Jesús y la Ley
Homilía para el Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
De modo más o menos consciente o inconsciente podemos experimentar la
tentación de contraponer la exigencia de la Ley a la palabra de gracia del
Evangelio. La Ley apuntaría a lo imposible, a lo que el hombre, conforme a
su naturaleza, no podría hacer ni cumplir. Frente a la imposibilidad de la
Ley, estaría la pura gracia del Evangelio.
Es verdad que “Dios hace posible por su gracia lo que manda” y que, sin la
ayuda de Cristo, no podemos hacer nada (cf Jn 15,5). Pero, en realidad, no
hay una contraposición entre la Ley y el Evangelio. Jesús no viene a abolir
la Ley de Moisés, que se resume en los diez mandamientos, sino a llevarla a
plenitud: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he
venido a abolir, sino a dar plenitud” ( Mt 5,17).
Jesús lleva a plenitud la Ley “aportando de modo divino su interpretación
definitiva: Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os
digo ( Mt 5,33-34)” (cf Catecismo 581). Esta autoridad que Jesús reivindica
para sí es la autoridad de Dios. Él es el legislador y la norma de la Ley
nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” ( Jn 15,12).
¿En qué sentido Jesús lleva la Ley a su plenitud? En primer lugar,
interiorizando su cumplimiento. La alianza nueva se grabará en la mente y
en los corazones (cf Hb 8,8.10), sin que quepa una observancia de la
misma puramente exterior.
En segundo lugar, subrayando la importancia del amor: “La Ley nueva es
llamada ley del amor , porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu
Santo más que por el temor” ( Catecismo 1972).
En tercer lugar, elevando sus exigencias; es decir, tratando de imitar la
generosidad divina. No basta, por ejemplo, con no matar; es preciso
perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf Mt 6,1-6).
En Jesús mismo se cumple toda la Ley, hasta el más pequeño de sus
mandatos (cf Mt 5,18). El que se salte uno de estos mandatos será “el
menos importante en el Reino de los cielos”. El mandamiento nuevo de
Jesús, el del amor, los compendia todos.
En la pasión de Cristo resplandece este amor que no desprecia lo mínimo.
San Hilario comenta que “nada puede ser menor que lo que es mínimo. Y la
cosa más pequeña de todas es la pasión del Señor y su muerte de cruz. El
que por vergüenza no las confiese será el menor de todos, pero al que las
confiese se le promete la gloria de una gran vocación en el cielo”.
En la pasión del Salvador, un sendero que conduce a la vida, se hacen
reales las palabras del Salmo: “Dichoso el que con vida intachable camina
en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca
de todo corazón” ( Sal 118).
Cristo es la luz que ilumina nuestras acciones y que guía nuestra libertad
hasta la verdad plena. A imagen de Cristo, dejándonos guiar por el Espíritu
Santo, la gracia nos moverá a cumplir lo mismo que la Ley prescribe.
Guillermo Juan Morado.