Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A
De la carta a Diogneto
CARTA A DIOGNETO
LA ECONOMÍA DIVINA
Así, pues, cuando Dios lo tuvo todo dispuesto en Sí mismo juntamente con su
Hijo, hasta el tiempo próximamente pasado, nos permitió, a nuestro talante, que nos
dejáramos llevar de nuestros desordenados impulsos, arrastrados por placeres y
concupiscencias. Y no es en absoluto que Él se complaciera en nuestros pecados, sino
que los soportaba. Ni es tampoco que Dios aprobara aquel tiempo de iniquidad, sino
que estaba preparando el tiempo actual de justicia, a fin de que, convictos en aquel
tiempo por nuestras propias obras de ser indignos de la vida, fuéramos hechos ahora
dignos de ella por la clemencia de Dios; y habiendo hecho patente que por nuestras
propias fuerzas era imposible que entráramos en el reino de Dios, se nos otorgue ahora
el entrar por la virtud de Dios. Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo y se puso
totalmente de manifiesto que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y
muerte, venido que fue el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos
en adelante su clemencia y poder (¡oh, benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos
aborreció, no nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien
mostrósenos longánime, nos soportó; Él mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí
nuestros pecados; Él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros; al
Santo por los pecadores, al Inocente por los malvados, al justo por los injustos, al
Incorruptible por los corruptibles, al Inmortal por los mortales.
Porque ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pe- cados sino la justicia suya? ¿En
quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de
Dios?
¡Oh dulce trueque, oh obra insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la
iniquidad de muchos queda ra oculta en un solo Justo y la justicia de uno solo justificara
a muchos inicuos!
Así, pues, habiéndonos Dios convencido en el tiempo pasado de la imposibilidad,
por parte de nuestra naturaleza, para alcanzar la vida, y habiéndonos mostrado ahora
al Salvador que puede salvar aun lo imposible, por ambos lados quiso que tuviéramos
fe en su bondad y le miráramos como a nuestro sustentador, padre, maestro,
consejero, médico, inteligencia, luz, honor, gloria, fuerza, vida, y no andemos
preocupados por el vestido y la comida.
LA CARIDAD, ESENCIA DE LA NUEVA RELIGIÓN
Si deseas alcanzar tú también esa fe, trata, ante todo, de adquirir conocimiento
del Padre. Porque Dos amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a los que
sometió cuanto hay en la tierra, a los que concedió inteligencia y razón, a los solos que
permitió mirar hacia arriba para contemplarle a Él, los que plasmó de su propia imagen,
a los que envió su Hijo Unigénito, a los que prometió su reino en el cielo, que dará a los
que le hubieren amado. Ahora, conocido que hayas a Dios Padre, ¿de qué alegría
piensas que serás colmado? ¿O cómo amarás a quien hasta tal extremo te amó antes a
ti? Y en amándole que le ames, te convertirás en imitador de su bondad. Y no te
maravilles de que el hombre pueda venir a ser imitador de Dios. Queriéndolo Dios, el
hombre puede. Porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro
prójimo, ni en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y
violentar a los necesitados. No es ahí donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo
eso es ajeno a su magnificencia. El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que está
pronto a hacer bien a su inferior en aquello justamente en que él es superior; el que,
suministrando a los necesitados lo mismo que él recibió de Dios, se convierte en Dios
de los que reciben de su mano, ése es el verdadero imitador de Dios.
Entonces, aun morando en la tierra, contemplarás a Dios cómo tiene su imperio
en el cielo; entonces empezarás a hablar los misterios de Dios; entonces amarás y
admirarás a los que son castigados de muerte por no querer negar a Dios; entonces
condenarás el engaño y extravío del mundo, cuando conozcas la verdadera vida del
cielo, cuando desprecies ésta que aquí parece muer- te, cuando temas la que es de
verdad muerte, que está reservada para los condenados al fuego eterno, fuego que ha
de atormentar hasta el fin a los que fueren arrojados a él. 8. Cuando este fuego
conozcas, admirarás y tendrás por bienhadados a los que, por amor de la justicia,
soportan estotro fuego de un momento.
( Padres apostólicos , Diogneto, fragmento, BAC, Madrid, 1974,
pág. 855-858)