SANTA MISA "IN CENA DOMINI"
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Jueves Santo, 28 de marzo de 2002
1. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo" ( Jn 13, 1).
Estas palabras, recogidas en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar,
subrayan muy bien el clima del Jueves santo. Nos permiten intuir los
sentimientos que experimentó Cristo "la noche en que iba a ser entregado"
( 1 Co 11, 23) y nos estimulan a participar con intensa e íntima gratitud en el
solemne rito que estamos realizando.
Esta tarde entramos en la Pascua de Cristo, que constituye el momento
dramático y conclusivo, durante mucho tiempo preparado y esperado, de la
existencia terrena del Verbo de Dios. Jesús vino a nosotros no para ser servido,
sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de
todos los tiempos. Anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, en el
Cenáculo quiso quedarse con nosotros bajo las especies del pan y del vino, y
encomendó a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar
la memoria viva y eficaz del rito eucarístico.
Por consiguiente, esta celebración nos implica místicamente a todos y nos
introduce en el Triduo sacro, durante el cual también nosotros aprenderemos del
único "Maestro y Señor" a "tender las manos" para ir a donde nos llama el
cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.
2. "Haced esto en conmemoración mía" ( 1 Co 11, 24-25). Con este mandato,
que nos compromete a repetir su gesto, Jesús concluye la institución del
Sacramento del altar. También al terminar el lavatorio de los pies, nos invita a
imitarlo: "Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros,
también lo hagáis vosotros" ( Jn 13, 15). De este modo establece una íntima
correlación entre la Eucaristía, sacramento del don de su sacrificio, y el
mandamiento del amor, que nos compromete a acoger y a servir a nuestros
hermanos.
No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al
prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, también nosotros
pronunciamos nuestro "Amén" ante el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así nos
comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, "lavar los pies" de nuestros
hermanos, transformándonos en imagen concreta y transparente de Aquel que
"se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" ( Flp 2, 7).
El amor es la herencia más valiosa que él deja a los que llama a su seguimiento.
Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la
humanidad entera.
3. "Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio
castigo" ( 1 Co 11, 29). La Eucaristía es un gran don, pero también una gran
responsabilidad para quien la recibe. Jesús, ante Pedro que se resiste a dejarse
lavar los pies, insiste en la necesidad de estar limpios para participar en el
banquete y sacrificio de la Eucaristía.
La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve el vínculo existente entre
la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Quise reafirmarlo también yo
en la Carta a los sacerdotes para el Jueves santo de este año, invitando ante
todo a los presbíteros a considerar con renovado asombro la belleza del
sacramento del perdón. Sólo así podrán luego ayudar a descubrirlo a los fieles
encomendados a su solicitud pastoral.
El sacramento de la Penitencia devuelve a los bautizados la gracia divina perdida
con el pecado mortal, y los dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Además,
en el coloquio directo que implica su celebración ordinaria, el Sacramento puede
responder a la exigencia de comunicación personal, que hoy resulta cada vez
más difícil a causa del ritmo frenético de la sociedad tecnológica. Con su labor
iluminada y paciente, el confesor puede introducir al penitente en la comunión
profunda con Cristo que el Sacramento devuelve y la Eucaristía lleva a plenitud.
Ojalá que el redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación ayude a todos
los creyentes a acercarse con respeto y devoción a la mesa del Cuerpo y la
Sangre del Señor.
4. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo" ( Jn 13, 1).
Volvemos espiritualmente al Cenáculo. Nos reunimos con fe en torno al altar del
Señor, haciendo memoria de la última Cena. Repitiendo los gestos de Cristo,
proclamamos que su muerte ha redimido del pecado a la humanidad, y sigue
abriendo la esperanza de un futuro de salvación para los hombres de todas las
épocas.
A los sacerdotes corresponde perpetuar el rito que, bajo las especies del pan y
del vino, hace presente el sacrificio de Cristo de un modo verdadero, real y
sustancial, hasta el fin de los tiempos. Todos los cristianos están llamados a
servir con humildad y solicitud a sus hermanos para colaborar en su salvación.
Todo creyente tiene el deber de proclamar con su vida que el Hijo de Dios ha
amado a los suyos "hasta el extremo". Esta tarde, en un silencio lleno de
misterio, se alimenta nuestra fe.
En unión con toda la Iglesia, anunciamos tu muerte, Señor. Llenos de gratitud,
gustamos ya la alegría de tu resurrección. Rebosantes de confianza, nos
comprometemos a vivir en la espera de tu vuelta gloriosa. Hoy y siempre, oh
Cristo, nuestro Redentor. Amén.
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