VII Domingo durante el año A
“No odies en tu corazón a tu hermano…ni te vengarás de él…” (Lev.19,17-18)
Todo el Antiguo Testamento y la Ley, preservaban en el corazón del creyente el mandamiento del
amor, desde la Ley de Moisés pasando por el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (Lev.19,17). Y aunque el pueblo lo interpretaba en sentido restringido, es decir dentro del
ámbito del Pueblo de Israel, ya esta ley -por ser divina- contiene el espíritu del Nuevo Testamento,
en donde Jesús rompe todas las barreras dando al precepto del amor (caridad) dimensiones
universales: “habéis oído que se dijo amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo, yo, -pues os
digo– amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt. 5, 43-44).
El odio a los enemigos no es un precepto bíblico, es más bien una deformación de los preceptos
del Antiguo Testamento, pues habría entre el amor y la misericordia de Dios una contradicción
esencial con un precepto que nos llevara al odio de alguien, deformación de la Ley convertida en
norma de vida. El odio pone un abismo con el amor, motivo de la vida y de la vida misma del
Redentor. Jesús al perfeccionar la ley lo hace de un modo especial con la “caridad–amor” que
serán el cauce de todos los preceptos evangélicos y de la relación misma del hombre con Dios y
con los hermanos.
Todos los preceptos y mandamientos se reducen al “amor” y al final de la vida seremos
interrogados en el amor. Jesús es claro: el cristiano ha de amar tanto al amigo como al enemigo sin
excepción, no se admiten interpretaciones arbitrarias. El amor para cristo es la fuente donde nos
nutrimos, es el camino por el que tenemos que caminar y es el término de nuestro andar cristiano.
Nos preguntamos por qué esta realidad tan dura en el precepto del amor, amigos y enemigos en
un mismo nivel. Y esto es porque ambos son hijos de un mismo Dios y Padre y por eso todos los
hombres somos hermanos y por lo tanto prójimos. Aquí en este precepto no entran las distinciones
humanas, el sentido de pueblo, de maldad u odio, el bien o el mal, pueblo y pueblo, raza y raza,
beneficios y daños u ofensas recibidas.
Por ningún motivo le será lícito el odiar a un creyente en Dios. Más aún a un cristiano, pues todos
somos hijos de un mismo Padre y de un amor eterno que se cobija en nuestros corazones de
hombres creyentes. ¡Y qué terrible sería decir que odiamos “por amor a Dios”! Es un grave error en
la concepción de la fe en el Dios Único y Señor. El Señor nos dijo: “amad…para que seáis hijos de
vuestro Padre Celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos”
(Ib. 44-45). Nosotros, semejantes a Cristo por el bautismo, debemos reflejar en nuestras vidas el
amor de Cristo y de Cristo Crucificado por nuestros pecados. Nuestros rostros deben reflejar el
amor de Cristo, nuestras palabras y gestos, cuidar lo que decimos de y a nuestro prójimo, cuidar lo
que decimos de su fama o de su vida. Somos fáciles en el juzgar al hermano y hablar mal de él,
con o sin razón. Esta realidad entrará en el juicio de Dios y hemos de pagar gravemente esta falta
de amor, ruptura con el precepto más importante de la Ley del Señor.
El mundo tiene como necedad pagar el odio con amor, el mal con bien, las ofensas con perdón,
pero San Pablo nos enseña que para seguir a Cristo es preciso hacerse “necio”, “porque la
sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios” (1 Cor. 3,19). Nosotros no somos del
mundo, porque el mundo no es de Dios y tampoco su sabiduría. El cristiano es de Cristo y Cristo
de Dios y siendo de Cristo, el cristiano sigue su doctrina y con Él y en Él quieren pertenecer a
Dios. Imitar a Cristo en el amor nos hace vivir en una dimensión distinta a la de los hombres sin fe
y nos lleva a elevar la dignidad humana de hijos de Dios y construir una sociedad distinta a la que
vivimos, sin odios, sin rencores, reconciliados entre nosotros. Será la única forma de sanar nuestra
sociedad.
Que María, fuente del amor eterno, nos ilumine y nos guíe en el conocimiento del amor de Dios y
nos haga testigos en el mundo de ese amor.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú