaciones sexuales. El adulterio nace en el corazón de la persona que se deja llevar por el
deseo sin respetar la dignidad ni la posición de la otra persona. Tampoco basta con tener el papel que
dice que legalmente ha habido un divorcio. Hay que ver las razones escondidas en el corazón de las
personas que han llevado a esa situación. Y hay que tener cuidado en usar el nombre de Dios para
justificar nuestros actos y nuestros intereses egoístas. A las personas honestas y honradas les basta con
un “sí” o un “no”.
Donde se juega la partida...
Como dice la primera lectura, es de prudencia cumplir la voluntad de Dios. Sobre todo, porque
Dios no nos pide nada que nos saque de nuestra realidad. Su sabiduría es tan inmensa que nos sitúa en
nuestro lugar y ahí nos pide que seamos y nos comportemos como lo que ya somos: hijos e hijas de
Dios y, por tanto, hermanos. Esa es la verdadera sabiduría.
No la que se presenta con palabras oscuras que nadie entiende sino la que habla un lenguaje sencillo,
lleno de sentido común, directo. Y nos dice lo que, a veces, no queremos escuchar por demasiado
obvio. Algo así como: “está muy bien que reces mucho pero donde se juega la partida es en la relación
con tus familiares, con tus hijos, con tu esposa, con tus amigos, en el trabajo, con los vecinos...”
Quizá nos gustaría más que Jesús nos invitase a entrar en meditación continua, a retirarnos del
mundo para entregarnos a la oración en el silencio de una iglesia. Pero Jesús nos llama, por el
contrario, a poner los pies en el suelo, a reconocer que no basta con cumplir la letra de la ley sino a
cumplirla de corazón. En otras palabras que amar es preocuparnos de verdad por el bien de los que nos
rodean. Sin caer en distingos legales. Sin poner excusas.
Cuentan de aquel santo eremita que iba a misa un domingo al pueblo más cercano y que por el
camino se encontró con un campesino al que se le había atascado el carro en el barro del camino. Se
paró a ayudarle. Se ensució con el barro. Y llegó tarde a misa. ¿Cometió pecado? ¿No fue más
verdadera la eucaristía que celebró ayudando a su hermano a salir del barro del camino? Así, a ras de
tierra, nos quiere Dios para construir con su gracia el Reino.
Fernando Torres Pérez cmf